Casado y su tortuoso camino a la Moncloa (I)

21 de Noviembre de 2021
Actualizado el 02 de julio de 2024
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Pablo Casado en una granja de cerdos.

Pablo Casado quiere ser presidente del Gobierno de España a toda costa, sea como sea y a cualquier precio. Para lograrlo, no ha dudado en romper el consenso en asuntos de Estado, ni en practicar una oposición ácida y destructiva basada en el bloqueo sistemático y en el “no a todo”, ni en utilizar los grandes problemas del país como armas arrojadizas contra Pedro Sánchez, su gran y única obsesión. Podría decirse que Casado se ha convertido en el mayor representante del filibusterismo político que ha conocido este país (entendiéndose por filibustero aquel que practica un obstruccionismo parlamentario duro, intransigente, férreo).

Todos los males que han aquejado a España desde que Sánchez llegó al poder en aquella histórica moción de censura de 2018 han servido de combustible para la operación de acoso y derribo contra el Gobierno de coalición. Casado es ese hombre que, lejos de arrimar el hombro para sacar al país de la pandemia, la peor catástrofe desde la Guerra Civil, ha tratado de rentabilizar políticamente el desgaste sufrido por Sánchez. Si bien es cierto que en un primer momento apoyó el estado de alarma, acto seguido se opuso a las sucesivas prórrogas. Más tarde antepuso la economía a las medidas sanitarias y ordenó a Isabel Díaz Ayuso, su fiel presidenta madrileña, que se rebelara contra Moncloa y abriera los bares, invocando una supuesta libertad mal entendida. En el colmo de la contradicción, terminó exigiendo al Gobierno que asumiera el mando único cuando se había pasado un año entero defendiendo las competencias sanitarias exclusivas de las autonomías gobernadas por el PP. Un despropósito tras otro, una cadena de incoherencias.

Pero la deslealtad de Casado en medio de la peor calamidad que han padecido los españoles en tiempos recientes no ha quedado ahí. Ha conspirado en Bruselas para que la UE no transfiera a nuestro país los 140.000 millones de euros en ayudas a la reconstrucción tras el covid (en su delirio ha llegado a insinuar que el Gobierno pretende malversar el maná de los fondos europeos y destinarlos a chiringuitos socialistas, favoreciendo la corrupción); se ha negado sistemáticamente a sumarse a cualquier tipo de pacto de la Moncloa para acometer las reformas necesarias que necesita el país; y ha rechazado todo acuerdo con Sánchez para renovar los altos cargos institucionales y judiciales (CGPJ, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional, Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo y dirección de TVE).

Hoy podría decirse que la estrategia casadista está siendo seriamente cuestionada, no solo desde sectores moderados de su propio partido, sino desde grupos de presión tradicionalmente aliados de la derecha como la patronal y la Iglesia. El líder del PP ha atravesado por una trepidante peripecia política en solo tres años sin lograr su objetivo de llegar al poder (de hecho, ha perdido todas las elecciones a las que se ha presentado y ya van unas cuantas). Pero él sigue echando toda la carne en el asador al más puro estilo trumpista.

En 2018, depuesto Mariano Rajoy en una convulsa moción de censura y hundido el PP en un miasma de corrupción que le llevó a una crisis institucional sin precedentes, Pablo Casado concurría a las elecciones primarias que el partido fundado por Manuel Fraga celebraba por primera vez en su historia. Al proceso concurrieron otros cinco candidatos: la ex vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría; la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal; el exministro José Manuel García Margallo; el diputado José Ramón García Hernández; y el concejal valenciano Elio Cabanes. Finalmente, de los seis aspirantes solo quedaron Sáenz de Santamaría y el propio Casado, quien con el apoyo inestimable de Cospedal logró alzarse con la presidencia del Partido Popular (57,2 por ciento de los votos de los compromisarios). Un horizonte prometedor se abría ante sus ojos.

En uno de sus primeros discursos, el flamante sucesor de Rajoy se presentó a sí mismo como “el candidato de la integración” para liderar el partido y recuperar la confianza de los españoles. “Propongo la defensa de la libertad individual y económica, bajos impuestos, administraciones eficientes, la defensa de la unidad de España –más aún con el desafío independentista en Cataluña, pero también con lo que estamos viviendo en País Vasco y Navarra–, la seguridad muy focalizada en la lucha contra el terrorismo, la defensa de la familia y de la vida (…) y la eficacia de la honestidad”. En aquel discurso del candidato a dirigir los destinos de Génova 13 y de España, muchos quisieron ver un claro giro a la derecha que en los últimos tres años se ha ido haciendo todavía más patente. De hecho, los nombres de las personas de las que se rodeó para llevar a cabo su programa –Teodoro García Egea, Cuca Gamarra, Cayetana Álvarez de Toledo–, no hicieron sino confirmar la bunkerización del partido.

Aznarización

Las bases del nuevo PP aznarista, ultraconservador y falangizado estaban sentadas, pero Casado no contaba con un pequeño detalle: un emergente partido nostálgico del franquismo empezaba a crecer peligrosamente haciéndole sombra a los populares. Desde que el político de Palencia tomó las riendas de Génova 13, su peor pesadilla no es solo Pedro Sánchez, sino también Vox. Lo primero que hace cada mañana es examinar cómo van las encuestas, consultar con sus asesores y spin doctors cómo hacer frente a la arrolladora ofensiva nacional-patriótica de Santiago Abascal y trazar junto a su equipo de confianza la estrategia a seguir para frenar la fuga de votos a la formación verde que amenaza con darle el sorpasso al PP. La política para el presidente popular se ha reducido, obsesivamente, a un único objetivo: echar a Sánchez de Moncloa antes que Abascal le coma el terreno y lo desbanque como caudillo hegemónico de las derechas españolas. Todo lo demás ha pasado a un segundo plano.

En su loca carrera por ser más español y más patriota que su competidor Vox, se ha dejado arrastrar a casposas manifestaciones de exaltación nacionalista más propias de otros tiempos felizmente superados que de un país plural, moderno y avanzado. Hasta dos veces se ha sumado Casado a los nostálgicos aquelarres franquistas organizados por la extrema derecha en la Plaza de Colón, nuevo gran santuario de la españolidad nacionalista (en la primera convocatoria de 2019 no tuvo reparos en retratarse junto a los nuevos falangistas; en la segunda, celebrada el pasado 13 de junio, huyó de la infame foto de familia). Lógicamente, esta complicidad y alianza del PP casadista con los ultras no es bien vista por los partidos conservadores democráticos del resto de Europa, siempre alerta ante posibles rebrotes del totalitarismo hitleriano. Mientras en Alemania Angela Merkel cesaba fulminantemente a todo aquel político de la CDU que pactara con los neonazis en las instituciones regionales, en España el PP cerraba filas y acuerdos de gobierno con Vox, sin ningún sonrojo ni pudor, en los territorios autonómicos. Así es como el Partido Popular ha logrado conservar el poder en Madrid, Andalucía y Murcia, regiones donde los Isabel Díaz Ayuso, Juanma Moreno Bonilla y Fernando López Miras han tenido que transigir ante las exigencias de los posfranquistas en asuntos tan sensibles como la lucha contra la violencia machista, la inmigración, el pin parental en las escuelas que impide enseñar educación sexual igualitaria a los alumnos y las leyes de protección a los colectivos LGTBI.

Casado ha decidido que la democracia española pague un elevado precio en términos de devaluación de los derechos cívicos a cambio de que el PP pueda conservar sus feudos tradicionales, hoy amenazados por Vox. Así, en estas tres comunidades autónomas ya se percibe el retroceso, la involución después de que los populares hayan decidido integrar a los ultraderechistas en los gobiernos regionales de coalición (los conocidos coloquialmente como “trifachitos” PP/Ciudadanos/Vox). Esa espuria alianza es la causa de que en Madrid ya no ondee la bandera del Orgullo Gay en el Ayuntamiento de Madrid, como sí ocurría en tiempos de Manuela Carmena; que en Andalucía la educación en igualdad y contra la violencia de género haya sufrido un preocupante retroceso; y que en Murcia el Gobierno regional se esté planteando incluir el pin parental en las escuelas, una exigencia irrenunciable de Vox a cambio de seguir sosteniendo el Gobierno del popular López Miras. Todo chantaje político tiene un precio y Casado ha decidido aceptarlo como peaje incómodo pero necesario.

Casado y el franquismo

Poco a poco hemos ido comprobando las nefastas consecuencias de incluir a los franquistas en las instituciones del Estado en lugar de colocarles un cordón sanitario y excluirlos del juego democrático. Cuando el Ayuntamiento y la Asamblea Regional madrileña decretaban un minuto de silencio en memoria de la víctima del último crimen machista, Ortega Smith, líder de Vox Madrid, se desmarcaba de la pancarta institucional para mostrar su explícito negacionismo del terrorismo patriarcal, recordando aquellos tiempos oscuros en que Batasuna no condenaba los crímenes de ETA y guardaba un ominoso silencio.

Sin duda, tras las dos manifestaciones ultraderechistas a las que ha asistido Casado, el PP es menos PP mientras que la extrema derecha se ha fortalecido ostensiblemente. El partido de Abascal es antisistema y crece en el odio callejero, pero esa fórmula para alcanzar fines políticos se antoja letal para un PP que pretende seguir aspirando a gobernar España algún día. Es evidente que Casado no está sabiendo leer el momento histórico crucial. Él piensa que haciendo seguidismo de Abascal, secundándole en todas y cada una de sus ocurrencias y aventuras patrióticas contra Sánchez, podrá salvar los muebles de su maltrecho partido, que ha caído en picado en las últimas citas con las urnas. Se equivoca. Tiene que tomar buena nota de esos manifestantes que lo recibieron en la Plaza de Colón entre abucheos, insultos y acusaciones de traidor a la causa falangista y jefe de la “derechita cobarde”. Los simpatizantes de Vox ya le han tomado la matrícula, lo han marcado, lo han etiquetado como un líder prescindible que no es suficientemente contundente contra los independentistas catalanes. Un blando, un titubeante, un pusilánime. Que le cuelguen esa etiqueta es algo que horroriza al presidente popular y de ahí que haga todo lo posible para parecer el más duro al otro lado del Pecos.

Casado está convencido de que radicalizando su discurso podrá recuperar a todos esos votantes descarriados y desencantados del PP que, hastiados del supuesto centrismo timorato de Rajoy, decidieron abandonar el barco de la gaviota. Sin embargo, los prófugos y resabiados ya no votan un conservadurismo a la europea, sino que buscan otra cosa: menos democracia, menos autogobierno para las autonomías, más centralismo y más poder autoritario. En definitiva, más mano dura y un hombre fuerte, macho y sin complejos. Casado no da el perfil ni de lejos. Ni siquiera dejándose barba recia de los tercios de Flandes ha conseguido curtir un rostro que cuadra mejor con el de un becario Erasmus algo redicho que con el de un dictador llamado a dirigir los destinos de la nación, tal como pretenden los votantes nostálgicos.

El 22 de octubre de 2020, en medio de la polémica moción de censura promovida por Abascal contra Sánchez en plena pandemia, Casado subió a la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados para lanzar un discurso durísimo contra Vox que sorprendió a propios y extraños. “Hasta aquí hemos llegado, nosotros no somos como ustedes”, le espetó a Abascal. “Decimos no a la ruptura que usted busca, a la polarización que usted necesita, como Sánchez. No a esa España a garrotazos, en blanco y negro, de trincheras, ira y miedo. No a ese engendro antiespañol que también patrocinan ustedes. Esa antipolítica cainita, de izquierda o de derecha destinada a hacer que los españoles se odien y se teman. Usted no da la batalla de las ideas, su única idea es arrastrar a los españoles a una batalla”, concluyó entre los encendidos aplausos de sus correligionarios.

Por momentos parecía que aquel discurso, calificado por el propio Pablo Iglesias como digno del mejor Cánovas del Castillo, suponía la ruptura definitiva con la extrema derecha e iba a marcar “un punto de inflexión” en la estrategia del PP en su vuelta a los auténticos valores democráticos. Todo fue un falso espejismo. Al día siguiente de su histórica intervención parlamentaria, los pactos con Vox siguieron vigentes y nada cambió en el cambalache habitual con los neofranquistas. Ese es uno de los grandes defectos de Pablo Casado, que tiene dos caras, que no es coherente con las ideas que dice defender, que un día le suelta el sermón progre a Santiago Abascal y al siguiente se disfraza de José Antonio para arremeter contra los enemigos de España, deslegitimar a un Gobierno de izquierdas, criticar a “los de la fosa del abuelo” (grave desprecio a las familias de los republicanos fusilados en la Guerra Civil) y recuperar el discurso de los “buenos y malos españoles” a la manera de Millán-Astray. Incluso, en el colmo de un revisionismo insoportable, ha llegado a afirmar que la Guerra Civil fue un enfrentamiento entre los que querían “democracia sin ley y los que querían ley sin democracia”. Esa es la concepción que el aspirante a gobernar España algún día tiene de lo que fue un golpe de Estado fascista contra un Gobierno legítimamente elegido por el pueblo, como fue la Segunda República. Tal ambigüedad ideológica, tales graves incoherencias, las percibe el electorado como ese depredador que huele el rastro herido de la presa. Y poco a poco, lejos de crecer como figura de calado histórico, el personaje se va consumiendo, va menguando en talla política, se va quedando en nada. Cada estirón que da Abascal coincide con un empequeñecimiento de Casado. Pese a todo, el sempiterno aspirante a presidente no cae en la cuenta de su tremendo error.

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