Mientras la izquierda recibía la aprobación de la histórica ley de eutanasia con una cerrada y emotiva ovación en el Congreso de los Diputados, los representantes de Vox se levantaban de sus escaños, todos a una, y mostraban sus tablets con un mensaje de advertencia: “La derogaremos”. Minutos más tarde, el portavoz del grupo ultra en la Cámara Baja, Iván Espinosa de los Monteros, insistía en que “muy pronto Vox estará en posición de defender la vida desde el Gobierno”, y calificaba la nueva normativa de muerte digna como “lesiva para los derechos de todos”.
Una vez más, la derecha reaccionaria de este país trata de impedir un gran avance social, en este caso algo tan importante como es el derecho de cualquier persona a morir en paz. El sufrimiento es lo más íntimo y personal que tiene un ser humano, su conciencia del existir, como decía Oscar Wilde, y nada ni nadie, ni el Estado, ni una confesión religiosa, ni un partido político, debería interferir en ese momento trascendental y soberano del individuo. Lo único que hace la ley de PSOE y Unidas Podemos es garantizar el derecho para que todo aquel que quiera poner fin a su calvario y a su enfermedad pueda hacerlo sin que lo acusen de criminal. El texto legal no obliga a nada ni a nadie, solo despenaliza la conducta y da la posibilidad de escapar de la cárcel del cuerpo a personas que ya no pueden respirar por sí solas, que ya no pueden comer ni beber, que ya no controlan sus esfínteres y que están condenadas a vivir postradas y entubadas, como aquel heroico Ramón Sampedro, pionero y héroe del suicidio asistido al que le debemos mucho, tanto como que abriera el camino de la muerte digna a los que iremos detrás de él en el misterioso tránsito al más allá.
Sin embargo, la extrema derecha de este país, sin duda por influencia del totalitarismo franquista, siempre ha tenido la tentación de meterse en la vida privada de los españoles. Se metió en nuestra cama cuando se opuso a la ley del divorcio; se metió en el útero de la mujer cuando votó en contra de la ley del aborto; y ahora pretende meterse en nuestro dolor y en nuestro sufrimiento, que es el destello final que nos enseña la gran verdad de la vida. Sufrir no sirve de nada, eso lo sabemos por Cesare Pavese, un poeta que decidió poner punto final a su propio drama existencial por el trauma psicológico, la depresión profunda y el horror ante un mundo de monstruos y pesadillas que por momentos se le hacía insoportable. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, escribió el gran escritor italiano, que entendió que una vida desprovista de valor vital no merece ser vivida. Todo artista es un ser que atrae el dolor, alguien que sufre y escribe por los males y pecados de la humanidad, un espiritista que ve allí donde los demás no alcanzan a ver. Esa es la condena que paga desde la cuna.
La angustia existencial puede llevar a la locura y a la conclusión de que es mejor dejar de vivir, como ocurre cada día con diez personas de este país que deciden suicidarse porque el dolor psicológico puede llegar a ser todavía más insufrible y brutal que el corporal. Todas esas cosas están en la propia esencia y en la sensibilidad del ser humano, pero el bruto o cabestro de extrema derecha no parece entenderlo y por eso le ordena a Íñigo Errejón, con un desprecio descarnado, que se vaya al médico, como si consultar a un psiquiatra fuese un estigma o una humillación para avergonzarse. La vergüenza no está en padecer una enfermedad mental, sino en la indignidad de coquetear con ideologías que toleran el racismo fascista en pleno siglo XXI, pese a todo lo que ya sabemos de la historia.
Que se enteren estos señores ultras. Somos mortales, no santos que disfrutan con el tormento. Somos materia y carne que se va degradando con el tiempo, no ángeles puros ni dioses que pueden soportar una agonía infinita y el suplicio de una enfermedad terminal. La vida es la nada y la muerte lo es todo. A la muerte no hay que tenerle miedo, solo respeto. La muerte nos perfecciona si la afrontamos dignamente y sin dolor. Pero sus señorías de Vox, esa gente que dice amar la libertad cuando no tiene ni la más remota idea del significado de esa hermosa palabra (ellos son totalitarios y nostálgicos del Estado intervencionista que regula la moral y la virtud de la gente), nos amenazan con no dejarnos morir en paz. Una vez más, el fascismo vive de prender la llama del miedo, miedo a que nos roben la democracia, miedo a que fusilen a 26 millones de rojos, miedo a que nos mantegan vivos, como vegetales o comatosos desahuciados.
Las élites, los aristócratas, los señoritos supremacistas, no están contentos con quitárnoslo todo en la vida y ahora quieren quitarnos también la muerte, algo todavía más sagrado que un contrato de propiedad. No tengamos la menor duda de que si esta gente llega al poder algún día no solo cumplirán su amenaza de derogar nuestra digna ley de eutanasia, orgullo de ser una de las primeras legislaciones del mundo civilizado, sino que nos colocarán un comisario político de la fe o un fiscal del sufrimiento al pie de la cama, junto al absurdo gotero y al confesor católico que da la extremaunción, para asegurarse de que aguantamos hasta el final, de que nos vamos para el otro barrio como manda la Iglesia de Roma, con padecimiento extremo, como buenos hijos de España y de Dios.
Están enfermos de fanatismo y ciegos de odio. Predican un Evangelio caducado que ni los curas de la Edad Media. Invocan la religión verdadera sin caer en la cuenta de que Cristo fue el gran suicida de la historia, el hombre que se inmoló por amor a la humanidad, también por amor a ellos, aunque no se lo merezcan ni hayan entendido el mensaje de piedad cristiana en su auténtica esencia y profundidad. Han visto demasiadas películas del Oeste y quieren que nos muramos como el duro John Wayne, a pelo, con las botas puestas, entre retortijones, mordiendo un trozo de palo y revolviéndonos de dolor. Como buenos patriotas y mártires.