Llevan años anunciando que España se rompe y va a resultar que lo que se rompe es el PP. El que durante cuatro décadas ha sido el principal partido de la derecha española va camino de una escisión, de una partición en dos. De las dos Españas pasamos a las dos derechas (incluso tres, casadismo, ayusismo, abascalismo), un proceso que parece inevitable por mucho que Aznar aún sueñe con la unificación. Ya da igual lo que salga de las reuniones internas en Génova13; ya da lo mismo si se convoca un congreso extraordinario en marzo u ordinario en julio. El PP nunca volverá a ser el partido fuerte y omnímodo de antes. Se han roto demasiadas cosas. Se ha quebrado el mito de que solo existe una derecha, grande y libre guardiana de las esencias patrias. Una leyenda que no era cierta.
Igual que hay muchas izquierdas, la derecha tiene varias caras. Manuel Fraga levantó un monstruo fabricado con diferentes miembros y retazos, una sociedad de intereses diversos a la que se sumaron por pura necesidad de supervivencia franquistas de última hora, democristianos opusinos, náufragos de la UCD, liberales de boquilla y otras familias variopintas. En realidad solo les unía una misma cosa: la sacrosanta unidad de España y el ansia por el dinero. Más allá de eso, poco programa de futuro, escasa intención reformista o regeneradora, nula capacidad ideológica para adaptarse a los nuevos tiempos y a las exigencias de un conservadurismo a la europea. Ninguno de aquellos viejos pioneros había leído a Joaquín Costa ni les importaba, a ninguno le interesaba resolver los problemas seculares del país ni sus cánceres históricos. Solo les preocupaba conservar el poder –tal como habían hecho sus padres y abuelos en la dictadura–, y seguir tirando con el viejo negocio franquista que había funcionado durante el cuarentañismo. Franco les enseñó el camino, la verdad y la vida, el clientelismo y el nepotismo, más las tres reglas de oro para montárselo bien: la corrupción es el sistema, el patriotismo la cartera y la demagogia populista el manual del día a día. Y con esa fórmula exitosa (más el discurso guerracivilista y antidemocrático contra el rojo culpable de todos los males de la patria) han conseguido mantener el poder nacional y autonómico durante cuatro décadas. Ellos eran España, la bandera les pertenecía y las instituciones formaban parte de su propiedad. Prietas las filas, no había matices ideológicos mientras el invento carburara.
Sin embargo, como todo en la vida, la fórmula ha terminado por agotarse. La vaca ya no tira más leche por mucho que Pablo Casado se empeñe en darle cariño al ganado vacuno en cada campaña electoral. El cuento se acaba (se ha exprimido tanto que está tan seco como los embalses franquistas) y la fraterna hermandad de las diferentes familias conservadoras españolas ha saltado por los aires. La fábula de la derechona fuerte y recia no da para más. Es como cuando una empresa gripa, quiebra y los gordos, fatuos y calvos accionistas deciden disolver la compañía, repartir los beneficios que queden y despedirse entre abrazos, palmaditas en la espalda y lacrimógenos recuerdos de un pasado glorioso. Si te he visto no me acuerdo. A seguir con el tinglado en otra parte.
Casado pasará a la historia como uno de esos últimos emperadores romanos que protagonizaron la decadencia del imperio. Salió elegido presidente del PP de rebote y de milagro. Fue el fruto espurio de una guerra (sorayistas contra cospedalistas) y va a caer víctima de otra. Pero esta vez, al contrario de cuando salió elegido como figura de consenso capaz de coser las costuras del partido, la fractura en dos se antoja inevitable. Hay demasiadas heridas y demasiado profundas. Si el que sale derrotado es él (tiene todas las papeletas), los pocos casadistas que queden probablemente le seguirán en su guerra particular para recuperar el mando. Y la refriega continuará durante largo tiempo. Si pierde Ayuso (una hipótesis remota) podría sentir la tentación de montar su propio partido (MÁR ya ha filtrado esa opción que aterroriza a los prebostes de Génova). La lideresa ha acumulado popularidad, carisma y granero de votos suficientes como para emprender una aventura en solitario. Le han dicho que es un animal político capaz de llegar paseándose a la Moncloa (pese a que no sea capaz de hilvanar un discurso sin su chuleta) y ella se lo ha creído. En el caso de que finalmente diera ese paso, el golpe para el Partido Popular, ya muy erosionado por Vox, sería también letal. El votante pepero que sale a la calle Génova a manifestarse contra el casadismo está hechizado con Ayuso, que podría atracar el Banco de España mañana mismo, si se lo propusiera, y aun así seguiría ganando de calle las elecciones. Eso es el trumpismo.
En cualquier caso, Casado ha decidido vender muy cara su piel. Es un hombre demasiado ambicioso como para aceptar un carguete en un chiringuito o mamandurria, tal como ha demostrado en medio de una pandemia en la que no le ha temblado el pulso para fabricar basura política, montajes de todo tipo y escándalos para alimentar la crispación y derribar al Gobierno. No estamos ante un cómodo oportunista con siete vidas como Toni Cantó, tiene metido entre ceja y ceja que ha de ser presidente de España y lo seguirá intentando todo. Jamás aceptará una apartada covachuela o ventanilla donde su sombra languidezca en silencio, sin hacer ruido, anónimamente. Si le hacen un Sánchez, es decir, si lo decapitan políticamente como hicieron en su día los susanistas y felipistas con el hoy presidente del Gobierno, seguirá intrigando y malmetiendo para reconquistar Génova. El problema es que Sánchez tenía a las bases de su lado; Casado solo cuenta con Teodoro García Egea (que no lo quiere nadie) y con parte del aparato, un aparato al que se aferra como un niño a su averiado juguete. Su intento a la desesperada de convocar Junta Directiva Nacional (máximo órgano entre congresos con sus 300 miembros) solo puede interpretarse como un suicidio político, un cuerpo a cuerpo a la desesperada con los grandes barones territoriales. Se prevé una votación ajustada, de modo que esta vez ya puede decirle al torpe Casero que atine con el botón adecuado.
Ayer, acosado por la prensa de la caverna que pedía su cabeza, extenuado tras más de ocho horas de tensa reunión mientras Feijóo le prometía lealtad en público pero al mismo tiempo le sugería elegantemente la dimisión (la fineza del líder gallego asusta y es propia de El Padrino), Casado vio cómo los barones y su núcleo duro empezaban a abandonar el barco, dejándolo solo. Dicen que quiere atrincherarse hasta el final, pero por mucho que se resista, Jiménez Losantos ya le ha escrito el epitafio como cadáver político. O sea que está listo papeles.