La aprobación exprés de una reforma constitucional en El Salvador que permite la reelección presidencial indefinida y extiende el mandato presidencial de cinco a seis años ha encendido las alarmas dentro y fuera del país. Aunque el presidente Nayib Bukele insiste en que la medida responde al deseo del pueblo, expertos y organizaciones de derechos humanos advierten que El Salvador ya transita por el camino de autocratización que ya recorrieron otras naciones latinoamericanas con líderes supuestamente de ultraizquierda.
El cambio fue aprobado la semana pasada con el voto de 57 de los 60 legisladores de la Asamblea Legislativa, dominada por el oficialismo. Además de habilitar a Bukele para postularse sin límites, la reforma elimina la segunda vuelta electoral, en una jugada que concentra aún más poder en el Ejecutivo.
La decisión ha sido interpretada por muchos como una repetición (o una rima, como sugería el aforismo atribuido a Mark Twain) de procesos vividos en Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Ecuador, donde líderes populistas supuestamente de ultraizquierda utilizaron su capital político para modificar las reglas constitucionales y perpetuarse en el poder. El caso de El Salvador no es una excepción, sino parte de un patrón regional preocupante. La reelección indefinida es sinónimo de autocratización.
Concentración de poder
Desde su llegada al poder en 2019, Bukele ha cimentado su imagen con una política de mano dura contra las pandillas criminales, que incluyó un prolongado estado de excepción, la detención masiva de miles de personas y el aprovechamiento de esas medidas para detener, encarcelar y torturar a opositores. Aunque la estrategia ha sido ampliamente cuestionada por organizaciones de derechos humanos por violaciones procesales y presuntos abusos, el mandatario goza de una popularidad inédita en la región y es puesto de ejemplo entre las hordas ultraderechistas mundiales. Ahora ha tomado el ejemplo de Hugo Chávez, Daniel Ortega, Rafael Correa o Evo Morales.
Aprovechando el respaldo popular, Bukele fue reelegido en 2024 con mayoría absoluta. Ahora, con la reciente reforma, puede continuar en el poder sin límite legal, consolidando un modelo de “presidencialismo plebiscitario” donde la legitimidad se sustenta casi exclusivamente en la aprobación popular directa.
En respuesta a las críticas, el mandatario argumentó en la red social X: “El 90% de los países desarrollados permiten la reelección indefinida de su jefe de gobierno, y nadie se inmuta”. Pero politólogos destacan que ese razonamiento ignora una diferencia clave: esos líderes están sujetos a controles internos muy estrictos.
La historia reciente de América Latina ofrece múltiples ejemplos de reformas constitucionales hechas a medida de líderes con ansias de continuidad: Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador y Daniel Ortega en Nicaragua. Todos promovieron cambios constitucionales bajo el argumento de “devolver el poder al pueblo” y de que “el pueblo debe decidir” si un líder continúa.
Casualmente, en todos los casos, las reformas ocurrieron cuando los mandatarios ya se acercaban al fin de sus mandatos, contaban con mayorías legislativas sólidas y ejercían un fuerte control sobre el poder judicial. El caso salvadoreño calca esta fórmula de los regímenes supuestamente de izquierdas.
Incluso en Venezuela, cuando el pueblo rechazó en referéndum la reelección indefinida en 2007, el chavismo forzó una nueva consulta un año después y logró revertir el resultado. En Bolivia, el Tribunal Constitucional permitió a Evo Morales postularse para un cuarto mandato pese a que la Constitución lo prohibía y un referéndum lo había rechazado. Aquella elección terminó en crisis institucional y la salida del país del entonces presidente.
La ideología es secundaria
Una de las paradojas del caso salvadoreño es que la reelección indefinida se ha habilitado esta vez desde una administración claramente alineada con la ultraderecha, en contraste con los antecedentes de izquierda. Sin embargo, expertos coinciden en que el fenómeno trasciende las etiquetas ideológicas.
Los mecanismos de concentración del poder no tienen ideología. Lo que hay es un debilitamiento institucional que permite que el poder personal se imponga sobre los equilibrios democráticos.
La noción de “devolver el poder al pueblo” es una falacia cuando se manipula para justificar reformas que reducen la alternancia y la rendición de cuentas. La mayoría se expresa a través de reglas constitucionales. Cambiarlas a medida del presidente es invocar a la mayoría para desmantelar la democracia.
Reacción internacional
Las reacciones internacionales no se han hecho esperar. Bukele está actuando exactamente igual que Chávez: Se empieza con un líder que usa su popularidad para concentrar poder, y termina en dictadura.
El Salvador, que hasta hace poco era visto como un experimento regional de nuevas formas de liderazgo ultraconservador con alta aprobación, ahora comienza a ser observado con cautela por las organizaciones que monitorizan la salud democrática en el hemisferio.
A diferencia de Colombia, cuya Corte Constitucional frenó en 2010 el intento de Álvaro Uribe de buscar un tercer mandato, en El Salvador los contrapesos parecen haber colapsado. Con un Congreso bajo control del oficialismo y una Corte Suprema que ya falló a favor de permitir la reelección inmediata en 2021, los caminos institucionales para evitar la concentración del poder son escasos.
Algunos países, como Bolivia y Ecuador, revirtieron las reformas de reelección indefinida tras la salida de sus líderes más carismáticos. Pero en otros, como Nicaragua o Venezuela, la autocratización se ha consolidado. El futuro de El Salvador dependerá, en gran parte, de si las instituciones (o la ciudadanía) logran recuperar el equilibrio perdido.
La reelección consecutiva ya es un problema porque para lograrla los presidentes suelen manipular reglas y acaparar poder. Pero cuando se permite la reelección indefinida, lo que se vive ya es un régimen autocrático.
Por ahora, la historia en El Salvador no se repite, pero rima.