Europa ha vuelto a darle un serio toque de atención a España para que renueve la cúpula del Poder Judicial. O mejor dicho, el aviso ha sido para los dos grandes partidos, PSOE y PP, que como puntales del bipartidismo siguen ostentando la responsabilidad constitucional de mantener el buen funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, el tirón de orejas europeo puede caer en saco roto, ya que pese a que no es la primera vez ni será la última que Bruselas nos advierte del desmadre que tenemos montado en el máximo órgano de gobierno de jueces y magistrados, todo hace temer que Pedro Sánchez y Pablo Casado tampoco se pondrán de acuerdo esta vez.
En el largo período democrático que se abrió en 1975, socialistas y populares han desarrollado una grave adicción a controlar la Justicia. El juguete es muy goloso y ni unos ni otros parecen dispuestos a soltarlo, mayormente porque disponer de un peón bien colocado como el Fiscal General del Estado o el presidente del Tribunal Supremo cuando estalla un caso de corrupción o una insurrección territorial confiere una gran ventaja y un gran poder al partido que gobierna.
Por eso conviene ser escépticos, incluso pesimistas, cuando hablamos de grandes pactos de Estado. La política de trincheras y el bloqueo que se ha instalado en nuestro país es una tragedia nacional cuyas consecuencias letales aún no somos capaces de predecir, de modo que a esta hora lo único que se puede afirmar con total seguridad es que la renovación de los cargos dirigentes de la Justicia (caducada desde 2018) seguirá pendiente en los próximos meses pese a las severas advertencias de la UE, que en cualquier momento podría abrir un expediente sancionador a España, como ya ha ocurrido con los países gamberros gobernados por los ultraderechistas, véase Hungría y Polonia.
La amenaza de que nuestro país pueda terminar engrosando el pelotón de los estados autoritarios exsoviéticos, esos que no respetan a Montesquieu, es más real que nunca. Y aun así, las posiciones siguen enconadas, inamovibles, irreconciliables. El PP se ha enrocado, de repente, en la idea de que deben ser los propios jueces y magistrados quienes elijan a sus jefes (una demanda curiosa, ya que jamás le preocupó la independencia judicial). Como todo el mundo sabe, tal propuesta entraña una trampa peligrosa: que finalmente sean las asociaciones de jueces las que controlen los nombramientos, perpetuándose el cortijo y la politización de la Justicia, grandes males del sistema. Con todo, no deja de sorprender que los populares se muestren abiertos y dispuestos a reformar los artículos relativos al Poder Judicial de la Carta Magna cuando han dado sobradas muestras de que son como los vampiros que huyen de los ajos en cuanto oyen hablar de reformas o de abrir el melón constitucional.
Por su parte, el PSOE es partidario de que el Parlamento conserve algún tipo de intervención a la hora de elegir a los vocales del CGPJ, tal como establece la Constitución del 78. Esa idea, fielmente socialdemócrata, se fundamenta en que son los ciudadanos, y no los jueces, quienes ostentan la soberanía nacional, de modo que son ellos quienes tienen el derecho y el deber de elegir a sus magistrados para evitar que la Justicia se termine convirtiendo en una élite, club privado o casta endogámica que se retroalimenta a sí misma en sus privilegios y prerrogativas.
El final del Consejo
Todo lo cual nos lleva a la siguiente pregunta: ¿cabe alguna solución alternativa para que España pueda superar el bloqueo impuesto por Pablo Casado? Y ahí es donde algunos expertos y sesudos del mundo judicial han lanzado la propuesta más arriesgada de todas, pero no exenta de lógica: liquidar de un plumazo el Consejo General del Poder Judicial, acabar con él, suprimirlo, y que cada juez sea soberano en su propio juzgado o tribunal sin depender de una dirigencia que no deja de ejercer presiones o colocar consignas políticas en función del partido que gobierne.
La experiencia de contar con un Poder Judicial libre de órganos de gobierno no es nueva en Europa. De hecho, en países como Alemania y Austria –ambos siempre bien colocados en la lista de los mejor valorados por la ciudadanía en cuanto a independencia judicial–, no existe un órgano equiparable al CGPJ español. En concreto, en Alemania las funciones burocráticas, administrativas o de funcionamiento interno las asumen los Ministerios de Justicia de los ländero el Gobierno Federal. Obviamente, el sistema funciona porque el Tribunal Constitucional alemán (considerado como el órgano judicial más independiente y con mayor capacidad de intervención del mundo), acapara el máximo poder y puede anular cualquier legislación o sentencia emitida por un juzgado de rango inferior.
La idea de acabar con el Consejo del Poder Judicial convierte a los jueces en funcionarios que logran la plaza según su capacidad profesional y currículum, en servidores públicos plenamente independientes y al margen de las luchas partidistas intestinas. Es cierto que un juez es una persona y como tal alguien con ideología política que siempre dictará sentencia según su buen saber y entender. Pero al menos habremos terminado con el espectáculo abochornante de un Consejo del Poder Judicial que se ha convertido en un gallinero o ruidoso ring donde se dirimen las cuitas políticas. Y así de paso nos ahorramos unos buenos sueldos, que no están las arcas públicas para alegrías. Es como para pensárselo.