Elon Musk, el patrón del ciberfascismo

El magnate dueño de Tesla se ha convertido en el Rasputín en la sombra de la Administración Trump

29 de Marzo de 2025
Actualizado el 31 de marzo
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Elon Musk hace el saludo nazi durante la toma de posesión de Trump.
Elon Musk hace el saludo nazi durante la toma de posesión de Trump.

Elon Musk es de ese tipo de hombres que creen poder mover un objeto a distancia solo con el poder de su propia mente. La palabra imposible no existe para ellos, lo cual no está mal como inspiración para llegar a la cima del éxito. El problema surge cuando lo que debe servir como forma de superación personal se acaba convirtiendo en una realidad obsesiva y el individuo en cuestión termina creyéndose una especie de superhombre con capa roja. Entonces ya se ve a sí mismo como un salvador del mundo, un gurú de la humanidad, un héroe de cómic con una misión que cumplir en este desquiciado planeta. Y llega la megalomanía, la iluminación mesiánica, el delirio.

El pasado 20 de enero, Donald Trump tomaba posesión, por segunda vez, como presidente de Estados Unidos de América. Y allí, en primera fila, entre los integrantes del flamante Gobierno supremacista, todos ellos miembros de la nueva internacional ultra, estaba él, el dueño de Tesla y propietario de la red social X (antes Twitter) quien, en calidad de asesor y consejero fiel al frente del Departamento de Eficiencia Gubernamental, ha puesto todo su talento, su empeño y su poderío mediático a disposición del líder republicano. Musk tuvo su minuto para la historia cuando, en un momento de la entronización de Trump, tomó el micrófono y salió a escena dando esos saltitos de niño pijo con zapatos nuevos con los que suele comenzar sus peroratas motivacionales de coaching barato. En su breve alegato, tuvo tiempo para echarle flores al jefe, para hablar de la época dorada que supuestamente se abre en Estados Unidos y hasta para efectuar el saludo romano fascista con el brazo derecho bien enhiesto, rígido y extendido. El mundo entero pudo comprobar con estupor que aquella brusca gestualización con rabia no había sido un error o malentendido, ya que no estaba llamando a un taxi, ni pidiéndole la cuenta a un camarero, sino que le salió del alma. De hecho, repitió el ademán hitleriano ante las cámaras hasta dos veces, para que quedara bien claro que él es un adepto al movimiento MAGA convicto y confeso. Nunca antes, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, se había visto a un líder de masas tan entregado a la causa nazi.

La impactante secuencia fue la forma que Elon Musk eligió para declarar públicamente su nostalgia del nacionalsocialismo. Algunos días más tarde, volvió a asomar sospechosamente la patita al mostrarse simpatizante de Alternativa por Alemania, el partido ultra admirador del legado de Hitler que amenaza con llegar al poder en la primera potencia europea. No había pasado ni una semana (Musk no pierde el tiempo en su misión de reinstaurar el Reich) cuando abrió su cuenta en la red social X, seguida por más de 200 millones de usuarios, y tuiteó que “solo la AfD” puede salvar de la horda roja a los alemanes. De inmediato, las autoridades germanas protestaron ante la “intolerable” injerencia del informático de cabecera de Trump y hasta el canciller alemán, Olaf Scholz, reaccionó asegurando que el “juicio político de Musk no es equivalente a su éxito empresarial”. El dueño de Tesla llevó al extremo su provocación al afirmar que el programa político de la AfD es idéntico al del Partido Demócrata estadounidense que condujo a Obama hasta la Casa Blanca. Otro bulo más que añadir a su ya largo historial de patrañas.

Y es aquí donde surge la gran pregunta: ¿en qué momento algo oculto y secreto se reactivó en la turbulenta mente de Elon, el hombre más rico del mundo, hasta hacer de él un filonazi dispuesto a ponerse al frente de un siniestro plan político mundial que bien podríamos calificar como ciberfascismo internacional? ¿Cuál fue el instante crucial en su compleja y misteriosa biografía, ese en que decidió dar el salto crucial y pasarse al lado oscuro como ángel de la guarda del mayor farsante que ha dado la historia presidencial de Estados Unidos? Y una vez más, tal como ocurre cada vez que se analiza la relevancia de un personaje de dimensiones históricas, hemos de recurrir a los acontecimientos de la infancia, ese cajón del pasado bajo llave donde se encuentra todo lo importante de una vida, para extraer conclusiones. 

Elon Reeve Musk nació en Pretoria (Sudáfrica) el 28 de junio de 1971. Creció como el mayor de tres hermanos en el seno de una familia acomodada, tanto que “el dinero no cabía en la caja fuerte de la casa”, según ha contado su padre, Errol Musk. Pero vivir rodeado de dólares no pudo evitar el trauma familiar, cuando su madre, una modelo canadiense, y su progenitor, un ingeniero y piloto, decidieron separarse. La mujer alegó malos tratos del marido. Más tarde, ya en la escuela, Elon empezó a sufrir el acoso de algunos compañeros, incluso terminó en el hospital por las palizas de los abusones, lo que marcó definitivamente su carácter. Se dice que no tenía amigos. Fue entonces cuando decidió refugiarse en las novelas de ciencia ficción (Guía del autoestopista galáctico era su favorita) y en los ordenadores. Divorcio de los padres, violencia familiar y juvenil, aislamiento adolescente y computadoras: un cóctel peligroso que suele terminar mal, a menudo forjando una personalidad acomplejada, traumatizada, rencorosa o vengativa.

Si Mozart compuso su primera sinfonía a los ocho años, a los doce el pequeño Elon ya se había convertido en un cerebrito del ordenador, su mejor amigo, y programaba por su cuenta y de forma autodidacta. La imaginación del niño genio alimentada por videojuegos, marcianitos y mundos lejanos, medievales o futuristas, desarrolló en él un instinto innato para los negocios hasta crear su propio programa informático: Blastar. A punto de cumplir los 18 años, se daba al karate y la defensa personal, pero aún no era reaccionario, es más, renegaba de las armas y de la guerra como un vulgar progre: “Servir en el ejército sudafricano para reprimir a la gente negra no me pareció una buena forma de emplear mi tiempo”, declaró en una entrevista. Nada hacía presagiar que su psique evolucionaría hasta el extremismo fanatizado.

Dejar de vivir con el padre y viajar a Canadá para reunirse con su madre fue otro punto de inflexión para él. Mientras tanto, conviene referirse a un episodio familiar para entender la evolución política del muchacho. Los abuelos maternos de Elon, simpatizantes del régimen supremacista del apartheid que durante décadas segregó a blancos y negros en Sudáfrica, decidieron mudarse a ese país para sentirse felices y como en casa (que ya hay que ser racista). “Llegaron desde Canadá porque simpatizaban con el Gobierno afrikaner. Ellos solían apoyar a Hitler y todas esas movidas. No creo que supieran lo que estaban haciendo los nazis, pero en Canadá estaban en el Partido Nazi y simpatizaban con los alemanes”, ha declarado el padre de Elon. Está claro que, al actual propietario de la red social X, el nacionalsocialismo le viene de casta, por vía genética, y más tarde o más temprano tenía que aflorarle la devoción pangermánica.

De cualquier manera, los de Canadá fueron tiempos duros en los que aún no había viajes espaciales con cápsulas rebosantes de champán ni yates con grifería de oro. Al contrario, Elon Musk tuvo que ganarse la vida como podía, haciendo de granjero y limpiador con sueldos de loser que le permitieron estudiar en la Queen’s University. ¿Fueron aquellos empleos, en los que tuvo que dar el callo y doblar el espinazo, los que le llevaron a odiar al proletariado y la cultura woke para transitar hacia esa acracia ultraliberal que propone la deportación masiva de mexicanos? Se desconoce. Lo que sí sabemos es que siempre admiró el mito del hombre hecho a sí mismo, el relato del self-made men que tanto gusta a las gentes de derechas, autónomos y fachapobres. Con todo, tuvo que dejar los estudios de Economía y Física tras acumular una deuda importante y se puso a “emprender” (como dicen los modernos) con su hermano menor Kimbal (por cierto, en ese momento un inmigrante irregular o mena, ya que no tenía la documentación en regla en el país). En 1995, ambos fundaron Zip2, una startup especializada en guías turísticas on line. Empezar y dar el pelotazo fue todo uno, ya que al poco tiempo la multinacional Compaq compró la empresa a los hermanos Musk por el nada despreciable montante de 300 millones de dólares. Al dios dinero le gustaba la mano de Elon y a partir de ahí el maná fluyó como un torrente incesante.

El siguiente paso fue fundar el banco virtual X.com, que finalmente, en el año 2000, se fusionaría con Confinity para formar PayPal. El proyecto estaba llamado a revolucionar el mundo de los negocios por Internet y así ocurrió. En 2002, tras embolsarse una fortuna, eBay le compró la idea, abonándole la friolera de 1.500 millones de dólares, otro triunfo del humo especulativo. A partir de ahí, una carrera tan exitosa como meteórica. En 2002 crea la compañía aeroespacial SpaceX para el lanzamiento de turistas millonarios al espacio. En 2004 se une al fabricante Tesla Motors Inc. como presidente, primer accionista y diseñador de vehículos eléctricos (él siempre ha presumido de creativo que hace sus pinitos en la fábrica, aunque no tenga el título). En 2006 ayuda a crear Solar City, una empresa de servicios de energía solar que le abre la puerta al negocio de las renovables (otra ironía paradójica si tenemos en cuenta que con el tiempo ha terminado coqueteando con el negacionismo del cambio climático). Y en 2015 inaugura Open AI, una especie de compañía especializada en promover la “inteligencia artificial amigable”.

No hay actividad industrial tecnológica en la que no esté metido el rey Midas de los negocios en tiempos de posverdad. Neuralink, centrada en el desarrollo de conexiones vía interfaz cerebro-ordenador, dará sin duda que hablar en los próximos años, cuando empecemos a ver los primeros cíborgs, mezcla de humanos y robots, andando por la calle. Un logro ante el que numerosos científicos han alertado por el quebranto a los principios más elementales de la ética. ¿Pero qué es la ética para el amo del Universo? Poco más que un folleto publicitario de Amazon –su principal competidor en la carrera por la hegemonía planetaria–, destinado a la papelera. A Elon siempre le ha gustado jugar a Dios y no parará hasta fundar una religión con él ascendido a los altares. La ciencia nos hará libres, debió pensar cuando comenzó su homérica odisea empresarial y espacial. Un espíritu mesiánico, iluminado, bulle en su sesera. Ya hemos dicho que sus lecturas juveniles se limitaron a un atracón de cómics de superhéroes, pero por lo visto debió saltarse los clásicos de la ciencia ficción que como 1984, de George Orwell, alertan ante los peligros totalitarios del Gran Hermano que todo lo controla, de la tecnología y de los sueños de la razón que a menudo producen monstruos.

Del espacio sideral al nuevo fascismo posmoderno

Para Elon Musk, la vida siempre ha sido ese minuto que pasa mientras él gana un millón de dólares. Pero una de las cosas que llaman la atención de la asombrosa peripecia empresarial de este hombre es que nunca pierde ni se arruina. Es como si estuviese tocado por la varita mágica de los dioses de las finanzas. O como si su genio o baraka le salvara in extremis cuando asoma en el horizonte la sombra negra de la crisis. Sin embargo, hay algo más que su presunto talento para salir airoso de la bancarrota. Cada vez que vienen mal dadas y huele a quiebra financiera, ahí está papá Estado para echarle un cable o flotador, como ha ocurrido con Tesla en alguna que otra ocasión en que Estados Unidos se ha visto al borde de una nueva recesión. Curiosamente, todo neoliberal radical alérgico al intervencionismo estatal deja de serlo cuando el Gobierno le ofrece un jugoso paquete de ayudas y subvenciones a fondo perdido.

Siguiendo con el repaso a su agitada biografía, llama la atención la forma en que algunos episodios vitales terminaron por marcar su personalidad contradictoria y su materialista forma de entender el mundo. Como cuando estuvo a punto de morir de malaria durante unas vacaciones en Brasil. Cualquiera en su lugar se habría replanteado la vida, incluso abandonando todo tipo de responsabilidades cotidianas para entregarse al misticismo o a la dolce far niente. Sin embargo, Elon se lo tomó de una forma muy distinta: concluyó que las vacaciones son malas para la salud y se convirtió en un adicto del trabajo, sometiéndose a jornadas maratonianas hasta completar las cien horas semanales (asegura que apenas duerme seis). En su cabeza había cuajado la ideología ultraliberal. Tenía claro que, si él era capaz de martirizarse en el trabajo, sus obreros, peones y colaboradores no podían esperar menos que un empleo precario de sol a sol y sin rechistar. Ahí empezó a labrarse su fama de tacaño, negrero y mal pagador.

Pero la Tierra se le quedaba pequeña a nuestro villano de cómic, así que decidió volcar todos sus esfuerzos en SpaceX, la empresa aeronáutica privada que ha logrado el hito de construir naves espaciales solo aptas para el bolsillo del selecto y reducido club de los más ricos, ese que acumula la mitad de la riqueza del planeta. Su obsesión con ser el primero en llegar a Marte le ha llevado a viajar hasta tres veces a la lejana Rusia en busca de viejos cohetes intercontinentales que en tiempos de la Guerra Fría transportaban ojivas nucleares. Nadie le avisó de que se trataba de conquistar el planeta rojo, no de saltar por los aires dentro de una chatarra soviética, así que pronto abandonó la idea. En cuanto a su proyecto Oasis en Marte, con el que pretendía instalar un invernadero experimental, también lo pospuso cuando supo que en el regolito marciano todavía no se pueden plantar lechugas, ya que el ser humano no ha desarrollado la tecnología adecuada. En cualquier caso, podría decirse que su carrera aeronáutica ha sido un éxito, ya que un puñado de millonarios han probado los artefactos y cápsulas de Musk que ofrecen la mística visión de nuestro planeta azul desde el espacio, la sensación de ingravidez por un cuarto de hora y una buena juerga con whisky caro, todo al módico precio de una cifra con seis ceros.

Los planes espaciales de Musk no tienen límites y Trump ha puesto en sus manos un programa privado para conquistar Marte antes del final del mandato en 2029. En una de estas, Donald y Elon nos cierran la NASA, dentro del programa de recortes de gastos de lo público y del Estado de bienestar, y privatizan el universo entero como coto privado. Ya se sabe que el nuevo presidente norteamericano adolece de una mentalidad esencialmente inmobiliaria, gilismo tejano al más puro estilo Jesús Gil, y sin duda su gran sueño es convertir la Luna en una Marbella sin agua repleta de urbanizaciones de lujo, centros comerciales y hamburgueserías. Para él no existe la política, solo negocios rentables o no rentables, y así como planea “perforar, perforar y perforar” en el hermoso y plácido santuario de Groenlandia, hasta encontrar nuevos recursos y materias primas, también tiene previsto vender el planeta rojo por parcelas, adjudicándoselas a sus amigos hoteleros del clan de Miami. Musk siempre ha dicho que lo que le motiva de la exploración espacial es “la expansión de la conciencia humana por todo el cosmos”. Sin embargo, detrás de la palabrería, de la aparente filantropía, de la filosofía mística sobre el avance de nuestra especie, se esconde su apoyo a una banda de halcones racistas que planean “limpiar” Gaza de palestinos en un horrendo genocidio. Más y más contradicciones de ricos, falsedades y postureos, como cuando dijo que su intención era fabricar coches eléctricos hasta alcanzar la tasa cero de emisiones contaminantes y terminó apoyando a un presidente negacionista del cambio climático. Lo de Elon no hay por dónde cogerlo.

No parece que la conquista del cosmos vaya a estar precisamente inspirada en los nobles principios e ideales humanitarios, científicos y de respeto al medio ambiente. Al contrario, si Trump le encarga a Elon que abra un vertedero nuclear en Plutón, lo hará sin problema. Preparémonos pues para proyectos que en los próximos años seguirán contaminando planetas y satélites. No en vano, toda esa basura espacial que van dejando tras de sí los space cowboys, los ricachos y neocons republicanos, ya se está volviendo contra nosotros mismos. Hace solo unos días, una de las naves de Musk saltaba por los aires y entraba en la atmósfera terrestre, desperdigando restos por todas partes. Los trozos de los locos cacharros de Elon llegaron hasta las Islas Turcas, en el Caribe, y aunque por suerte no hubo que lamentar desgracias personales, hasta donde se sabe nadie le ha pedido responsabilidades por poner en riesgo la seguridad de personas, ciudades y propiedades. Con tanta privatización espacial, llegará un día en que no podamos salir a la calle sin que nos caiga encima un trozo de chatarra descontrolada marca SpaceX. Es lo que tiene ser el hombre más rico del mundo: que te dan licencia para hacer lo que te venga en gana.

Todas estas actividades empresariales le han permitido a Elon Musk acumular un patrimonio neto estimado en unos 400.000 millones de dólares, céntimo arriba, céntimo abajo, según la revista Forbes. Está visto que el pasatiempo tonto de los videojuegos ha dado de sí y ha terminado reportándole unos considerables ahorrillos al personaje. A los 31 años, Elon era no solo asquerosamente rico, sino el gran cacique global. En 2019, en plena pandemia, se dedicó a difundir noticias falsas sobre el coronavirus y las más descabelladas teorías de conspiración. Así, llegó a promover la administración de cloroquina como tratamiento contra el covid (una idea sin base científica alguna) y a denunciar que las estadísticas sobre el número de muertos habían sido manipuladas para favorecer los intereses del establishment (como si él mismo no fuese parte de esa casta o élite mundial contra la que arremete demagógicamente).

Pero, sin duda, fue 2022 el gran punto de inflexión en su trepidante biografía, el año en que su mente hizo clic (o crack) para siempre. Por aquellos días, su hijo Xavier Alexander Musk decidió cambiar de sexo y pasar a llamarse Vivian Jenna Wilson. Fue un golpe demasiado duro que nunca llegó a encajar del todo. Del odio teórico pasó al práctico. Bajo su forma de entender el mundo como un cómic infantil, buscó respuestas a lo que él consideró una injusta tragedia y las encontró en forma de enemigos contra los que vengarse. Nadie en su sano juicio se haría nazi por la decisión personal de un hijo de buscar su propio camino para ser feliz. Elon sí. Acusó a la izquierda de lo que estaba pasando en su familia, a las feministas, a las ideologías de género que hablan de múltiples sexualidadesy a la “secta demócrata” que, según los trumpistas, bebe sangre de niños, se inocula vacunas con chips para el control de la mente y adora al Satán Soros. Se hizo radical antisistema, un perro rabioso más al servicio del amo Trump y de su enloquecida “guerra cultural” contra la izquierda, contra la democracia y los derechos humanos. Si las cosas no eran como él creía que debían ser, el mundo entero debía ser dinamitado en un estallido de odio y violencia fascista como no se recordaba desde hacía un siglo. Y a propalar esa bilis se conjuró. Emprendió, como un trumpista más, la batalla sin cuartel contra el lenguaje inclusivo, contra los cuartos de baño unisex y contra los deportistas trans que arrasan en competiciones femeninas. ¿Leyó el Mein Kampf en la intimidad? No se descarta.

En realidad, la deriva ultra de Musk no le llevó a recuperar a su hija. Al contrario, la alejó todavía más de ella. Hace dos años, Vivian rompió relaciones con él y se cambió de nombre y apellido. Además, anunció su intención de marcharse de Estados Unidos, al exilio, tras el triunfo de Donald Trump, un hito que quizá no hubiese sido posible sin el apoyo mediático y financiero de su padre convertido en consejero, asesor y confidente del nuevo ídolo de los populistas. Para una mujer trans, no debe haber nada más insoportable que tener que sufrir la transfobia de las personas más queridas. “Ya no deseo estar relacionada con mi padre biológico de ninguna manera o forma. Lo he pensado mucho tiempo, pero ayer se confirmó. Ya no veo mi futuro en Estados Unidos”, escribió Vivian. Ser hijo de Elon Musk no es fácil. Recientemente se ha sabido que el magnate de Tesla ha dado un nombre extravagante a uno de sus retoños: X Æ A-12. Así se llama el pequeño vástago, fruto de su relación con una cantante canadiense, llamado a heredar el imperio y de paso a cargar con la excentricidad de un padre que debió creer que traer a una persona a este mundo era como fabricar un pequeño robot de Star Wars.

Sin duda, 2022 fue el punto crítico en la existencia de Elon Musk. Sintió que perdió a su hijo (en realidad no supo ver que ganaba una hija) y casi al mismo tiempo decidió probarse en el negocio de la comunicación para dar rienda suelta a las ideas más reaccionarias de su mente turbulenta. Compra Twitter por 44.000 millones de dólares y empieza a inundar el mundo de bulos y patrañas conspiracionistas, siempre al servicio del nuevo emperador norteamericano. Fue justo ahí cuando afloró el Musk negrero, el Musk explotador, y si no que se lo pregunten a los cientos de trabajadores a los que despidió sin que le temblara el pulso una hora antes de adquirir la red social, a la que cambió el alegre y simpático logo del pajarito azul por otro algo más siniestro: una X negra que recuerda un tanto a la espeluznante esvástica nazi. Elon ya tenía su juguete favorito, más bien su arma de odio letal con la que incendiar el mundo entre carrera de coche y viaje espacial.

Todo lo malo que puede haber en el ser humano se vomita en la plataforma digital de Elon Musk, donde se celebran auténticos aquelarres fascistas capaces de arruinar la vida de las personas. En X, la desinformación se vive como una fiesta antisistema, millones de bulos por minuto acompañados de siniestras técnicas de propaganda política. El listado de prácticas reaccionarias tendentes a enterrar la verdad es tan largo como preocupante: demonización y deshumanización del adversario político, de las minorías y de todo aquel que se atreva a contradecir la ideología ultra dominante; polarización (fanatización de las masas mediante la repetición de una jerga basada en consignas, conceptos o términos despectivos inventados por la extrema derecha como “feminazi”, “progre”, “socialcomunista”, “buenista”, “paguita”, “plandemia”, “mafia globalista” o “mena”); anticientificismo esotérico (se desprestigia a los científicos y hasta se les persigue con insultos y amenazas de muerte mientras se eleva a la categoría de líder de opinión al vidente, chamán, curandero, charlatán, brujo o tarotista); comportamiento sectario (cuando el amado líder es atacado por un disidente, todo un ejército de acólitos de la red social se lanza en manada contra el agresor); uso de supuestos informes, estadísticas o estudios no contrastados, adulterados o manipulados; revisionismo histórico que falsea los datos del pasado para blanquear regímenes totalitarios; simplificación exagerada de la realidad (recurso a generalidades para explicar asuntos complejos); vídeos falsos y testimonios sacados de contexto; manipulación de movimientos ciudadanos legítimos a los que se fagocita y se integra en la causa fascista; e instauración del “imperio del ignorante”, es decir, la suma de las opiniones de miles de personas no entendidas en una materia determinada acaba teniendo más peso o valor que la versión del experto. Todo ello trufado de mucho odio y de un nuevo nacionalismo tan de moda en nuestros días que arrastra a legiones enteras con soflamas sobre el amor a la patria, la pureza de la sangre, la vuelta a las raíces ancestrales, las tradiciones religiosas, la llamada a la revolución contra supuestas tiranías inexistentes, la invocación a una libertad desvirtuada (generalmente la libertad ultra se alcanza a costa de pisotear los derechos de otros) y la elevación a los altares de un espíritu desobediente y ácrata que invita a no pagar impuestos y a destruir el Estado (véase Javier Milei, el trumpista que triunfa en Argentina). Así no extraña que, tras dos décadas de convivencia con la nueva realidad impuesta por la dictadura de las redes sociales ante la pasividad de los poderes públicos, la democracia haya entrado en un proceso de decadencia y amenace con el colapso total. Ni que decir tiene que detrás de ese caos general está el espíritu burlón Elon, agitador último de la caja de Pandora de la que emergen las desgracias y calamidades del tecnologizado mundo de hoy, ese nuevo ciberfascismo que aún no sabemos hacia dónde nos conduce (aunque seguramente a nada bueno).

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