Trump, aranceles y el Tribunal Supremo, entre el poder y el chantaje presidencial

El sistema estadounidense depende cada vez más de jueces y cada vez menos de legisladores para contener a un presidente que aspira a ser Vladimir Putin

08 de Septiembre de 2025
Actualizado a las 9:44h
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Donald Trump en un acto en la Casa Blanca | Foto: The White House

Donald Trump nunca ha sido un presidente que acepte límites legales. Su estilo consiste en forzar instituciones, reinterpretar normas y presionar hasta que alguna estructura ceda. Su última batalla judicial (un intento desesperado por salvar su política arancelaria) es un ejemplo casi de manual. Tras una serie de derrotas en tribunales inferiores, la Casa Blanca ha llevado el caso a la Corte Suprema, confiando en que la mayoría conservadora vuelva a salvarlo.

Alarmismo como estrategia

El guion de la administración es tan dramático como predecible. Si la Corte no respalda los aranceles, anunció Trump, “sería un desastre total” que “literalmente destruiría a Estados Unidos”. Sus asesores han repetido variaciones de esta retórica, advirtiendo sobre una inminente Gran Depresión, la incapacidad de Washington para proteger la seguridad nacional e incluso un hipotético obstáculo para acabar con la guerra en Ucrania.

Esta defensa de la doctrina Chicken Little (la idea de que el cielo caerá si los jueces no se alinean con Trump) no oculta la fragilidad legal de la postura presidencial. La Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional (IEEPA), invocada por Trump, nunca fue diseñada para imponer aranceles. Ni siquiera menciona la palabra. Durante casi medio siglo, ningún presidente la había usado con ese fin. Su propósito original era restringir, no expandir, las facultades económicas del Ejecutivo.

El problema constitucional

En juego está un principio elemental: la Constitución otorga al Congreso la potestad de imponer impuestos y aranceles, no al presidente. Ceder a la interpretación maximalista de Trump significaría abrir la puerta a un Ejecutivo capaz de gravar unilateralmente a sus ciudadanos con miles de millones de dólares en nuevos impuestos disfrazados de tarifas.

Paradójicamente, esto choca con la doctrina de las cuestiones importantes, elaborada en los últimos años por la misma mayoría conservadora de la Corte. Esa doctrina establece que, cuando una decisión ejecutiva tiene consecuencias económicas y políticas de gran magnitud, debe existir una delegación explícita del Congreso. Con esa lógica se derribó el plan de condonación de deuda estudiantil de Joe Biden. Pero en comparación con la magnitud económica de los aranceles trumpistas (que costarán al hogar medio estadounidense unos 2.400 dólares adicionales este año y restarán 125.000 millones anuales a la economía), aquel plan de Biden parece una nimiedad.

Política exterior como excusa

Los defensores de Trump, desde Marco Rubio hasta su representante comercial, insisten en que invalidar los aranceles dañaría la seguridad nacional y envalentonaría a adversarios. Pero ese argumento se desmorona ante la realidad: los aranceles han irritado a aliados y desestabilizado los mercados globales, al mismo tiempo que funcionaron como un impuesto interno regresivo. Más que reforzar la posición internacional de Estados Unidos, han proyectado inconsistencia y unilateralismo.

La Corte Suprema bajo chantaje

El caso llega a un tribunal cuya reputación pública está en mínimos históricos. Una encuesta reciente de Gallup muestra que la aprobación ciudadana de la Corte ha caído a su nivel más bajo, tras años de fallos controvertidos que reforzaron tanto a Trump como a la agenda ultraconservadora. Si los jueces deciden nuevamente torcer la doctrina para favorecer al presidente, arriesgan profundizar la percepción de que son un órgano partidista más, no un contrapeso independiente.

Para algunos magistrados, la coyuntura ofrece una oportunidad: marcar distancia con Trump y recuperar parte de la legitimidad perdida. Solo dos conservadores tendrían que sumarse a los tres progresistas para invalidar los aranceles. Pero la experiencia demuestra que los principios doctrinales de esta Corte son maleables cuando Trump entra en juego: ya lo demostraron en el fallo de inmunidad que pavimentó su regreso político.

Congreso ausente

El otro actor desaparecido en este drama es el Congreso. La vía obvia para legitimar los aranceles sería aprobar una ley. Trump no lo ha intentado, porque ni la opinión pública ni la mayoría de legisladores republicanos desean asumir el costo político de respaldar una medida tan impopular.

El Legislativo, complaciente hasta ahora, ha permitido que Trump se salte leyes, ignore prohibiciones explícitas y concentre poder en ámbitos donde la Constitución reserva un papel central al Parlamento.

Más que un litigio económico

Lo que se dirime en este caso va mucho más allá de la política comercial. Se trata de si Estados Unidos mantiene su arquitectura constitucional de separación de poderes o se desliza hacia un presidencialismo hipertrofiado en el que la política económica se dicta desde el Despacho Oval sin mediación ni control.

Si la Corte Suprema decide avalar los aranceles, no solo consolidará una política errática e impopular, sino que también sentará un precedente histórico: que un presidente puede reescribir las reglas del comercio mundial y gravar a sus ciudadanos con miles de millones, amparándose en una ley diseñada para emergencias económicas limitadas. Si, en cambio, frena a Trump, enviará una señal clara de que incluso los presidentes más agresivos deben acatar las reglas del juego constitucional.

En cualquier escenario, el episodio revela una verdad incómoda: el sistema estadounidense depende cada vez más de jueces y cada vez menos de legisladores para contener a un presidente que considera cualquier límite como provisional. Y esa dinámica, gane quien gane este pulso, amenaza con redefinir la política económica y constitucional de la mayor democracia del mundo.

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