Jumilla es famosa por ser tierra de buenos caldos. La última decisión del Ayuntamiento de la localidad de prohibir celebraciones religiosas en instalaciones deportivas podría interpretarse como la resaca de una noche de verano con aquelarre facha y concejales dándose alegremente al morapio. Viva el vino. Sin embargo, no es un hecho episódico, anecdótico o aislado. Se trata de un paso más en la programada y premeditada “guerra cultural” puesta en marcha por Vox y avalada, para desgracia de este país, por el PP.
Es obvio que la norma supone un ataque directo a la colonia musulmana, a sus costumbres, a su fe y a sus fiestas y tradiciones como el final del Ramadán y la Fiesta del Cordero. Y no valen las vanas excusas puestas por la alcaldesa, Seve González, quien se escuda en que el bando aprobado recientemente nada dice contra los musulmanes, sino que se trata de preservar “los espacios deportivos”. A eso se llama fraude de ley, señora, fraude de ley y tomar por tontos a los españoles. Cualquiera sabe que restringir el uso de un polideportivo a los vecinos de una localidad es una cacicada, como también es algo sabido que se puede legislar contra un grupo social sin que se mencione explícitamente en el texto. El racismo que inspira una ley siempre se redacta con eufemismos y circunloquios.
De modo que ya estamos donde quería Vox: quinientos años atrás, en la España de los Reyes Católicos, en un nuevo e infame Edicto de Granada, solo que hoy la víctima de la persecución es el musulmán, no el judío. Ya solo falta que salgan los Tercios de Flandes a patrullar por el pueblo, dándose a la caza del inmigrante con sus trajes de época, y distopía cumplida. Hasta la Conferencia Episcopal ha dicho basta ya al apartheid jumillano.
En 1492, la excusa para la expulsión de los judíos fue impedir que siguieran influyendo en la judaización de los nuevos cristianos conversos, lo que supuestamente ponía en peligro la pureza de la fe católica. Hoy el argumento de aquel antisemitismo sirve exactamente de la misma forma para alimentar la islamofobia: nos invaden los musulmanes, nos reemplazan, pretenden imponernos su cultura y su modo de vida. El miedo al diferente y la xenofobia como herramienta política. O sea, racismo puro y duro.
Tras la caída de Constantinopla en 1453, Calixto III llamó a la Santa Cruzada contra el Imperio otomano. Hoy Abascal se erige en el papa Borgia del trumpismo, se pone a las órdenes del nuevo emperador yanqui y su lacayo Netanyahu y declara la guerra contra el infiel en todos los frentes, en la pacífica Jumilla, en la devastada Gaza y en los ardientes desiertos de Oriente Medio, tal cual como en la Edad Media.
Fue Samuel P. Huntington quien dijo aquello de que, tras la caída del Muro de Berlín y el comunismo, las guerras ya no vendrían dadas por ideologías políticas o conflictos económicos, sino por las diferencias religiosas y raciales del mundo globalizado. Cuando lanzó su tesis sobre el choque de civilizaciones, allá por 1993, el viejo profesor suscitó un debate acalorado. Los críticos marxistas se le echaron encima por legitimar la agresión colonial de Occidente contra los países del Tercer Mundo, incluso a costa de imponer un discurso supremacista. Sin embargo, por lo que se va viendo, no iba desencaminado el visionario politólogo de Harvard. Hoy, por influjo del nacionalismo fascista, la guerra de religión vuelve a estar más de actualidad que nunca. Se levantan antorchas y crucifijos como armas de guerra, se propaga el odio en nombre de Dios y se justifica la discriminación, la persecución y el linchamiento, como ocurrió hace unas semanas con las nauseabundas cacerías de inmigrantes de Torre Pacheco.
Vox sueña con un retorno no ya a la España franquista de 1939, sino al mundo medieval. El partido ultra nunca ha ocultado cuál es el objetivo final de su siniestro programa político: recuperar las esencias ibéricas ancestrales. Dios (nacionalcatolicismo integrista y excluyente), patria y orden. Imponer la uniformidad totalitaria, acabar con la diversidad y el pluralismo. En ese macabro plan, la guerra de religión ocupa un lugar importante porque nada moviliza más en el odio y la violencia que los sentimientos religiosos. En realidad, todas las confesiones han matado y provocado genocidios, aunque Feijóo crea que no. En 2023, tras un ataque yihadista en una iglesia de Algeciras, el aprendiz de estadista del PP dijo aquello de que “desde hace muchos siglos no verá usted a un cristiano matar en nombre de su religión o de sus creencias”. Y añadió: “Hay otros pueblos que tienen algunos ciudadanos que sí lo hacen”. De aquellos polvos estos lodos. Con esa forma de pensar se entiende que el PP haya renunciado a condenar el racismo y se haya mezclado con los bárbaros del partido verde ultra.
La responsabilidad de Feijóo en el proceso de deshumanización y criminalización del inmigrante, así como en el renacimiento de los antiguos conflictos religiosos y étnicos, es directa y constatable. El Partido Popular ha blanqueado el discurso supremacista de Vox, y ya poco importa si lo ha hecho para no perder votos, por cálculo electoral o porque muchos prebostes de Génova 13 miran con simpatía (y cierta envidia) el racismo ya desinhibido y sin complejos de los de Abascal. Jumilla era, hasta la fecha, una ciudad tranquila donde sus vecinos de diferentes culturas convivían pacíficamente. Hoy la población inmigrante tiene miedo y advierte de que se defenderá de la agresión. La mecha de la intolerancia y el fanatismo religioso ha prendido; un nuevo polvorín como el de Torre Pacheco está preparado y listo para explotar en cualquier momento. Vox y sus paladas de odio.