Para situar y entender esta novela tenemos que ubicarnos en la Viena de comienzos de siglo y la posguerra, donde la población judía en la capital austriaca no deja de aumentar, debido a las migraciones procedentes de Europa del Este, Ucrania y Rusia, lugares en que esa época abundaban los violentos pogromos contra la población hebrea. En 1923, según el censo de la época, la población judía de Viena ascendía a 203.000 personas, lo que significaba el 10% del censo.
Pero también en ese periodo histórico el antisemitismo, instalado en la sociedad austriaca desde hacía siglos y alimentado desde los púlpitos de las iglesias, tanto protestantes como católicas, impregnaba el discurso político. El Partido Social Cristiano austriaco, fundado por el teórico antisemita y populista Karl Lueger, que llegaría a ser alcalde de Viena entre 1895 y 1910, lideraba entonces la escena política. Lueger fue admirado por Adolf Hitler, quien calificó al personaje como "el alcalde alemán más grande de todos los tiempos".
No podemos dejar de referirnos a ese periodo histórico pasando por alto la obra de Otto Weininger, quien escribiría el famoso y polémico ensayo Sexo y carácter. Como fruto de ese periodo conservador, nacionalista, intolerante y radicalmente católicos, provisto en esos momentos de sus peores atributos, la obra constituye un epítome de las peores ideas de su tiempo. El autor despliega con toda su artillería dialéctica una serie de argumentos que tratan de justificar la misoginia, el machismo, el racismo, el antisemitismo y el antimodernismo.
Paradójicamente, Weininger procedía de una familia judía, poseía una sólida formación intelectual, habiendo estudiado filología, filosofía y psicología en profundidad, hablaba varias lenguas clásicas y modernas y escribía con fluidez. Su ensayo, desgraciadamente, tuvo una influencia en numerosos pensadores de la época y fue traducido y leído en varios países de Europa. Considerado como “el hijo favorito de Hitler”, en palabras del profesor Allan Janik que le dedicaría un libro al estudio de su obra e influencia, Weininger, presa de sus contradicciones, “consiguió vivir su filosofía, y, cuando se vio impotente para ello, se quitó voluntariamente la vida”, como explicaba el profesor Emil Lucka. Weininger, como otros tantos, es fruto de esa época en que el elemento judío explica todos los males de la sociedad austriaca y cuyos productos emanantes son tóxicos y, quizá sin saberlo, la génesis de un nacionalismo extremo que acabaría derivando, con el paso del tiempo, en el nazismo. Quizá en medio de su caos existencial e intelectual, Weinninger encontró la única manera de matar al judío que llevaba dentro: el suicidio.
Cuando el judío Hugo Bettauer escribe La ciudad sin judíos y la publica, en 1922, en Viena el ambiente está muy caldeado contra los judíos. La obra de Weininger en esos años ya llevaba decenas de traducciones. Austria acaba de salir de la Primera Guerra Mundial, en que saldría derrotada y troceado su imperio como un salami por los aliados, y vive momentos turbulentos en todos los sentidos. En Viena ya empezaba a prosperar y tener éxito la famosa tesis de la “puñalada por espalda”, en el sentido de que los judíos habían traicionado a la sociedad austriaca durante la guerra y no habían mostrado ningún interés en defender a su patria. Algo que, por supuesto, era absolutamente falso y ulteriores estudios demostraron.
Durante la Primera Guerra Mundial, más de 300.000 soldados judíos sirvieron en el ejército austrohúngaro, 25.000 de ellos como oficiales de reserva, y muchos miles perderían la vida. El mismo autor de la novela, Bettauer, fue voluntario en el ejército austriaco durante un año y conocería los rigores de la posguerra, como el desempleo, la pobreza de amplias capas de la población y la desesperanza de una sociedad que había perdido una guerra, un imperio y miles de vidas en una fratricida e inútil contienda.
Bettauer disecó al antisemitismo austriaco utilizando la sátira, el humor agudo y la caricaturización de algunos personajes representativos de la sociedad austriaca del momento, que seguía inmersa en su propio delirio entre los años veinte y treinta sin saber que se estaba acercando a su propio precipicio suicida.
El trágico final de Hugo Bettauer
Sin embargo, como ocurre tantas veces, la satirización literaria no fue bien entendida ni acogida por un público ya repleto de ideas comunes, bulos y clichés sobre los judíos manejados por los periódicos del momento y los políticos populistas que dominaban la escena vienesa. Fruto de ese odio esparcido por toda la ciudad, como la peste que esparcen las ratas de Albert Camus por la ciudad de Orán, Bettauer se colocó en la diana de la nueva Austria que se abría paso a codazos sin atender los llamados a la cordura y el sentido común. Y así, como parte de un proceso lógico y presa de ese virus genocida imperante, un antisemita nazi le asesinó a tiros en Viena en 1925; era un técnico dental (Otto Rothsto), que fue dejado en libertad casi de inmediato, tras estar 18 meses en un psiquiátrico. Muchos en Viena justificaron ese asesinato en la prensa de entonces por la “inmoralidad” de Bettauer y su obra.
Bettauer expresaba en sus escritos unas ideas que eran la antítesis de la Viena de entonces. El escritor defiende la libertad sexual, la homosexualidad, la anticoncepción y la liberalización del divorcio y, obviamente, todo ello le generará numerosos enemigos en la Viena de entonces, entre los que se encontraba su asesino. Para los antisemitas y los defensores del supuesto orden moral de entonces, Bettauer se había convertido en un enemigo público y ya no podría escapar de su aciago destino.
Luego, a partir de ese año fatídico para el autor, la bola de nieve seguiría bajando por las montañas austriacas y los nazis, poco a poco, se irían haciendo con la sociedad y después con el país. En 1933, como el rayo que anuncia la tormenta que está por llegar, el austriaco Adolf Hitler llega al poder en Alemania. Cinco años más tarde, en 1938, la Alemania nazi se anexiona Austria tras ser amenazados sus representantes legítimos con la invasión si no ceden a las pretensiones de Hitler. Ya no se puede hacer nada, la bestia nazi que se había incubado durante años se hace presente y comienza la pesadilla profetizada por Bettauer.
Los nazis entran en Viena
“¡De la noche a la mañana! Todo sucedió de la noche a la mañana”, así definía la entrada de los nazis en Viena una testigo de excepción, Erika, judía vienesa al cien por cien. El 15 de marzo de 1938 entraba en Austria un triunfante Adolf Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y saludado en todos los lugares por donde pasaba con euforia, emoción y alegría. El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por el éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.
En aquellas jornadas de marzo de 1938, caracterizadas por la emoción desbordada de la muchachada nazi en las calles y unos miles de judíos escondidos en sus casas literalmente muertos de miedo, y siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica austríaca se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y, de alguna forma, en la Italia fascista.
“Creo -declara Hitler en Viena, el 9 de abril de 1938- que la voluntad de Dios al enviar a un niño de aquí al Reich, de dejarlo crecer y hacerlo el Führer de la nación para permitirle devolver su patria al Reich. Hay una voluntad superior y nosotros somos su instrumento”, aseguraba el máximo líder al cumplir su nunca ocultado plan de volver a Viena para doblegar a los judíos, para comenzar su funesta obra, precisamente desde aquí, de destruir a la “judería internacional”, en sus propias palabras.
Nada más tomar el poder los nazis en Austria comienzan las persecuciones contra los judíos, los suicidios de los desesperados que prefieren acabar sus días por sus propias manos que en los campos de exterminio, las humillaciones sin fin en las calles, como tener que limpiar las calles con sus cepillos de dientes, la expropiación de los negocios judíos, el saqueo de sus casas, la silenciosa huida de miles, los despidos de sus trabajos….En apenas un año, más de 120.000 judíos de los 190.000 que vivían en Austria emigrarían del país y apenas quedarían unos 60.000 en 1939, la mayoría de ellos asesinados después por los nazis en los campos de exterminio, en las marchas de la muerte y en las matanzas indiscriminadas. La profecía de Berttauer se había cumplido.
Los vieneses no preguntaron por sus vecinos desaparecidos, evaporados en las chimeneas de Auschwitz, nadie preguntó nada, como si ese orden criminal fuera algo natural y consustancial a esos tiempos terribles en que preguntar era muy peligroso. Los barrios, las casas, los negocios, las tierras y así hasta un sinfín de lugares quedaron vacíos, limpios de judíos, tal como les gustaba decir a los nazis, y desprovistos de vida para siempre. Las puertas se cerraron, un aire fúnebre se desparramó por la ciudad y Viena, ya sin retorno, era la ciudad sin judíos.
Para concluir, y como explicaba el profesor Jacques le Rider, “la “Viena de Sigmund Freud” se convertiría en un lugar de memoria europea singularmente ambivalente: la memoria de una Belle Epoque excepcionalmente fecunda, que hizo de Viena una de las capitales de la modernidad intelectual, literaria y artística en el umbral del siglo XX, pero también de la memoria de una época triste del antisemitismo y de la violenta aparición de los nacionalismos. A partir de 1938, “el mundo de ayer” que evocaba Stefan Zweig se desvanece”.