El mundo de la música electrónica y de los festivales vive una convulsión ética. Mientras Israel prosigue su ofensiva en Gaza con cifras de víctimas civiles que estremecen a la comunidad internacional, la relación entre el fondo de inversión KKR, implicado en la financiación de armamento israelí, y su empresa de eventos Superstruct Entertainment genera una ola de rechazo en artistas y público. Los intentos de la compañía por desligarse de su matriz no logran contener el impacto reputacional.
Superstruct Entertainment ha publicado un comunicado en el que se declara "horrorizada" por el sufrimiento en Gaza y llama al "fin inmediato" del conflicto. Sin embargo, su pretendida neutralidad no ha impedido que decenas de artistas cancelen su participación en festivales como el Sónar de Barcelona, uno de los más emblemáticos de Europa, en protesta por los vínculos financieros del fondo KKR con la industria bélica israelí.
En un tono que suena a manual de crisis reputacional que a una verdadera reflexión política, la empresa asegura que "todos los ingresos y beneficios" de sus festivales se reinvierten en música y que operan con "autonomía" frente a sus propietarios. Este discurso, que intenta revestir al negocio de una inocencia apolítica, omite deliberadamente el hecho de que KKR es accionista mayoritario y toma decisiones estratégicas que van mucho más allá de la logística de un escenario.
KKR: capital de destrucción con envoltorio cultural
Fundado en 1976, el fondo Kohlberg Kravis Roberts (KKR) ha diversificado su portafolio en todo el mundo. Su historial no deja lugar a dudas: beneficios construidos sobre infraestructuras, energía, salud y armamento. Según diversas investigaciones, KKR mantiene posiciones significativas en empresas israelíes vinculadas directamente con el desarrollo tecnológico y militar del Estado hebreo, el mismo que hoy es denunciado por múltiples organismos internacionales por crímenes de guerra en Gaza.
Ante este contexto, la estrategia de Superstruct de escudarse en la "independencia operativa" suena vacía. La cadena de valor del capital no se interrumpe por comunicados: la música no puede ser un salvoconducto para el blanqueo de guerras. Es evidente que, mientras el dinero fluya desde los escenarios hacia las cuentas de los fondos de inversión, la cultura será cómplice involuntaria de estructuras que perpetúan la violencia.
El boicot como resistencia cultural
La reacción de los artistas que han decidido boicotear el Sónar, más de 25 nombres confirmados, marca un precedente poderoso. No se trata sólo de un gesto simbólico. Es una forma de decir que la música no puede seguir bailando sobre los escombros de la impunidad. Que no todo vale. Que la cultura, cuando es consciente, también es política.
La caída de máscaras en este tipo de conglomerados culturales demuestra hasta qué punto el entretenimiento global ha sido capturado por intereses ajenos a su esencia. La banalización de la guerra mediante el espectáculo debe ser denunciada con la misma contundencia con la que se condena el uso de bombas sobre civiles.
Superstruct puede seguir hablando de "experiencias que unen", pero mientras su estructura financiera esté contaminada por el capital de la destrucción, cada beat será también un eco del sufrimiento. Y eso, cada vez más, resuena con fuerza en quienes no están dispuestos a ser cómplices.