La semilla estaba ahí y ni siquiera él ha sido consciente de ello hasta que se ha puesto a escribir El hijo del padre (Destino). Como pruebas fehacientes de esta tesis, ahí están otras novelas anteriores. Los orígenes, las relaciones paternofiliales, la chispa primigenia que determina toda una vida… El escritor barcelonés Víctor del Árbol (1968) habla de la mentira, la impunidad, el peso del pasado, las maldiciones familiares y las cadenas que debemos arrastras hasta nuestro presente. Pero sobre todo indaga en eso que siempre nos da un pellizco en el corazón cuando lo pensamos: ¿qué es un padre para un hijo? La respuesta es, sin duda, no apta para temerosos ni amantes de la equidistancia. Víctor del Árbol no es uno de ellos, qué duda cabe, y en su último trabajo demuestra una vez más que su pulso narrativo mantiene un crescendo constante hacia la excelencia literaria.
Víctor del Árbol nació en Barcelona, hijo de madre andaluza y padre extremeño que vivió en el barrio periférico barcelonés de Torrebaró. Como el protagonista de su última novela, Diego Martín. Como usted mismo subraya al comienzo del libro, “como toda verdad, esta novela también es una ficción”. ¿Desde cuándo tuvo la necesidad de escribirla?
Es difícil para mí encontrar un origen nítido en la génesis de El hijo del padre… Una idea germina mucho antes de que se haga evidente para mí, es algo así como una semilla que crece en silencio bajo la tierra hasta que emerge el brote. Pero al observar mi obra anterior con una mirada retrospectiva, me doy cuenta de que hace ya mucho tiempo que estaba ensayándola. Ahí están Un millón de gotas o Por encima de la lluvia, por ejemplo, donde se aborda la conflictiva relación entre padres e hijos, o La tristeza del Samurai y Antes de los años terribles, donde me enfrento a temas como la identidad, la patria o la memoria colectiva.
¿Ha supuesto una exorcización de sus demonios del pasado para liberar ataduras?
No tengo fantasmas con los que ponerme en paz. Simplemente están ahí, conviven con nosotros todas esas presencias y voces de nuestro pasado, hay que aceptarlas, observarlas con ternura, porque al fin y al cabo son parte de nosotros mismos. Así que, desde ese punto de vista, escribir esta historia no es un ajuste de cuentas con nadie, ni con nada. Pero es cierto que me ha liberado como narrador, que me ha permitido desarrollar mi voz sin complejos, sin expectativas tampoco, sin autocensura, y que ha completado un ciclo iniciado ya en el año 2005 con El peso de los muertos. Casi veinte años después, digamos que mi pulso no ha temblado al escribir El hijo del padre.
"No tengo fantasmas con los que ponerme en paz. Simplemente están ahí, conviven con nosotros todas esas presencias y voces de nuestro pasado, hay que aceptarlas”
¿Es el pasado una cadena demasiado pesada para liberarse de ella no sólo ya en el presente sino también en un futuro idealizado?
El problema del pasado cuando se vive en la nostalgia o la melancolía es que nos aleja del presente y condiciona nuestro futuro. Nadie vive ya en el pasado, y no volverá. Quedarse atrapado ahí es quedar atrapado en un relato, en una ficción creada por el recuerdo. Sin embargo, pese a no habitar el pasado, el pasado vive en nosotros, en nuestra genética, en nuestra memoria emocional y física. Por eso hay que acercarse a esa raíz de lo que somos con lucidez. No para quedarnos atrapados en ella, sino para comprender de dónde venimos.
El protagonista de El hijo del padre inicia un proceso de asimilación de la personalidad de su propio progenitor, lo que más odia en gran medida. ¿Por qué le ocurre? ¿No puede evitar esa ‘maldición’?
Eso cree él, al menos al principio de la novela. El odio, sobre todo el odio a lo más cercano, es una coartada perfecta para seguir sumiéndose más y más en el papel de víctima, alimentando con recuerdos sesgados una herida abierta en su infancia que le ha convertido en un hombre a medias. Hombre de apariencia exitosa, pero niño aterrorizado en su interior. Esa maldición familiar que liga a los hombres de la familia Martin a la violencia extrema, acaba surgiendo también en el protagonista, como antes lo hizo en su abuelo y en su padre, porque Diego tiene miedo de ir al origen de esa maldición familiar. Bien podría servir como metáfora de nuestro miedo colectivo a revisitar nuestro pasado.
La muerte del padre desencadena un proceso de reencuentro del protagonista con su pasado, obligado a aceptar una herencia “envenenada”. ¿Los lazos familiares nos atan para siempre a nuestro pasado?
La familia en la que crecemos es nuestra primera y más cercana patria, nuestra geografía emocional, nuestros afectos y pesares crecen ahí. De un modo un otro, un padre es una huella imperecedera en un hijo.
¿Es posible e incluso aconsejable romper estos lazos en algún momento?
En algún momento necesitamos ser nosotros mismos, perdonar nuestras memorias heridas y lanzarnos a nuestra propia experiencia vital. Por eso nos marchamos llegado el momento, elegimos nuestro destino, creamos nuestros propios universos familiares. Pero como un ciclo que debe cerrarse, tarde o temprano, todos regresamos a esa patria chica de la que te hablaba, a nuestro origen.
Esta absorbente trama familiar está narrada a modo de noir con la pericia a la que nos tiene acostumbrados en novelas anteriores. Pero también se percibe una vuelta de tuerca en su estilo hacia una introspección aún mayor en la psicología de sus personales. ¿Es así?
Sí, la introducción de hasta tres voces narrativas distintas, un desafío apasionante, me ha permitido abordar la “verdad” de cada personaje desde múltiples perspectivas. Mi propósito era que el lector tuviera todos los elementos a su alcance para formarse su propia visión de la realidad. La riqueza interior de personajes como Liria, Alma Virtudes, el abuelo Simón, me ha parecido asombrosa, un laberinto en el que he querido ir hasta el final.
A través de esta familia recorre buena parte de la historia de la España del siglo XX. ¿Cómo es posible que nos sigan marcando hechos históricos que sucedieron hace ya décadas e incluso casi un siglo? ¿Quizá porque las heridas que no cicatrizaron correctamente aún supuran?
Somos más frágiles de lo que queremos creer. Tenemos una mitología colectiva, como la tenemos también individualmente, y la hemos construido a través de un discurso histórico, ideológico, cultural, que no admite la confrontación con la realidad del pasado. Cuanto más pasado es, más aumenta la narrativa. Y al final, esta es la única que realmente importa. Al decidir afrontar de manera abierta esas contradicciones entre lo que fue, lo que sentimos, lo que creímos, hay dolor, fractura, sufrimiento… Son los pasos previos a la aceptación y nos cuesta admitirlo. Pero sin aceptación no puede haber transformación. Por eso existe la literatura.