Lula da Silva, el actual presidente de Brasil, estuvo en la cárcel acusado de corrupción pasiva. Dicen que se benefició de operaciones irregulares de la petrolera brasileña Petrobras y un juez, Sergio Moro, que acabó siendo ministro de Bolsonaro, le condenó a 9 años de cárcel. Estuvo 580 días en prisión. Salió porque el Tribunal Supremo anuló la condena por entender que el juez no era competente para juzgarlo. Moro está siendo investigado.
En los Estados Unidos, Donald Trump designó al 33 por ciento de los jueces del Tribunal Supremo unos días antes de terminar su mandato. Con anterioridad, se encargó de sustituir al 30 por ciento de los jueces federales de apelación. El resultado ha sido, de momento, la anulación del derecho al aborto por parte de los jueces conservadores del Alto Tribunal.
En España, el presidente del máximo órgano de gestión de jueces y magistrados, el CGPJ, Carlos Lesmes, nombró 78 altos cargos de la magistratura estando en funciones. La casi totalidad de ellos pertenecen al sector conservador y algunas decisiones del Tribunal Supremo, como las sentencias a los líderes del independentismo catalán, han sido controvertidas.
Conclusión: ya no hace falta acudir al “artículo 33” para dominar uno de los poderes del Estado en democracia. Basta con saber maniobrar lo suficiente como para dar “golpes de Estado silenciosos”. Ya no hacen falta militares golpistas. En casi todo el mundo, los políticos están instrumentalizando “el tercer poder” en su propio beneficio. Solo hay que saber controlar el aparato judicial.
Salvo en regímenes totalitarios, como el de los ayatolas iraníes, los talibanes afganos, los militares birmanos o los dictadores de Corea del Norte y Nicaragua, donde la justicia es una correa de transmisión de las decisiones políticas, los países intentan controlar la justicia con cierto disimulo, colocando a los peones suficientes para que éstos se encarguen de ejecutar la represión. Ya no hacen falta ni policías ni ejército. Basta con que un juez elabore un sumario con acusaciones a los disidentes para meterlos en la cárcel y seguir gobernando “en democracia”. Es lo que, dicen que está pasando en Polonia y Hungría, miembros de la Unión Europea que están en entredicho precisamente por eso. Porque están haciendo las maniobras necesarias para que el poder político controle las judicaturas de estos países sin disimulo alguno.
Para esto, son más inteligentes los dirigentes bolivarianos en Venezuela. El cerebro gris del régimen, Diosdado Cabello, es el que se está encargando de modificar el sistema judicial del país, en silencio. De tal manera que los jueces y magistrados anteriores a la llegada de Hugo Chávez al poder, se han jubilado, han pedido excedencia o simplemente se han ido. El aparato judicial está perfectamente controlado. Y a los disidentes se les acusa de haberse enriquecido ilícitamente. Cárcel y exilio es su destino final.
Algo parecido está sucediendo en otros países latinoamericanos. La derecha no controla el poder político en Argentina. Pero sí la judicatura. Y eso les ha servido para que la vicepresidenta del país, Cristina Fernández de Kirchner, haya sido condenada, en primera instancia, en el “Caso Grupo Austral” por administración fraudulenta. Una causa que se encuentra pendiente de apelación pero que, si acaba por prosperar, supondrá su inhabilitación a perpetuidad además de pena de cárcel. Cristina Fernández, se ha visto envuelta en varias causas judiciales, por desviación de fondos, incluso por alta traición. De momento, todas han sido sobreseídas.
Los jueces de Colombia y de Chile, también están intentando abrir causas contra los presidentes, Gustavo Petro, y Gabriel Boric. Pero, de momento, lo único que han encontrado es la relación de ambos con la extrema izquierda. En algunos casos, con la guerrilla como es el de Petro. Nada por lo que, de momento, se les pueda acusar. Sobre todo, porque estos magistrados parafascistas rebuscan más en asuntos financieros que en las actividades políticas. Las acusaciones de corrupción son mejor vistas por la opinión pública que el izquierdismo radical, por poner un ejemplo.
El expresidente de Ecuador, Rafael Correa, no puede ir a su país. Reside en Bruselas como asilado político porque si pisa suelo patrio tendrá que enfrentarse al cumplimiento de una condena de ocho años de cárcel por el llamado “Caso Sobornos”. En Bolivia, el expresidente Evo Morales está acusado de fraude electoral.En Perú, su expresidente, Pedro Castillo, se encuentra en prisión sin juicio, acusado de un “autogolpe de Estado” que él niega tajantemente. El mismo día en que se produjo ese “autogolpe”, Castillo iba a ser sometido a una moción de censura “por irregularidades financieras” cometidas durante su gestión.
Las intervenciones judiciales están claras. De las de España ni hablamos. Desde que ciertos sectores políticos descubrieron que no es necesario recurrir a la fuerza física, policía o militares, para acabar con las discrepancias, las escuelas de formación de jueces y magistrados, incluida la tristemente conocida Escuela Judicial española, se han convertido en centros de adoctrinamiento. Elitistas, donde los ingresos quedan restringidos a las élites económicas, los futuros jueces se incorporan a las carreras de sus países con la lección muy bien aprendida. Y esto es evidente. Aquí en España y en la Conchinchina si hace falta llegar hasta allí.