Las pruebas que tumban la defensa de la explotación laboral del empresariado español

Los países y empresas que han reducido la jornada laboral sin recortar salarios han incrementado exponencialmente los niveles de productividad

05 de Junio de 2025
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Estres laboral

El presentismo, es decir, la tendencia de los trabajadores a acudir al puesto pese a estar enfermos, desmotivados, sobrecargados, quemados o a dar horas extras sin remunerar para hacer méritos ante su empleador, se ha convertido en uno de los factores menos visibles pero más erosivos de la productividad en España. Además, es la base sobre la que se cimenta el mercado laboral español. No hay más que ver las respuestas del Partido Popular ante la reducción de jornada propuesta por parte del gobierno: el país necesita subir la productividad y el sanchismo quiere que se trabajen menos horas. Sin embargo, se ha demostrado que todo esto es falso, no es más que una estructura argumental para seguir explotando a las clases medias y trabajadoras.

Según un estudio de OBS Business School, en España “existe la creencia de que cuantas más horas se destinen a estar en la oficina, mejores resultados se obtendrán y más productividad habrá”. Sin embargo, España acumula un 55% de tiempo improductivo, situándose como el tercer país de la Unión Europea con más horas laborales y, a la vez, con el menor rendimiento por hora trabajada.

La paradoja española, en efecto, radica en la prolongación de la jornada sin que ello se traduzca en un crecimiento homogéneo de la producción. El Estudio Económico de la OCDE sobre España advierte que, durante la última década, el incremento de la productividad laboral en nuestro país ha sido apenas la mitad de la media de los países de la organización.

A juicio de Álvaro Pereira, economista jefe de la OCDE, “es fundamental aumentar la productividad y hacer reformas importantes para que España pueda continuar creciendo”, pues gran parte de la expansión reciente del PIB responde al alza de la población activa y no a un mayor valor añadido por empleado.

En el origen del fenómeno se conjugan varias dinámicas: la presión cultural para “demostrar presencia” en el lugar de trabajo, la precariedad contractual que fomenta el miedo a perder el empleo y una gestión de la salud laboral aún insuficiente. Cuando los empleados asisten cada día “aunque no rindan al 100%”, la empresa incurre en costes encubiertos difíciles de cuantificar, pero que según informes internacionales pueden superar a los del propio absentismo. Este desgaste se manifiesta en un cansancio crónico, caídas en la creatividad y una atención dispersa en tareas clave.

La consecuencia macroeconómica es evidente: con un desempleo estructuralmente alto y salarios bajos, la única vía de contención de costes ha sido exprimir más horas de los trabajadores existentes. Pero este esfuerzo acaba minando la salud de las plantillas y encareciendo los procesos productivos. De hecho, mientras la jornada media española solo ha caído un 7% entre 1990 y 2021, la productividad del trabajo creció un 28% en ese mismo periodo, muy por debajo del alza registrada por economías comparables.

La cultura del presentismo dificulta, además, la adopción de modelos flexibles que han demostrado su eficacia en otros mercados. Países como Suecia, Alemania o Finlandia han impulsado prácticas de teletrabajo y semanas reducidas, priorizando resultados sobre “tiempo de presencia”, lo que ha reportado aumentos de eficiencia y menor rotación de personal. En España, esos esquemas aún tropiezan con la resistencia de empresarios habituados a medir el rendimiento en función de la plantilla visible en oficinas y fábricas. De ahí, la continua resistencia al teletrabajo o a eliminar las jornadas partidas.

Otro factor crítico es la prevención sanitaria. La falta de políticas de conciliación y de promoción de bajas médicas necesarias obliga a muchos profesionales a acudir enfermos, prolongando su dolencia y reduciendo su capacidad cognitiva y física. Más allá de costes directos (como el sobreesfuerzo de compañeros o la duplicación de revisitas médicas), el efecto sobre la calidad del trabajo puede dañar la reputación de productos y servicios a medio plazo.

Menos horas, más productividad

La discusión sobre la reducción de la jornada laboral no es un simple capricho de sindicatos o de teóricos del trabajo: diversos experimentos y estudios recientes revelan una correlación sorprendente entre trabajar menos horas y disparar la productividad.

En agosto de 2019, Microsoft Japón cerró sus oficinas todos los viernes durante un mes y limitó las reuniones a media hora, en el marco de su “Work Life Choice Challenge”. Al comparar las ventas por empleado con el mismo periodo del año anterior, la compañía constató un aumento del 39,9% en productividad, junto a una reducción del 23% en consumo eléctrico y un 59% menos de impresión de documentos. Más del 90% de los trabajadores validó la experiencia y la empresa planeó invitar a otras compañías a seguir su ejemplo.

Este caso emblemático no es una anomalía aislada. Una amplia revisión llevada a cabo por Juliet B. Schor y su equipo del Boston College, detallada en el estudio “The Surprising Viability of the Four-Day Workweek”, analizó 245 corporaciones que adoptaron esquemas 100:80:100: 100% de salario por 80 % de tiempo, manteniendo el 100% de la productividad. Sus conclusiones apuntan a mejoras significativas en la satisfacción laboral, una reducción del estrés y, en la mayoría de los casos, un repunte real de la eficiencia operativa.

A nivel académico, un estudio longitudinal publicado en la revista de la Universidad de Münster evaluó un experimento nacional en Alemania y constató que la reducción de horas no solo elevó el bienestar de los empleados (que manifestaron un cambio positivo significativo en su satisfacción vital), sino que elevó los niveles de productividad. De manera complementaria, un trabajo del Centro de Estudios Económicos de Oradea (Rumanía) detectó una robusta correlación inversa entre las horas efectivas de trabajo y la productividad media: más tiempo en el puesto se traduce, paradójicamente, en fatiga, motivación decreciente y un rendimiento por hora más bajo.

Los efectos positivos no se limitan a microexperimentos. Según datos empíricos recogidos en un artículo de MDPI, la reducción de la jornada impulsará el PIB real de una economía al mejorar simultáneamente la productividad laboral y la tasa de empleo. Al optimizar la distribución del tiempo y reconfigurar los procesos internos, las empresas no solo demandan menos horas de sus empleados, sino que extraen más valor productivo de cada hora trabajada.

Esta tendencia explica, al menos en parte, por qué algunos países y ciudades europeas exploran legislaciones para recortar progresivamente la semana laboral. El modelo francés de 35 horas semanales (en vigor desde 2000) ha servido de banco de pruebas para proyectos piloto, ya ha mostrado reducciones de estrés y mejoras en la salud pública.

La explicación de estos resultados radica en varios mecanismos complementarios: el alivio del agotamiento mental y físico, la concentración de esfuerzos en tareas de alto impacto, la simplificación de reuniones y la eliminación de burocracia innecesaria. Cuando las organizaciones se ven obligadas a “trabajar más inteligentemente” (priorizando objetivos claros y aplicando gestión eficiente del tiempo), emergen procesos más ágiles y motivadores para el personal.

No obstante, el éxito de la jornada reducida no es automático. Requiere un replanteamiento integral de la cultura corporativa: definir métricas de rendimiento ligadas a resultados, flexibilizar horarios y fomentar la autonomía responsable. Ese es el clavo ardiendo al que se agarran los empresarios españoles para mantener sus prácticas de explotación laboral. Además, sectores con necesidades de cobertura continua (salud, emergencias, servicios esenciales) deben adaptar modelos de turnos que garanticen tanto la productividad como la protección de los trabajadores.

En definitiva, la creciente evidencia demuestra que la productividad no depende linealmente de la cantidad de horas trabajadas. Al contrario, una jornada más corta, bien diseñada, puede desencadenar un “efecto multiplicador” de eficiencia. Para las economías avanzadas, frenadas por estancamientos de productividad, esta lección resulta especialmente relevante: priorizar la calidad del tiempo laboral —y no su extensión— podría ser la clave para revitalizar el crecimiento y el bienestar, tanto empresarial como social.

Islandia vuelve a dejar KO a España

Hace diez años, Islandia apostó por un experimento sin precedentes en el mundo laboral: recortar la semana de trabajo de 40 a 36 horas manteniendo el mismo nivel salarial. Lo que empezó en 2015 con 2.500 empleados de diversos sectores se convirtió en 2019 en una reforma estructural que hoy ya abarca al 90% de los trabajadores islandeses.

El vértigo inicial, alimentado por advertencias sobre caídas en la productividad y el temor a costes elevados, dio paso a una realidad contraria: las fábricas, oficinas y centros de servicios han mejorado su productividad, mientras la calidad de vida de los empleados ha experimentado un salto cualitativo.

Se trata de un modelo que sitúa el bienestar en el centro de la política laboral. La reducción de horas ha permitido a las familias organizarse mejor, aliviando las tensiones derivadas de la jornada partida y favoreciendo una igualdad real en las tareas domésticas. Para el 90% de los islandeses, la semana de 36 horas significa menos estrés, más satisfacción laboral y más tiempo para disfrutar de la vida.

Este notable avance social ha encontrado un socio imprescindible en la tecnología. El despliegue de fibra óptica y la mejora de la conectividad en las áreas rurales han dado alas al teletrabajo y a la flexibilización de horarios, garantizando que las empresas no sacrifiquen ni un ápice de eficiencia.

La Generación Z, vinculada desde siempre al entorno digital, ha respondido con naturalidad a esta nueva configuración: jóvenes programadores, diseñadores y analistas han visto materializarse sus aspiraciones de combinar productividad con calidad de vida, desmintiendo a quienes tacharon sus propuestas de “utópicas”.

Pero el impacto trasciende lo individual y se refleja en la economía nacional. Según datos del Farmingdale Observer, la productividad por hora no solo se ha estabilizado, sino que registra incrementos en sectores clave como el turismo y la pesca. A la vez, las empresas ahorran en costes asociados a la rotación de personal y reducen el absentismo, un efecto que mejora la cohesión de los equipos. Pese a mantener los salarios intactos, la mejora de procesos y la priorización de tareas esenciales han generado un nivel de competitividad que incluso rivaliza con el de economías de horarios tradicionales más largos.

El éxito islandés ha llamado la atención de gobiernos y sindicatos en toda Europa que observan con detenimiento proyectos piloto que replican la fórmula de Reikiavik.

El éxito de Islandia supone un durísimo golpe al decimonónico empresariado español porque ha demostrado que trabajar menos horas no es sinónimo de recesión productiva, sino de innovación en la gestión del tiempo, la redefinición de prioridades y, sobre todo, de incremento de la productividad.

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