Los occidentales sabemos poco o nada sobre Taiwán. En general Oriente se nos antoja un mundo desconocido, una especie de planeta lejano habitado por seres totalmente diferentes a nosotros. De aquella isla remota solo tenemos ligeras nociones, como cuando compramos un aparato electrónico o una prenda de vestir, miramos la etiqueta y leemos eso de made in Taiwan. Entonces tenemos la ligera intuición de que Asia ha terminado por colonizarnos económicamente, pero a nadie le da por leer o indagar sobre el mundo oriental siempre dormido y que ahora nos estalla en la cara sin que sepamos muy bien por qué. Hay que ir a las causas de los acontecimientos históricos para entender el presente.
Tras la abdicación del último emperador chino en 1912, estalló la guerra civil entre el Kuomintang del general Chiang Kai-shek y las fuerzas del Partido Comunista de Mao Zedong, que terminó alzándose con la victoria para instaurar la República Popular China en 1949. Fue entonces cuando los nacionalistas derrotados se refugiaron en la isla de Taiwán y allí se proclamaron no solo legítimos representantes y herederos de China sino guardianes de las esencias y tradiciones de su país. El régimen de Pekín jamás reconoció al atolón como un Estado independiente y siempre lo ha considerado como parte integral de su territorio. Durante décadas, el conflicto entre chinos e independentistas taiwaneses se mantuvo enquistado, pero en los últimos años se ha agudizado hasta convertirse en un auténtico polvorín.
Tras la invasión rusa de Ucrania, China ha tratado de hacer auténticos malabarismos diplomáticos para no verse salpicada. Si bien es verdad que siempre ha respaldado a Putin, su tradicional aliado, se ha movido con pies de plomo, tirando de mano izquierda para no entrar en abiertas hostilidades con Estados Unidos. Ni a Washington ni a Pekín le interesa un cuerpo a cuerpo directo con la otra superpotencia. Hay demasiados intereses comerciales en juego, demasiados contratos para el suministro de alta tecnología, ingentes negocios, una montaña de dinero de un volumen que ni siquiera podemos imaginar. Un pastel, a fin de cuentas, que se reparten entre los altos ejecutivos de Wall Street y los oligarcas chinos, esa estirpe corrupta que de comunista ya no tiene nada. Ambos titanes se odian pero se necesitan. Los yanquis son altamente dependientes de los compuestos tecnológicos y chips producidos por el gigante asiático, sin los cuales la industria estadounidense no puede funcionar (esa servidumbre trató de cortarla por lo sano Donald Trump, que declaró la guerra comercial a los productos chinos mediante el drástico bloqueo y la subida de los aranceles). A su vez, China solo podrá seguir creciendo económicamente –a ese ritmo descontrolado, vertiginoso y voraz que pone en grave peligro el clima del planeta–, si el mercado norteamericano les sigue comprando en grandes cantidades como hasta ahora. En lo político y lo militar, ambas superpotencias se vigilan y compiten por la hegemonía mundial; en lo económico transaccionan e intercambian mercancías y capitales como dos monstruos simbiotizados por el capitalismo salvaje globalizante.
Mientras tanto, la decadente Rusia juega un papel secundario en toda esta historia. Los tiempos gloriosos de la URSS ya pasaron, la economía nacional hace tiempo que entró en crisis sistémica y el país se ha convertido en un achacoso dinosaurio al borde de la extinción. Su estación orbital Mir, en el pasado gran orgullo patriótico, ha sufrido algún que otro incendio y cualquier día gripa, implosiona y se desintegra, dejando caer una lluvia de basura espacial sobre nuestras cabezas. Si bien es cierto que Rusia sigue manteniendo su posición como potencia nuclear capaz de destruir el planeta Tierra, la guerra en Ucrania ha venido a demostrar que sus tropas se han quedado obsoletas, anticuadas, poco eficaces. La chatarra militar rusa ha sido eficazmente contrarrestada por un animoso ejército de Zelenski bien pertrechado por Occidente. Moscú cada vez pintaba menos en la esfera internacional y esa es una de las razones que ha llevado al Kremlin de Putin a invadir Ucrania en un intento desesperado por recuperar el viejo esplendor soviético.
En ese contexto se produce el arriesgado viaje de Nancy Pelosi a Taiwán que ha enfurecido a Xi Jinping y que ha puesto en estado de máxima alerta a la poderosa flota china en el Pacífico. Pekín advierte de que defenderá una isla que considera de su propiedad con todos los medios a su alcance, la tensión en la zona crece por momentos y otra vez vuelve a hablarse de la Tercera Guerra Mundial. Es cierto que la presidenta de la Cámara de Representantes de EE.UU se ha destacado como una concienciada activista por los derechos cívicos (su imagen arrodillada frente al Congreso en protesta contra el asesinato de George Floyd a manos de un policía racista quedó para la historia) y que durante años se ha mostrado como la más firme denunciante de la cruel represión del régimen de Pekín contra el pueblo chino. Pero mucho nos tememos que Pelosi no ha calculado bien las consecuencias de su exótico y utópico pícnic taiwanés. La señora filántropa, como segunda persona más poderosa de Estados Unidos, debería saber que en diplomacia un simple gesto erróneo puede desencadenar una terrible guerra. Sin embargo, ella ha preferido jugar a gran heroína de la causa de la libertad pese a que el Pentágono desaconsejaba el viaje y a que Biden tampoco lo veía una buena idea. “Esto es una batalla entre las democracias y las autocracias”, ha dicho grandilocuentemente la congresista. El argumento no se sostiene si tenemos en cuenta que hace apenas unos días el propio Biden estrechaba sin pudor la mano del príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán, sospechoso de haber ordenado el asesinato y descuartizamiento del periodista disidente árabe Jamal Khashoggi.
Ya vamos siendo mayorcitos y por experiencia sabemos que a USA solo le interesa el petróleo, no los derechos humanos, que para la CIA siempre quedan en un segundo plano. Está claro que Pelosi ha ido a Taiwán a provocar a los chinos, a echar más leña al fuego global, una malísima noticia en medio de un contexto internacional diabólico en el que cualquier chispa o equívoco puede hacer estallar el apocalipsis nuclear, tal como avisa la ONU. De momento, los barcos de China ya rodean la isla. Que se preparen los taiwaneses para un bloqueo largo y duro a la cubana. Y todo por la tozudez de una dama bien que, como si no tuviese problemas acuciantes que resolver en su país al borde de una confrontación civil por la ofensiva trumpista, juega a ser la Juana de Arco de las cancillerías internacionales.