El soborno empieza en el Consejo de Administración

Mientras el foco mediático y judicial se concentra en los políticos corruptos, las grandes empresas que los financian, presionan y condicionan siguen operando impunes. La corrupción no es un acto individual, sino un pacto compartido

17 de Junio de 2025
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El soborno empieza en el Consejo de Administración

No hay corrupción sin corruptores. Sin una empresa dispuesta a ofrecer dinero, ventajas o favores, no habría político que pudiera vender decisiones. Pero el relato dominante apunta siempre al funcionario, como si la otra mitad del crimen no existiera. Ese desequilibrio mantiene intacto el verdadero núcleo de poder.

La corrupción política rara vez es obra de un solo individuo. Detrás del político que recibe, casi siempre hay una empresa que ofrece. Sin ese vínculo, el engranaje corrupto no funcionaría. Sin embargo, el relato dominante ha preferido mirar solo a uno de los lados.

Mientras las cámaras enfocan al funcionario detenido, pocas veces giran hacia el despacho donde se diseñó la oferta, se calculó el margen del soborno o se redactó la carta de recomendación “informal”. Así, el empresario corruptor queda fuera del foco, invisible, cuando en realidad es parte indispensable del problema.

Las grandes empresas que operan en sectores como la construcción, la energía o la obra pública —incluidas multinacionales de renombre— manejan cifras descomunales. Un solo contrato puede implicar cientos de millones de euros. Esa escala convierte cada proyecto en una oportunidad de poder y, también, de tentación. No hace falta entregar un maletín, basta con diseñar un pliego a medida, financiar discretamente una campaña, o garantizar un futuro puesto en el consejo de administración.

Durante años, se ha insistido en la necesidad de fortalecer las instituciones públicas, blindar los concursos y sancionar a los políticos desleales. Todo eso es necesario, sí, pero insuficiente si no se toca el otro lado: el de las empresas que corrompen. No hay trato sin dos partes. Castigar solo a una es como detener al ladrón y dejar libre al cómplice que abrió la puerta del banco.

En el corazón de este problema están los contratos públicos. Desde la construcción de una carretera hasta la gestión de residuos, pasando por hospitales, telecomunicaciones o transporte, la obra pública es un campo de juego enorme donde se cruzan intereses políticos, económicos y técnicos. En ese espacio opaco, las reglas se pueden doblar sin que nadie lo note.

Un contrato público tiene tres ventajas perversas para quien busca corromper: es grande (hay mucho dinero en juego), es técnico (no todos entienden los criterios), y es discrecional (hay margen para interpretar y “ajustar”).

Una empresa interesada en ganar un concurso puede recurrir a medios legítimos: hacer la mejor oferta, demostrar experiencia, ofrecer calidad. Pero también puede optar por otro camino: hablar con quienes redactan el pliego, financiar de forma encubierta a un partido político, ofrecer empleos futuros o favores ocultos a quienes toman la decisión. No se necesita violencia: se necesita acceso, información anticipada y poder económico.

Esa lógica ha sido sistemática en muchos lugares del mundo. Lo que se presenta como "competencia" es, en ocasiones, una coreografía de reparto: tú ganas aquí, yo gano allí, todos ganamos… menos el Estado y los ciudadanos.

No se trata de casos aislados, de individuos deshonestos dentro de empresas honestas. En muchos casos, es la empresa en su conjunto la que diseña una estrategia corrupta. Basta repasar las tramas descubiertas en Europa para comprobarlo. En España, el caso Gürtel destapó una red de empresas —entre ellas OHL, FCC o Sacyr— que financiaban ilegalmente al Partido Popular a cambio de adjudicaciones infladas o dirigidas. En la Comunidad de Madrid, el caso Lezo vinculó a ejecutivos públicos y empresas privadas en el saqueo de empresas públicas como el Canal de Isabel II. En ambos casos, la corrupción no fue un accidente: fue un modelo de relación entre poder económico y poder político. Y sin embargo, estas empresas rara vez enfrentan consecuencias proporcionales. La persona que firmó el contrato puede ser investigada, sancionada o incluso encarcelada. La empresa, no. O si lo es, paga una multa y vuelve al ruedo. Se alega que fue un “caso puntual”, que los culpables “ya no están”, que “se ha reforzado el código ético”. Palabras para la prensa. Mientras tanto, los márgenes de beneficio siguen intactos.

En muchos países, la legislación anticorrupción se ha centrado en la figura del funcionario público y/o político. Y con razón: quien representa al Estado tiene una responsabilidad superior. Pero esta visión unilateral crea una ilusión peligrosa: la idea de que la corrupción es un fallo del individuo, no del sistema.

Es como mirar solo al que acepta el soborno y no al que lo ofrece. Es como culpar al ladrón y dejar libre al cómplice que le abrió la caja fuerte. Es, en el fondo, una forma de proteger al poder económico bajo el disfraz de legalidad.

La empresa corruptora no es solo responsable: es imprescindible. Sin ella no hay sobreprecio, no hay obras innecesarias, no hay desvío de recursos. Y sin embargo, se la deja operar como si nada, con un lavado de cara, una campaña de sostenibilidad o un premio de innovación.

Las empresas saben esto. Por eso hoy, más que nunca, invierten en apariencia ética: códigos de conducta, informes de responsabilidad, auditorías externas. Hablan de “compliance”, de transparencia, de buen gobierno. Pero la pregunta clave no es lo que dicen, sino lo que hacen. ¿Se aplican esos códigos con rigor? ¿Se sanciona a quienes infringen las normas? ¿Se denuncian los conflictos de interés? ¿Se permite auditar contratos por la ciudadanía?

Con frecuencia, estas estructuras son más decorado que contenido. Se diseñan para cumplir con las exigencias regulatorias o proteger la reputación, no para transformar la cultura interna. Un código ético no vale nada si no se aplica cuando hay millones en juego.

El resultado de este desequilibrio es grave. Cuando se castiga solo al político, se transmite el mensaje de que lo público es débil, que los gobiernos son corruptos, que la política es sucia. Pero no se toca el verdadero núcleo de poder, que es el económico. Se refuerza así el cinismo, la desconfianza y la impunidad.

La solución pasa por ir más allá. Exigir responsabilidades no solo al que recibe, sino al que ofrece. Establecer sanciones reales: inhabilitación para contratar, pérdida de licencias, responsabilidad penal de directivos. Crear mecanismos de control ciudadano, rendición de cuentas, acceso a la información. Y, sobre todo, entender que el problema de la corrupción no es solo de personas: es de relaciones de poder mal vigiladas y mal distribuidas.

Ningún sistema público puede sobrevivir si quienes tienen más dinero pueden comprar decisiones. No habrá transparencia mientras una parte del juego permanezca en las sombras. No habrá justicia mientras se castigue solo al político y se proteja a la empresa que lo corrompe.Y no habrá democracia real si la voluntad popular se subordina a los intereses del mercado disfrazados de eficiencia.

La corrupción no es una mancha personal. Es una estrategia compartida. Y combatirla requiere mirar hacia donde casi nadie quiere mirar: al despacho del contratista, al consejo del proveedor, a la sala de juntas donde se decide quién gana, a qué precio y a costa de quién.

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