Brasil ha dado este jueves un paso inédito en su historia democrática: la condena del expresidente Jair Bolsonaro a 27 años y tres meses de cárcel por conspirar contra el orden constitucional. El fallo, dictado por mayoría de la Corte Suprema, no solo hace justicia ante los hechos que desembocaron en el asalto a las instituciones en enero de 2023, sino que lanza un mensaje claro: el golpismo no puede ser una estrategia política legítima en el siglo XXI.
Golpismo planificado, impunidad evitada
La sentencia marca un punto de inflexión. Bolsonaro no ha sido condenado por errores administrativos ni por irregularidades menores, sino por algo mucho más grave: haber encabezado un entramado criminal orientado a impedir la alternancia democrática del poder tras las elecciones de 2022. No es un gesto simbólico: es la constatación jurídica de que el fascismo institucionalizado existió, y estuvo a punto de triunfar.
La mayoría del Supremo —con el juez Alexandre de Moraes como ponente— consideró probado que Bolsonaro dirigió una conspiración contra el presidente electo Luiz Inácio Lula da Silva y su equipo, y que esa trama incluyó intentos de anular los resultados electorales, difundir desinformación sistemática sobre el sistema de voto electrónico, movilizar al aparato militar y planear incluso el asesinato del presidente y su vicepresidente.
No estamos ante un exceso retórico, sino ante una acción política concertada con fines sediciosos. Y si la democracia brasileña resistió, fue gracias a la movilización institucional, a la solidez de sus contrapesos judiciales y al rechazo popular ante el fanatismo autoritario. No fue Bolsonaro quien cayó: fue el Estado de derecho quien sobrevivió.
Bolsonaro, el laboratorio latinoamericano de la ultraderecha global
El caso Bolsonaro no es una anomalía. Es, más bien, el epítome de una estrategia internacional que articula el populismo autoritario, la manipulación emocional de las masas, la erosión de las instituciones desde dentro y la normalización de la violencia como herramienta de poder.
Durante su mandato, Bolsonaro devastó políticas ambientales, desmanteló la sanidad pública en plena pandemia, difundió teorías conspirativas y minó la credibilidad del sistema electoral. Su legado no es solo político, sino también simbólico: instauró un lenguaje de odio, desconfianza y agresión que desbordó la política y envenenó el tejido social.
Su admiración abierta por la dictadura militar, su alianza con sectores evangélicos ultraconservadores y su colaboración con movimientos negacionistas y libertarios, lo colocaron como una de las referencias del internacionalismo reaccionario, junto a figuras como Donald Trump, Viktor Orbán o Santiago Abascal. La sentencia brasileña, en ese contexto, es también un revés global para la nueva extrema derecha, que esperaba convertir a Bolsonaro en mártir.
No lo será. Porque no ha caído por su ideología, sino por haber intentado destruir la democracia que lo llevó al poder. Y eso, en cualquier Estado de derecho, tiene consecuencias.
¿Justicia o persecución? La narrativa victimista que ya conocemos
La reacción internacional no se ha hecho esperar. La extrema derecha global —con Donald Trump y el senador Marco Rubio al frente— ha activado el manual del victimismo: denunciar persecución, hablar de "caza de brujas", desacreditar a los jueces, y convertir al golpista en héroe.
Nada nuevo. Es la misma lógica que Trump aplicó tras el asalto al Capitolio, que Le Pen esgrime en Francia o que Abascal usa en España para deslegitimar cualquier avance democrático. En todos los casos, lo que se pretende es vaciar el concepto de justicia y convertirla en una herramienta al servicio del relato.
Pero los hechos son tercos: Bolsonaro ha sido juzgado en un proceso transparente, con derecho a defensa, con pruebas documentadas, y con un fallo emitido por jueces de la máxima instancia del país. No ha sido perseguido por lo que piensa, sino por lo que hizo: intentar quebrar la voluntad soberana del pueblo brasileño.
La democracia se defiende también con sentencias
La condena a Bolsonaro no repara todos los daños causados durante su mandato. No resucita la selva amazónica talada, ni devuelve la vida a los miles que murieron por la gestión criminal de la pandemia, ni sana el odio que su discurso sembró. Pero marca un antes y un después: ningún gobernante puede creerse por encima de la ley. Y ningún proyecto de ultraderecha podrá volver a presentarse como alternativa “patriótica” cuando su verdadero rostro es el del sabotaje institucional y el desprecio por la ciudadanía.