La sequía se ha convertido en un verdugo silencioso que atraviesa continentes y arrasa cosechas, ecosistemas y modos de vida. Un reciente informe conjunto de la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD), el Centro Nacional de Mitigación de la Sequía de Estados Unidos y la Alianza Internacional para la Resiliencia a la Sequía alerta de que entre 2023 y 2025 algunas de las sequías más extensas y dañinas de la historia registrada han golpeado con fuerza inusitada, impulsadas por el cambio climático y el uso insostenible de los recursos.
En África Oriental y Meridional, donde la tierra se agrieta bajo un sol implacable, cerca de 90 millones de personas padecen hambre aguda. Etiopía, Zimbabue, Zambia y Malawi han sufrido fracasos sucesivos en las cosechas de maíz y trigo, pero ninguno tan devastador como el de Zimbabue en 2024, cuando la producción de maíz cayó un 70 % respecto al año anterior; los precios se dispararon y la falta de pastos y agua causó la muerte de más de 9 000 cabezas de ganado. En Somalia, la hambruna relacionada con la sequía se cobró unas 43 000 vidas solo en 2022, y para comienzos de 2025 todavía un cuarto de su población vivía al borde de la inanición.
La escasez de agua también está volviendo critica la energía en Zambia. El caudal del río Zambeze cayó en abril al 20 % de su media histórica, reduciendo la producción de la presa Kariba al 7 % de su capacidad. El país padeció cortes eléctricos de hasta 21 horas diarias, lo que obligó al cierre temporal de hospitales, panaderías y fábricas, y sumió a millones en la penuria.
Pero la sequía no entiende de fronteras: en la bahía del Mediterráneo, España ha visto cómo dos años consecutivos de escasez de lluvias y olas de calor récord recortaban un 50 % la cosecha de aceitunas en 2023, disparando el precio del aceite de oliva en su mercado interior. Al otro lado del globo, en la cuenca amazónica, los niveles históricamente bajos de los ríos en 2023 y 2024 provocaron la muerte masiva de peces y delfines en peligro de extinción, interrumpieron el suministro de agua potable y dificultaron el transporte fluvial de cientos de miles de personas. La degradación ambiental y los incendios forestales amenazan ahora con transformar el “pulmón del planeta” en fuente neta de emisiones de carbono.
Incluso la arteria vital del comercio mundial ha sentido el golpe: el Canal de Panamá redujo el tránsito en más de un tercio debido al descenso de sus niveles hídricos, provocando cuellos de botella que alteraron el flujo de soja estadounidense y elevaron los precios en las cadenas de supermercados de Europa.
“La sequía es un asesino silencioso. Se infiltra, agota los recursos y devasta vidas a cámara lenta. Sus cicatrices son profundas”, advirtió Ibrahim Thiaw, secretario ejecutivo de la CNULD, al presentar el informe, que califica esta crisis de “catástrofe global de lenta evolución”. Mark Svoboda, director del Centro de Mitigación de la Sequía de EE. UU., coincide: “Es la peor sequía que he visto”, y subraya la urgencia de un monitoreo sistemático de sus impactos sobre los medios de subsistencia, la seguridad alimentaria y la salud de los ecosistemas.
Frente a este panorama desolador, los autores reclaman inversiones sostenidas en sistemas de alerta temprana, gestión integrada de cuencas y prácticas agrícolas resilientes que permitan a las comunidades adaptarse a las nuevas realidades climáticas. Sin un cambio profundo en la forma en que se gestionan el agua y el suelo, la sequía, con su avance silencioso, seguirá cobrando vidas, destruyendo economías locales y minando la seguridad de poblaciones enteras. La alerta está lanzada; el desafío, inaplazable.