Milei muestra al mundo que las promesas de la extrema derecha son mentira

Al igual que Donald Trump en Estados Unidos, Milei se presentó como un mesías ante una ciudadanía harta de la clase política tradicional pero los resultados de su gestión son más penurias para las familias de clase media y trabajadora

31 de Agosto de 2025
Actualizado el 01 de septiembre
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Milei Argentina
Javier Milei en una imagen de archivo / Foto: Flickr Gage Skidmore

En América Latina, los experimentos económicos suelen ser tan efímeros como intensos. Pero pocas veces la distancia entre la promesa y la realidad ha sido tan abismal como la que atraviesa Argentina bajo la presidencia de Javier Milei. Electo con la bandera del “fin de la casta” y el evangelio libertario de los recortes radicales, Milei llegó a la Casa Rosada con el aura de un mesías económico. Nueve meses después, su gestión se ha convertido en una advertencia global sobre los límites del populismo de extrema derecha cuando se enfrenta a la realidad de gobernar.

El autodenominado “anarcocapitalista” prometió pulverizar la inflación, dolarizar la economía y devolver a Argentina la prosperidad perdida. Lo que consiguió fue una recesión de dimensiones históricas, con el consumo desplomado, la industria paralizada y un deterioro social que recuerda a las crisis de finales del siglo XX. El índice de precios al consumidor, pese a una caída inicial en el ritmo mensual gracias a la brutal contracción del gasto, sigue entre los más altos del mundo. Los salarios reales se redujeron a niveles de hace dos décadas, y la pobreza supera ya al 55% de la población, con la indigencia en su punto más alto en treinta años.

Más que un proyecto económico coherente, Milei ha ofrecido un espectáculo político: cadenas nacionales plagadas de insultos, conferencias internacionales convertidas en tribunas ideológicas y una narrativa que atribuye todos los males al “estatismo” o a los enemigos imaginarios de la libertad. La retórica incendiaria ha sido eficaz para mantener el foco mediático, pero no para construir políticas sostenibles. Ni siquiera logró la prometida dolarización: sin reservas suficientes en el Banco Central, el plan quedó reducido a un gesto performático que solo profundizó la desconfianza de los mercados.

El fracaso argentino expone un patrón reconocible en los populismos de extrema derecha. Como Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, Milei se alimenta de la polarización, demoniza a sus opositores y reduce la política a un espectáculo permanente. Pero a diferencia de sus referentes del norte, carece de un colchón económico que disimule los excesos. En Argentina, la crudeza de la realidad se impuso demasiado rápido: sin inversión extranjera, con los precios de las exportaciones agrícolas estancados y con una sociedad agotada por décadas de crisis, el ajuste no encontró margen de éxito ni consenso social.

El resultado es paradójico. El libertario que prometía dinamitar el Estado se ha visto obligado a gobernar mediante decretos, ampliando el poder presidencial de formas que contradicen sus credenciales liberales. El líder que clamaba contra la “casta” depende ahora de acuerdos con gobernadores y sectores empresariales que, lejos de desaparecer, se consolidan en la mesa de negociaciones. Y el economista que ofrecía fórmulas matemáticas para ordenar el caos ha terminado replicando el más viejo manual del populismo: culpar a enemigos externos, alimentar teorías conspirativas y sacrificar a los ciudadanos en nombre de un futuro que nunca llega.

Argentina paga así el precio de haber convertido la bronca en programa de gobierno. Milei es, en muchos sentidos, el espejo de la extrema derecha contemporánea: audaz en el discurso, frágil en la gestión y devastador en los resultados sociales. Su fracaso no es un accidente personal, sino la consecuencia lógica de un modelo que confunde radicalismo ideológico con política económica viable.

La lección es amarga pero necesaria: en sociedades con democracias debilitadas y economías frágiles, los populismos de extrema derecha no ofrecen salidas, sino nuevas trampas. Argentina vuelve a demostrarlo, y el eco de esa advertencia debería escucharse mucho más allá del Río de la Plata.

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