Nada más conocer los resultados ya vaticinados por todos sin necesidad de ser un fino analista, el recién reelegido presidente de Rusia, Vladímir Putin, apareció junto a sus “contrincantes” en la liza electoral para celebrar su apabullante (y esperado) triunfo y también el décimo aniversario de la anexión de la península de Crimea. El escenario elegido para ser aclamado por las masas tenía una enorme carga simbólica: la Plaza Roja de Moscú, el mismo lugar donde Stalin organizaba sus grandes fastos y celebró la victoria frente a Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Stalin y Putin son los dirigentes rusos que más largo tiempo han estado en el poder en Rusia y ambos comparten sus mismos métodos criminales.
Pese a todo, incluyendo el presunto fraude electoral y la ausencia de una verdadera competencia libre y democrática, Putin tiene ante sí enormes retos y desafíos, aunque no haya en la escena política nadie que pueda hacerle frente ante la ausencia de canales de participación política, la inexistencia de partidos políticos auténticos en la verdadera acepción de la palabra y la represión brutal de toda forma de disidencia. El máximo mandatario ruso ejerce el poder omnímodo desde el año 2000 y, en merced de varias leyes que cambió a su favor, podría ejercerlo legalmente hasta el 2036 si no surge algún elemento inesperado.
El primero de los graves problemas que enfrenta Rusia es una constatada crisis demográfica, ya que cada año el país merma su población y desde 1991 hasta ahora podría haber perdido seis millones de habitantes. Si en 1991 superaba con creces los 148 millones de habitantes, en el 2023 el censo indicaba que la población apenas supera los 144 millones, pero sin contar los que han salido con la guerra y que todavía aparecen en el censo. Varios medios, entre ellosThe Economist, evalúan que unos dos millones de rusos han salido del país desde febrero de 2022, año en que Rusia atacó a Ucrania. Aparte de esos datos, los expertos sanitarios en el país y fuera consideran que la cifra oficial de muertos de covid 19 está claramente manipulada y que la cifra real podría situarse entre los 800.000 y 1,2 millones de fallecidos, lo que tendrá su impacto en próximos censos.
A esta crisis demográfica se le viene a unir una drástica caída en la esperanza de vida de los rusos y las rusas. El periódico Infobae, recogiendo una nota de The Economist, señalaba, en este sentido, hacia dónde puede evolucionar el problema: “A pesar de tales complicaciones, el efecto general del declive demográfico cambiará a Rusia profundamente y para peor. La mayoría de los países que han sufrido caídas de población han logrado evitar grandes convulsiones sociales. Rusia puede ser diferente. Su población está cayendo inusualmente rápido y puede caer a 130 millones de personas a mediados de siglo. La disminución está asociada con una mayor miseria: la esperanza de vida al nacer de los hombres rusos se desplomó de 68,8 en 2019 a 64,2 en 2021, en parte debido al COVID, en parte por enfermedades relacionadas con el alcohol. Los hombres rusos ahora mueren seis años antes que los hombres en Bangladesh y 18 años antes que los hombres en Japón”.
Otro de los graves problemas es que la fuga migratoria afecta, principalmente, a los profesionales más formados, a los programadores informáticos y a los trabajadores cualificados, algo con lo que no contaba Putin cuando comenzó su peculiar “cruzada” contra Ucrania. Se calcula que desde antes del comienzo de la guerra en Ucrania hasta ahora han abandonado Rusia unos 300.000 profesionales con estudios universitarios y superiores, de los cuales unos 70.000 programadores informáticos, y entre los que han abandonado el barco están artistas, escritores, pintores y músicos muy conocidos en este país antes y durante de la era Putin. Seguramente nunca volverán. La élite se marcha, mientras los migrantes tampoco llegan ante las escasas expectativas económicas; por tanto, el crecimiento es negativo.
La destrucción de la sociedad civil rusa
Aparte de todos estos enormes desafíos a los que hemos referido hasta ahora, el régimen de Putin, basado en un autoritarismo brutal y habiendo arrancando de cuajo cualquier sombra de pluralismo y arrasado con libertades políticas, ha destruido totalmente la precaria sociedad civil que asomaba la cabeza allá por el año 2000, cuando llegaba al poder tras la súbita caída de Boris Yeltsin, herido de muerte por la corrupción, la degradación moral y ética de su gobierno y la decadencia generalizada en ese periodo. Putin ha destruido totalmente el periodismo independiente, al que ha acosado, perseguido, encarcelado y destruido con saña; ha cerrado todas las organizaciones no gubernamentales, foráneas y nacionales, a las que ha acusado injustamente de “agentes extranjeros”, eufemismo que en la nueva Rusia equivale a opositores al autócrata; y, finalmente, ha construido un régimen vertical donde el poder se ejerce desde el gran líder indiscutible, que ostenta Putin sin discusión y cuestionamiento alguno, y donde el más leve atisbo de disidencia es aplastado sin contemplaciones.
No hay expectativas de cambio político porque la sociedad está machacada, como en los tiempos de Stalin, por la psicología del terror que impregna a todas las capas de la sociedad, incluidos los oligarcas que jalean y apoyan al tirano, y por el miedo que sienten millones de rusos a ser colocados en el punto de mira de un régimen inexorablemente cruel que no escatima nada para doblegar a aquellos que de alguna forma le desafían. Putin ha dado a elegir a sus oponentes entre el exilio, el presidio o el cementerio. No hay otra vía para actuar en política más que el silencio. Los disidentes asesinados o envenenados bien lo saben.
Mientras que en sus primeros tiempos Putin era una suerte de niño mimado de las cancillerías occidentales y de muchos líderes de gran prestigio, ahora se codea codo a codo, y valga la redundancia, con los autócratas de todo el mundo, incluyendo en la lista de personajes que le visitan al dictador Nicolás Maduro, al antisemita Tayyip Erdogan, al tirano bielorruso Aleksandr Lukashenko, al monarca norcoreano, Kim Jong-Un, y, claro, cómo no, el genocida presidente iraní, Ebrahim Raisi. Entre todos, como si fuera una resurrección del Eje de Hitler, conforman una suerte de internacional del autoritarismo y el símbolo de una época de irreversible deterioro de nuestras democracias.
La llegada de Trump a la Casa Blanca y la crisis de Ucrania
En lo que respecta a la economía, pese al discurso triunfalista de Putin y el escaso impacto de las sanciones de Occidente contra Rusia, sigue basada en las materias primas, principalmente en la extracción de hidrocarburos y la venta de gas, y está cada vez más sujeta a una dependencia creciente de China para la conexión comercial y financiera con el mundo, lo que fortalece a las claras la potencia política de Beijing, y de Corea del Norte e Irán para los suministros armamentísticos. El turismo, que nunca representó mucho en el PIB ruso, está hundido, el país no ha logrado diversificar su economía y el rublo ha perdido un 40% de su valor frente al dólar desde que comenzó la guerra.
Luego está la guerra de Ucrania. A pesar de que ha habido un punto de inflexión a su favor, como han supuesto el fracaso de la contraofensiva ucraniana, que no logró los resultados esperados, y la toma por parte rusa de la ciudad de Avdijvka, los frentes siguen estancados, sin detectarse grandes avances por ninguna de las dos partes en lo que cada vez se va pareciendo más una guerra de desgaste. La actitud beligerante de Putin, que descarta totalmente cualquier salida política o diplomática al conflicto que no pase por anexionarse una buena parte del territorio ucraniano, y su negativa a reconocer a Kiev como un interlocutor válido, ya que considera a las autoridades ucranianas como “nazis”, hacen muy poco posible una salida negociada al actual conflicto en el corto plazo. Según fuentes de la inteligencia norteamericana, más de 315.000 soldados rusos han muerto en los frentes de Ucrania, cinco veces más que en la guerra de Afganistán (1979-1989).
Sin embargo, ante las expectativas de que en las próximas elecciones norteamericanas se imponga el candidato republicano, Donald Trump, que no siente ninguna simpatía por la causa ucraniana y es cercano a Putin, pueden cambiar las cosas y el escenario puede ser muy adverso para Kiev. La retirada de la ayuda norteamericana a los ucranianos sería un desastre en términos militares para Ucrania y una gran ayuda para Rusia, y, desde luego, no es un escenario descartable. ¿Qué harìa entonces Europa? Los próximos meses serán cruciales. Atentos.