En noviembre de 2018, socialistas y populares tenían ultimado un acuerdo para renovar el Consejo General del Poder Judicial. La mayoría de vocales serían progresistas y el presidente un conservador. Un juez, Manuel Marchena, era el candidato de consenso. Pero hubo una indiscreción. En un mensaje en WhatsApp, el portavoz del grupo conservador en el Senado, Ignacio Coisidó, adelantó ese nombre enfatizando que el PP mantendría la presidencia, “por la puerta de atrás”, de la sala segunda de Lo Penal del Tribunal Supremo, la encargada de enjuiciar a miembros del gobierno y a parlamentarios. El mensaje se filtró a la prensa y la operación se abortó. Marchena renunció a ser el titular del CGPJ. Casi seis años después, sigue presidiendo la sala de Lo Penal y acaba de señalar al expresident de la Generalitat, Carles Puigdemont, como “el hombre de atrás” de Tsunami Democràtic, organización que califica como “terrorista”. Curiosa similitud. El iba a ser “el hombre de atrás” de Génova en el órgano de gobierno de los jueces que controlaría los sumarios de la Gürtel y demás causas abiertas por la corrupción en el Partido Popular, y ahora, su obsesión, Carles Puigdemont, es otro “hombre de atrás”, como era él.
En los mentideros jurídicos no cabe duda de que Manuel Marchena se ha convertido en el inspirador intelectual de ese grupo de jueces y fiscales que han decidido llevar a cabo una contundente cruzada contra la amnistía. Esos juristas, pertenecientes a la más rancia derecha conservadora, no están dispuestos a que la medida de gracia les deje sin argumentos para seguir llevando a cabo esa represión contra el soberanismo catalán que iniciaron poco después de 2017. Saben que los ejecutores de la ley, una vez sea aprobada por el Parlamento y convalidada por el Constitucional y la justicia europea, serán ellos y están buscando todo tipo de artimañas para anular sus efectos. Estos “salvapatrias” están convencidos de que los independentistas volverán a hacer lo que llevaron a cabo entre 2013 y 2017. Sólo esperan el momento oportuno. Y creen que el principal instigador de este movimiento sigue siendo el expresident, Carles Puigdemont. Por eso se ha convertido en su objetivo.
Como dice el comentarista político, Jesús Maraña, Puigdemont es “uno de los personajes más antipáticos del espectro político de este país”. El expresident no es un héroe, ni siquiera en el soberanismo catalán. Nadie olvida como se fugó a Bélgica mientras sus compañeros comparecían ante los jueces y se pasaban un tiempo en la cárcel. Pero, por las razones que sean, sus diputados, que esos sí le siguen a ciegas, tienen la llave de la gobernabilidad. Y eso lo saben muy bien los jueces que secundan la operación de acoso y derribo al independentismo. De ahí que, sacándose de la manga el famoso, por controvertido, artículo 573 del Código Penal, hayan decidido calificar de organización terrorista a Tsunami Democràtic, un movimiento efímero que apenas duró lo que las manifestaciones en protesta por las sentencias del Supremo, esas sentencias que dictó con tanta contundencia el propio Marchena y que tuvieron que ser modificadas cuando el parlamento decidió suprimir el delito de sedición.
El artículo 573 del Código Penal, inspirado en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre terrorismo, abarca multitud de actos. Ya no sólo cabe el terrorismo de ETA y del yihadismo, ahora una tractorada puede ser calificada por cualquier juez como “acto terrorista”. Una tractorada, o las manifestaciones que se llevaron a cabo en la sede del PSOE de la madrileña calle de Ferraz, donde, incluso, se llegó a apalear un muñeco simulando la figura de Pedro Sánchez. Si nos ajustamos al criterio que ha aplicado la sala de Lo Penal, hay unos cuantos líderes de la derecha y la extrema derecha que “están detrás” de ese “terrorismo” de la misma intensidad que el de Tsunami: Santiago Abascal, Esperanza Aguirre, o Miguel Tellado, entre otros. Incluso algunos asistieron a esas acciones de protesta donde hubo, también, agresiones a miembros de la fuerza pública, uno de los argumentos que utiliza el Supremo para calificar de “terroristas” las manifestaciones convocadas por Tsunami.
Si nos acogemos al argumentario de la sala de Lo Penal, todos estos personajes, y algunos otros, deberían estar siendo investigados como autores de un delito de terrorismo, como también los dirigentes agrarios y los de las asociaciones de transportistas y los sindicalistas porque, siguiendo la doctrina del alto tribunal, “todos ellos sembraron el terror entre la población” como argumenta que hizo Tsunami.
Hace muchos años que en España dejó de existir el llamado “ruido de sables”. Hace muchos años que los militares, salvo algunos mandos retirados descerebrados que hablan, entre ellos, de “ahorcar a 26 millones de hijos de puta”, entendieron cuál debe ser su papel en la sociedad. Pero otros colectivos, incluso algunos que portan armas legalmente, se creen con el derecho a intervenir en la política de este país. De ahí que se hable insistentemente de “ruido de togas”. Alguno jueces y fiscales se están ganando a pulso esta consideración y, por supuesto, uno de ellos es Manuel Marchena que habría que recordarle la coherencia con la que actuó cuando se montó el escándalo por haberse filtrado su nombre para la presidencia del Consejo General del Poder Judicial. Este magistrado canario renunció a su candidatura porque no quería convertirse en instrumento al servicio de ninguna opción política. Entonces dijo: “mi trayectoria como magistrado ha estado siempre presidida por la independencia como presupuesto de legitimidad de cualquier decisión judicial”
Por eso mismo, choca que se haya convertido en un juez al servicio de la represión del Estado español contra el independentismo catalán centrando su objetivo en uno de sus dirigentes, probablemente el más vulnerable desde el punto de vista jurídico, Carles Puigdemont. Por eso que a nadie le extrañe que en los ámbitos políticos y jurídicos se le haya encasillado al frente del grupo de jueces y fiscales que participan activamente en la guerra contra la amnistía lo que supone, claramente, una intromisión en uno de los tres poderes en los que se apoya el estado democrático.