La llamada ilustración oscura es una corriente intelectual que está ganando terreno en las élites tecnológicas. A primera vista, puede parecer un juego filosófico o una provocación de salón, pero en realidad es el marco ideológico desde el cual se están tomando decisiones que afectan a miles de millones de personas. Esta ideología transforma el pensamiento ilustrado, basado en la razón, la evidencia y el bien común, en una justificación del poder concentrado, el elitismo radical y el desprecio por el ciudadano común.
¿Qué defiende la ilustración oscura?
El pensamiento de la ilustración oscura parte de una crítica radical al igualitarismo. Sus defensores consideran que la mayoría de la gente es incapaz de tomar decisiones racionales o efectivas, por lo que el poder debe estar en manos de una minoría ilustrada: empresarios, tecnólogos o, directamente, multimillonarios. Curtis Yarvin, uno de sus principales referentes, defiende la idea de que las democracias son sistemas fallidos que sólo generan ruido, corrupción y estancamiento. En su lugar, propone un gobierno fuerte, tecnocrático y jerárquico.
Lejos de las bibliotecas, este pensamiento ha encontrado un terreno fértil en los laboratorios de Silicon Valley. El concepto de "gobernar como un CEO" se ha colado no sólo en los discursos empresariales, sino también en propuestas políticas que sugieren reconfigurar la administración pública como si se tratara de una start-up. Esto implica eliminar procesos deliberativos, ignorar la pluralidad y apostar por una lógica de resultados inmediata, sin importar los efectos colaterales sobre la ciudadanía.
El atractivo para Silicon Valley
Silicon Valley ha encontrado en esta filosofía un eco a su propia narrativa: la del emprendedor que, gracias a su visión única, transforma el mundo. Este mito del salvador solitario, que se enfrenta a las limitaciones del sistema, encaja perfectamente con la visión de Musk, Thiel o Andreessen. No se trata sólo de crear productos: se trata de instaurar un nuevo orden social liderado por los que se consideran a sí mismos como superiores moral e intelectualmente.
En este contexto, el fracaso de las instituciones tradicionales no es un problema, sino una oportunidad. Las estructuras democráticas, los parlamentos, las leyes y las votaciones son vistas como ineficientes obstáculos al progreso. La figura del innovador se eleva por encima del legislador, el científico por encima del periodista, y el millonario por encima del ciudadano. En este relato, ser disruptivo no es una estrategia empresarial, sino un principio político.
El culto a la inteligencia, a la lógica sin frenos y al rendimiento sin ética, es parte del engranaje mental de estos nuevos líderes. Ven el mundo como un tablero que debe ser reprogramado. La desigualdad es una consecuencia natural de este proceso: si unos pocos son capaces de ver más allá, ¿por qué deberían igualarse al resto?
Trump como aliado circunstancial
Aunque Donald Trump no es un tecnólogo, sí comparte con los ideólogos de esta corriente un profundo desprecio por la deliberación democrática. Su estilo autoritario, su rechazo a la prensa y su voluntad de concentrar el poder lo convierten en un aliado natural. La alianza entre tecnócratas libertarios y populistas autoritarios puede parecer contradictoria, pero se basa en intereses comunes: desmontar el sistema desde dentro para imponer uno nuevo donde la legitimidad ya no emana del pueblo, sino del mérito autoproclamado.
Peter Thiel, uno de los principales mecenas de esta ideología, ha apoyado a varios candidatos del ala más dura del Partido Republicano. Thiel financia campañas y think tanks que difunden las ideas de la ilustración oscura en redes sociales, universidades privadas y medios alternativos. El objetivo es claro: construir una nueva hegemonía cultural que legitime el dominio de una élite.
Musk, por su parte, actúa desde una posición híbrida: empresario, influencer, provocador y gestor de plataformas como X, que redefine los límites del discurso público. Su decisión de reducir al mínimo la moderación de contenidos no es una defensa de la libertad de expresión, sino un experimento ideológico: observar qué sucede cuando se elimina la intermediación de los hechos y se deja el debate en manos del algoritmo y la emoción.
La destrucción de lo común
Uno de los efectos más devastadores de esta corriente es la ruptura del pensamiento colectivo. La ciencia, la educación pública, el periodismo o la justicia son vistos como estructuras obsoletas, capturadas por una mayoría ignorante. El conocimiento deja de ser un esfuerzo compartido para convertirse en una competencia darwinista donde sólo sobrevive quien grita más o quien tiene más seguidores.
La ilustración oscura impone una lógica emocionalmente atractiva pero intelectualmente peligrosa: la idea de que todo el que contradice a la élite está equivocado, manipulado o directamente es un enemigo. El desacuerdo deja de ser legítimo. El diálogo, inútil. La política, un obstáculo.
En este marco, las redes sociales juegan un papel clave. La viralización de eslóganes como "haz tu propia investigación" o "piensa por ti mismo" se convierte en una trampa: aparentemente invitan a la autonomía, pero en realidad generan desconfianza en el conocimiento compartido. Las teorías conspirativas y la desinformación florecen no porque la gente quiera creer en mentiras, sino porque ha perdido las referencias comunes para distinguirlas.
¿Una ideología sin freno?
La ilustración oscura es un pensamiento sin contrapesos. A diferencia de la Ilustración clásica, no busca ampliar derechos ni distribuir conocimiento. Busca concentrar poder y justificarlo como una consecuencia natural del talento. Pero cuando una ideología deja de rendir cuentas, lo que se impone no es el progreso, sino el abuso.
Ante este escenario, cabe preguntarse si la sociedad está preparada para resistir este nuevo asalto ideológico. ¿Tenemos las herramientas críticas para identificar estas narrativas y confrontarlas? ¿O estamos cediendo sin darnos cuenta a una nueva forma de autoritarismo con cara de innovación?
Porque si la democracia falla no por sus defectos, sino porque nos convencen de que ya no sirve, habremos entrado en una nueva era: no la de la razón ilustrada, sino la del algoritmo oscuro.