“Darse la mano” entre la escultura y la pintura del Siglo de Oro: un prodigioso espectáculo de color y volumen

El Museo del Prado presenta una exposición única sobre la escultura policromada barroca, revelando la fusión artística que cautivó a los fieles y transformó la religión en espectáculo visual

23 de Noviembre de 2024
Actualizado el 24 de noviembre
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“Darse la mano” entre la escultura y la pintura del Siglo de Oro: un prodigioso espectáculo de color y volumen
“Darse la mano” entre la escultura y la pintura del Siglo de Oro: un prodigioso espectáculo de color y volumen

La magia de la escultura policromada barroca y su relación inseparable con la pintura se desvelan en la exposición “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”, que el Museo del Prado, en colaboración con la Fundación AXA, ha inaugurado recientemente. Esta muestra, que podrá visitarse hasta el 2 de marzo de 2025, explora la interacción entre las dos artes a través de una extraordinaria selección de casi un centenar de esculturas de algunos de los grandes maestros del Siglo de Oro, como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández y Francisco Salzillo, entre otros. Junto a estas piezas icónicas, se presentan pinturas y grabados que emulan y reproducen las esculturas, ofreciendo una visión de cómo la escultura y la pintura se entrelazaban en el contexto religioso y devocional de la época.

“Darse la mano” entre la escultura y la pintura del Siglo de Oro: un prodigioso espectáculo de color y volumen
“Darse la mano” entre la escultura y la pintura del Siglo de Oro: un prodigioso espectáculo de color y volumen

Dioses y hombres de bulto y de colores

Comisariada por Manuel Arias Martínez, Jefe de Departamento de Escultura del Museo Nacional del Prado, la exposición rinde homenaje a la monumental importancia de la escultura policromada en el arte español. A lo largo de las salas A y B del edificio Jerónimos, los visitantes pueden contemplar un panorama completo de cómo la escultura y la pintura, trabajando juntas, se convirtieron en un lenguaje visual que no solo representaba lo divino, sino que también incitaba a la reflexión, la emoción y la devoción. La exposición también destaca por la inclusión de cinco importantes obras que el museo ha adquirido recientemente, como El Buen y Mal Ladrón de Alonso Berruguete, que se exhibe por primera vez al público.

La lactación de san Bernardo, Alonso Cano. 1645-52 y 1657-60. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado. Venus tipo Lovatelli con idolillo, Taller pompeyano, Siglo I d. C. Mármol de Paros y restos de policromía. Nápoles, Museo Archeologico Nazionale di Napoli.Cristo del Perdón, Luis Salvador Carmona, Madera policromada y postizos 1756. Nava del Rey (Valladolid), Clarisas Capuchinas.
La lactación de san Bernardo, Alonso Cano. 1645-52 y 1657-60. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado. Venus tipo Lovatelli con idolillo, Taller pompeyano, Siglo I d. C. Mármol de Paros y restos de policromía. Nápoles, Museo Archeologico Nazionale di Napoli. Cristo del Perdón, Luis Salvador Carmona, Madera policromada y postizos 1756. Nava del Rey (Valladolid), Clarisas Capuchinas.

La escultura y la pintura en el Siglo de Oro compartían un propósito común: transmitir el mensaje religioso y divino de manera poderosa y persuasiva. Antonio Palomino, uno de los teóricos más importantes de la época, dejó constancia de esta colaboración perfecta entre ambas artes cuando elogió la escultura del Cristo del Perdón, una obra que combinaba la talla de Manuel Pereira con la policromía de Francisco Camilo, concluyendo que "así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo". Este "espectáculo" se construía a través de la fusión del volumen de la escultura con el color vibrante de la pintura, lo que otorgaba a las imágenes sagradas una presencia y una vida incomparables.

Escultura para la persuasión

En la exposición, esta integración de las dos artes se observa de manera explícita en los diferentes relatos que se tejen en torno a la escultura policromada. Desde la Antigüedad clásica, el color ha sido considerado un componente esencial en la escultura, ya que transforma la obra en algo más cercano a la vida. Como explicaba el benedictino Gregorio de Argaiz en 1677, “Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel”. La escultura, al estar recubierta de color, se convertía en algo tangible y vibrante, capaz de comunicarse directamente con el espectador.

La Inmaculada ConcepciónGregorio Fernándezh. 1630. Madera policromada, plata y postizosMonforte de Lemos (Lugo), monasterio de Santa Clara
La Inmaculada Concepción Gregorio Fernández h. 1630. Madera policromada, plata y postizos Monforte de Lemos (Lugo), monasterio de Santa Clara

La escultura barroca española adoptó esta concepción de la policromía no solo como un adorno, sino como un elemento fundamental que otorgaba poder y realismo a la representación de lo divino. Las esculturas, ya fueran de madera o de otro material, se cubrían con capas de pigmento que no solo imitaban la piel humana, sino que también replicaban la textura de los ropajes y otros detalles, contribuyendo así a la creación de una obra de arte completa y compleja. Además, las esculturas policromadas aumentaban la efectividad de los rituales religiosos, ya fuera en las procesiones o en los altares de las iglesias, al ser capaces de capturar la atención y emocionar al espectador.

La exhibición también subraya cómo esta combinación de escultura y pintura formaba parte de una estrategia de persuasión y comunicación religiosa. Las esculturas devocionales eran consideradas como vehículos de lo sobrenatural, y se creía que poseían una capacidad única para influir en los fieles. En muchos casos, se atribuía a las esculturas un poder milagroso, ya que representaban lo divino de una forma directa y física. Los teólogos y predicadores de la época defendían la veracidad de la escultura frente a la pintura, ya que consideraban que la escultura tenía un poder de comunicación más inmediato y auténtico.

La Virgen de la Soledad,Atribuido a Sebastián Herrera Barnuevo, h. 1665. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado. María Magdalena, Juan de Juni (escultor) y Juan Tomás Celma (policromador) 1551-70. Madera policromada. Valladolid, Museo Nacional de Escultura. La Inmaculada ConcepciónGregorio Fernándezh. 1630. Madera policromada, plata y postizosMonforte de Lemos (Lugo), monasterio de Santa Clara.
La Virgen de la Soledad,Atribuido a Sebastián Herrera Barnuevo, h. 1665. Óleo sobre lienzo. Madrid, Museo Nacional del Prado. María Magdalena, Juan de Juni (escultor) y Juan Tomás Celma (policromador) 1551-70. Madera policromada. Valladolid, Museo Nacional de Escultura. La Inmaculada Concepción Gregorio Fernández h. 1630. Madera policromada, plata y postizos Monforte de Lemos (Lugo), monasterio de Santa Clara.

Artífices y mediadores divinos y humanos

Uno de los aspectos más fascinantes de la exposición es su reflexión sobre el papel que desempeñaron los artífices de estas esculturas. En el contexto de la Edad Moderna, los escultores eran vistos no solo como artistas, sino como intermediarios entre lo divino y lo humano. Muchos de ellos eran considerados virtuosos, y se pensaba que su habilidad para crear figuras sagradas trascendía el mero trabajo artístico. La muestra recoge ejemplos de esta devoción por los escultores, destacando su relación con el poder divino, y presenta figuras como San José, cuya representación en la escultura se convirtió en un símbolo del trabajo y la virtud cristiana.

La exposición también pone de manifiesto la estrecha relación entre las esculturas y su uso en las procesiones. Los pasos procesionales, que representaban escenas de la Pasión o la vida de los santos, adquirieron un nuevo significado cuando las esculturas fueron policromadas. El color no solo aportaba realismo a las figuras, sino que también ayudaba a crear una atmósfera dramática y emocional, que potenciaba la experiencia del fiel durante las procesiones. La teatralidad de las esculturas, con sus gestos dramáticos y sus ropajes vibrantes, se veía realzada por el movimiento de las procesiones, en las que las esculturas se trasladaban por las calles, ofreciendo a los feligreses una experiencia visual única.

Cabeza de Serapis Segunda mitad del siglo II. Mármol, 45 x 20 cm Sala A, Museo del Prado
Cabeza de Serapis Segunda mitad del siglo II. Mármol, 45 x 20 cm Sala A, Museo del Prado

Escultura, teatro y procesión

Por otro lado, la exposición también reflexiona sobre el impacto de la reproducción de estas esculturas en otros medios, como la estampa y la pintura. A través de los grabados y las pinturas, las imágenes religiosas fueron difundidas por todo el territorio español y más allá, alcanzando lugares tan distantes como Filipinas y Nueva España. En este sentido, la exposición destaca la importancia de la reproducción de las esculturas en diferentes formatos, ya sea en lienzos o en estampas, como una forma de hacer llegar el mensaje devocional a un público más amplio.

Además de las esculturas y pinturas, la muestra también recoge ejemplos de los velos de Pasión, que eran enormes pinturas a imitación de la escultura, creadas para ser exhibidas en ocasiones especiales como la Semana Santa. Estas pinturas, que se utilizaban para cubrir los retablos, mostraban la interacción entre la escultura, la pintura y la arquitectura, creando un efecto visual que desdibujaba los límites entre lo tridimensional y lo bidimensional.

En resumen, Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro ofrece una visión única de la interrelación entre escultura y pintura en la España barroca. A través de una cuidadosa selección de obras y una puesta en escena espectacular, la exposición invita a reflexionar sobre cómo la combinación de volumen y color no solo transformó el arte, sino que también sirvió como una herramienta poderosa de persuasión religiosa, convirtiendo las imágenes devocionales en un vehículo eficaz para transmitir los valores cristianos. Sin duda, una muestra que no solo destaca por su riqueza artística, sino también por su

La magia de la escultura policromada barroca y su relación inseparable con la pintura se desvelan en la exposición “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro”, que el Museo del Prado, en colaboración con la Fundación AXA, ha inaugurado recientemente. Esta muestra, que podrá visitarse hasta el 2 de marzo de 2025, explora la interacción entre las dos artes a través de una extraordinaria selección de casi un centenar de esculturas de algunos de los grandes maestros del Siglo de Oro, como Gaspar Becerra, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández y Francisco Salzillo, entre otros. Junto a estas piezas icónicas, se presentan pinturas y grabados que emulan y reproducen las esculturas, ofreciendo una visión de cómo la escultura y la pintura se entrelazaban en el contexto religioso y devocional de la época.

Comisariada por Manuel Arias Martínez, Jefe de Departamento de Escultura del Museo Nacional del Prado, la exposición rinde homenaje a la monumental importancia de la escultura policromada en el arte español. A lo largo de las salas A y B del edificio Jerónimos, los visitantes pueden contemplar un panorama completo de cómo la escultura y la pintura, trabajando juntas, se convirtieron en un lenguaje visual que no solo representaba lo divino, sino que también incitaba a la reflexión, la emoción y la devoción. La exposición también destaca por la inclusión de cinco importantes obras que el museo ha adquirido recientemente, como El Buen y Mal Ladrón de Alonso Berruguete, que se exhibe por primera vez al público.

La escultura y la pintura en el Siglo de Oro compartían un propósito común: transmitir el mensaje religioso y divino de manera poderosa y persuasiva. Antonio Palomino, uno de los teóricos más importantes de la época, dejó constancia de esta colaboración perfecta entre ambas artes cuando elogió la escultura del Cristo del Perdón, una obra que combinaba la talla de Manuel Pereira con la policromía de Francisco Camilo, concluyendo que "así la pintura como la escultura, dándose las manos, componen un prodigioso espectáculo". Este "espectáculo" se construía a través de la fusión del volumen de la escultura con el color vibrante de la pintura, lo que otorgaba a las imágenes sagradas una presencia y una vida incomparables.

En la exposición, esta integración de las dos artes se observa de manera explícita en los diferentes relatos que se tejen en torno a la escultura policromada. Desde la Antigüedad clásica, el color ha sido considerado un componente esencial en la escultura, ya que transforma la obra en algo más cercano a la vida. Como explicaba el benedictino Gregorio de Argaiz en 1677, “Cada figura, por perfecta que sea en la escultura, es un cadáver; quien le da vida, y alma, y espíritu, es el pincel”. La escultura, al estar recubierta de color, se convertía en algo tangible y vibrante, capaz de comunicarse directamente con el espectador.

La escultura barroca española adoptó esta concepción de la policromía no solo como un adorno, sino como un elemento fundamental que otorgaba poder y realismo a la representación de lo divino. Las esculturas, ya fueran de madera o de otro material, se cubrían con capas de pigmento que no solo imitaban la piel humana, sino que también replicaban la textura de los ropajes y otros detalles, contribuyendo así a la creación de una obra de arte completa y compleja. Además, las esculturas policromadas aumentaban la efectividad de los rituales religiosos, ya fuera en las procesiones o en los altares de las iglesias, al ser capaces de capturar la atención y emocionar al espectador.

La exhibición también subraya cómo esta combinación de escultura y pintura formaba parte de una estrategia de persuasión y comunicación religiosa. Las esculturas devocionales eran consideradas como vehículos de lo sobrenatural, y se creía que poseían una capacidad única para influir en los fieles. En muchos casos, se atribuía a las esculturas un poder milagroso, ya que representaban lo divino de una forma directa y física. Los teólogos y predicadores de la época defendían la veracidad de la escultura frente a la pintura, ya que consideraban que la escultura tenía un poder de comunicación más inmediato y auténtico.

Uno de los aspectos más fascinantes de la exposición es su reflexión sobre el papel que desempeñaron los artífices de estas esculturas. En el contexto de la Edad Moderna, los escultores eran vistos no solo como artistas, sino como intermediarios entre lo divino y lo humano. Muchos de ellos eran considerados virtuosos, y se pensaba que su habilidad para crear figuras sagradas trascendía el mero trabajo artístico. La muestra recoge ejemplos de esta devoción por los escultores, destacando su relación con el poder divino, y presenta figuras como San José, cuya representación en la escultura se convirtió en un símbolo del trabajo y la virtud cristiana.

La exposición también pone de manifiesto la estrecha relación entre las esculturas y su uso en las procesiones. Los pasos procesionales, que representaban escenas de la Pasión o la vida de los santos, adquirieron un nuevo significado cuando las esculturas fueron policromadas. El color no solo aportaba realismo a las figuras, sino que también ayudaba a crear una atmósfera dramática y emocional, que potenciaba la experiencia del fiel durante las procesiones. La teatralidad de las esculturas, con sus gestos dramáticos y sus ropajes vibrantes, se veía realzada por el movimiento de las procesiones, en las que las esculturas se trasladaban por las calles, ofreciendo a los feligreses una experiencia visual única.

Por otro lado, la exposición también reflexiona sobre el impacto de la reproducción de estas esculturas en otros medios, como la estampa y la pintura. A través de los grabados y las pinturas, las imágenes religiosas fueron difundidas por todo el territorio español y más allá, alcanzando lugares tan distantes como Filipinas y Nueva España. En este sentido, la exposición destaca la importancia de la reproducción de las esculturas en diferentes formatos, ya sea en lienzos o en estampas, como una forma de hacer llegar el mensaje devocional a un público más amplio.

Además de las esculturas y pinturas, la muestra también recoge ejemplos de los velos de Pasión, que eran enormes pinturas a imitación de la escultura, creadas para ser exhibidas en ocasiones especiales como la Semana Santa. Estas pinturas, que se utilizaban para cubrir los retablos, mostraban la interacción entre la escultura, la pintura y la arquitectura, creando un efecto visual que desdibujaba los límites entre lo tridimensional y lo bidimensional.

En resumen, “Darse la mano. Escultura y color en el Siglo de Oro” ofrece una visión única de la interrelación entre escultura y pintura en la España barroca. A través de una cuidadosa selección de obras y una puesta en escena espectacular, la exposición invita a reflexionar sobre cómo la combinación de volumen y color no solo transformó el arte, sino que también sirvió como una herramienta poderosa de persuasión religiosa, convirtiendo las imágenes devocionales en un vehículo eficaz para transmitir los valores cristianos. Sin duda, una muestra que no solo destaca por su riqueza artística, sino también por su capacidad para hacernos entender la importancia del arte en la vida cotidiana de la época.

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