Miles de jubilados salieron ayer a las calles de Madrid para pedir la dimisión de Escrivá por su reforma de las pensiones. A los boomers no les ha gustado el recorte que prepara el ministro ni tampoco su consejo a todos los españoles para que empiecen a ahorrar y a invertir en planes privados porque en unos años la hucha del Estado no dará para más. A esta hora se desconoce la cuantía exacta de la movilización ya que, de nuevo, las cifras varían según la institución oficial que las aporte (más de 10.000 manifestantes, según la Policía Nacional, 5.000 según la Delegación del Gobierno).
De cualquier manera, Escrivá se está ganando a pulso el título de ministro más odiado del Reino y la ira popular empieza a cargar contra él por proliberal, francotirador del socialismo y antipático. Esta protesta ciudadana contra sus políticas antisociales no podía llegar en el peor momento para el Gobierno de coalición, justo el fin de semana en que Pedro Sánchez se da un baño de masas en el 40 Congreso del PSOE que se celebra en la Feria de Muestras de Valencia (más bien feria de las vanidades políticas). El presidente del Gobierno clausura hoy el acto de exaltación a mayor gloria de él mismo y, de una forma o de otra, en su discurso final para la historia va a tener que entrar en el tema de las pensiones, ya que cualquier jubilado tiembla a estas horas ante la posibilidad de un recorte a la paguita que se ha ganado merecidamente tras toda una vida dando el callo o en el tajo. Sánchez está obligado a decir algo medianamente convincente y todo lo que no sea corregir o enmendar la plana al odiado ministro de Seguridad Social va a desentonar con los discursos grandilocuentes, la fanfarria retórica y las palabras rimbombantes que se han escuchado desde el viernes en las diferentes ponencias del congreso.
A lo largo de tres días, las grandes figuras del partido, los viejos y los jóvenes, han debatido bizantinamente, entre aplausos fervorosos de la militancia, sobre el futuro del socialismo español. Allí se ha hablado de justicia social, de feminismo, de una sociedad más igualitaria, en definitiva, de los grandes avances y conquistas sociales que, no puede negarse, ha llevado a cabo el PSOE en las últimas décadas de democracia. La charlas y mesas redondas han transcurrido entre la complacencia, el onanismo político y la euforia desmedida, sin que haya aparecido ni un solo atisbo de autocrítica como ordena el manual de Marx que ya nadie lee. Alguien, algún veterano de toda la vida, podría haber puesto los pies en el suelo para advertir a los impetuosos jóvenes que el proyecto socialista no solo no culmina nunca porque es una tarea utópica, sino para decirles que esta España de hoy no está para que en Ferrazse saque pecho sin pudor.
Con unas cifras de paro galopantes, con unos índices de desigualdad que nos colocan a la cabeza de los países europeos y con más de ocho millones de pobres pidiendo en las colas del hambre, en ese congreso se deberían haber visto caras largas, semblantes tensos, gestos de preocupación y responsabilidad por la ardua tarea que aún queda por delante, no el pachangueo nocturno en la discomóvil ni las sonrisas satisfechas e impregnadas por el aroma de la paellada gigante, la birra y los gin tonics. A uno, que ha asistido al sarao valenciano con una mezcla de estupefacción y algo de vergüenza, se le venía a la cabeza, una y otra vez, la misma pregunta: ¿Pero de qué demonios se ríe esta gente si el país, pese a que va levantando cabeza a duras penas tras la crisis coronavírica, está hecho unos zorros? Nadie supo darme una respuesta convincente.
Para colmo de males, las feministas se le rebelaron a Sánchez a última hora (no estaban de acuerdo con los ellos, ellas y elles de Irene Montero, o sea la ponencia trans) y los tocapelotas de Izquierda Socialista, aunque sean los cuatro gatos de siempre que hacen más ruido que otra cosa, volvieron a montar el pollo habitual de cada congreso al sentirse vetados por la organización. Ellos querían que se sometiese a votación el informe de gestión y poner encima de la mesa el espinoso debate república o monarquía, pero, una vez más, no les hicieron ni puñetero caso (Santos Cerdán, el secretario de Organización, sabrá por qué). Para rematar el día, algunas de las cabezas cortadas por Sánchez en su histórica remodelación de Gobierno de julio mostraron su disconformidad con el hiperliderazgo, cesarismo o bonapartismo del jefe bien públicamente (mediante metáforas, adivinanzas o chinitas en las ponencias y charlas) o en petit comité con cotilleos de pasillo. Los airados enojados (no hace falta dar nombres) explotaron definitivamente cuando, llegada la hora de designar a los nuevos cargos de la Ejecutiva nacional, comprobaron con estupor que ellos no iban en la lista y sí otros figurantes que no hacen sino reforzar el poder y control de Sánchez en los aparatos del partido.
Quiere decirse que el acto de exaltación sanchista de Valencia que debía servir para dar una imagen de unidad ha logrado su objetivo solo parcialmente y no es oro todo lo que reluce, ya que soterradamente, subterráneamente, empiezan a circular entre la militancia corrientes alternas de malestar y conatos de disidencia por la gestión interna de un líder que empieza a dar síntomas de grave presidencialismo y encastillamiento tras una camarilla de colaboradores de confianza que recuerda bastante a los añejos tiempos del felipismo. Mi compañero de fatigas, el gran Santiago Aparicio, cree que este ha sido un congreso a la búlgara que probablemente se haya cerrado en falso y razón no le falta.
En resumen, la balsa de aceite que parecía el PSOE no es tal y solo faltaba una manifa de jubilados cabreados por los planes del siempre sospechoso de ultraliberalismo Escrivá, el hombre que amenaza con cargarse el sistema público de pensiones, gran conquista del Estado de bienestar. Y eso que por la mañana Unai Sordo y Pepe Álvarez parecían entregados a la causa sanchista. Que no crea el presidente que la segunda parte de la legislatura va a ir como la seda porque aquí queda todavía mucha tela que cortar.