Así vendió Austria su alma al diablo

El grado de colaboracionismo de Austria con los nazis antes y después de la anexión del país por los alemanes, en 1938, es uno de los episodios más vergonzosos en la historia del continente europeo

08 de Enero de 2025
Actualizado el 13 de enero
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Hitler en el funeral de Pildsuski en Berlin.
Hitler en el funeral de Pildsuski en Berlin.

Mucho antes de que Austria fuera anexionada por los nazis, en 1938, los nazis ya se habían organizado en este país y conspiraban abiertamente contra el Estado austriaco y sus instituciones democráticas sin desdeñar la violencia política contra sus adversarios. Mientras Hitler amenazaba abiertamente con ocupar Austria, ya que para los nazis era parte del “espacio vital” de Alemania y no era considerada una nación con su propia identidad cultural, los fascistas austriacos asesinaban sin piedad e impunemente a sus oponentes -por ejemplo, el canciller austriaco Engelbert Dollfuss fue asesinado por los nazis tras un fallido golpe de Estado-. Austria, en el pensamiento nauseabundo de los nazis, era una parte irrenunciable del Tercer Reich  que sería construido a sangre y fuego por Hitler y destinado a durar más de “mil años”. Pero, por suerte para el mundo, iba a ser que no.

La anexión de Austria por Viena, vista como una tragedia por algunos y como una gran fiesta de la reunificación por la gran mayoría de los austriacos, fue el comienzo del proyecto expansionista nazi, el punto de inflexión que dio paso de la retórica a la acción brutal. El 12 de marzo de 1938, las tropas alemanas, tras una serie de amenazas a las abandonadas y derrotadas autoridades austriacas, cruzaron la frontera austriaca y completaron el Anschluss (anexión en alemán). Nadie movió un dedo por Austria y se consumó un hecho atroz.

La locura se apoderó del país y la emoción por ver entrar triunfantes a los nuevos amos de Austria embargó a casi todos los austriacos."¡De la noche a la mañana! Todo sucedió de la noche a la mañana", así definía la entrada de los nazis en Viena una testigo de excepción, Erika, judía vienesa al cien por cien. Unos días después de la entrada de las tropas alemanas y con todo el país ya sometido, el 15 de marzo de 1938, entraba en la capital austriaca, Viena, un triunfante Adolfo Hitler al frente de sus tropas y hordas, siendo recibido, en un ambiente eufórico y henchido de patriotismo, por el populacho vienés y aclamado en todos los lugares por donde pasaba con euforia, emoción y alegría. El cardenal de Viena, Theodor Innitzer, llevado por el éxtasis que le produjo la triunfante entrada de los SS, con sus uniformes negros y sus escudos con la calavera, hizo repicar las campanas de todas las iglesias de la ciudad a modo de saludo al nuevo orden en él que ya no cabían ni los judíos ni lo demás “subhumanos”, se supone que “gracias a Dios”.

En aquellas jornadas de marzo de 1938, caracterizadas por la emoción desbordada de la muchachada nazi en las calles, los judíos conocerían en sus carnes el escarnio, la persecución  y la humillación pública de los que, en definitiva, eran sus captores. Siguiendo con su tradición antisemita y pronazi, la Iglesia católica austríaca se puso a los pies del nuevo régimen hitleriano, tal como había hecho en Alemania y de alguna forma en la Italia fascista, aceptando el cáliz del oprobio y perdiendo su dignidad humana.

Histeria nacionalista

El clima, en esos momentos cruciales, era de un histerismo nacionalista nunca visto.“Los ensordecedores acordes de una plegaria nacional”, fue lo que escuchó Joseph Goebbels cuando comentaba en directo por la radio alemana la entrada triunfal del austríaco Adolf Hitler en la capital austríaca: “De este modo, ha llegado la redención a los interminables tormentos del pueblo alemán en Austria”, aseguraba el máximo propagandista nazi. Más tarde, después de aquella romántica descripción cargada de falso victimismo, el Führer y canciller del Reich alemán ascendió como un semidiós al balcón ornado de columnas del palacio de Neue Hofburg. Y en la gigantesca plaza de los Héroes, en un momento de gran emoción y candor nacionalista, 300.000 vieneses se agolpaban para gritar juntos el frenético aullido de “¡Sieg Heil!”. Comenzaba una nueva era y Hitler había cumplido con su secreta misión de sumar a Austria a su delirante proyecto de sangre, muerte y dolor compartido a partir de ese momento. Todo tenía un aire de tragedia griega, como esas que inspiraban a su amado Richard Wagner en sus delirantes obras.

Muy pronto, como después pasaría en otros territorios ocupados por los nazis, los colaboracionistas, los felones y los oportunistas se codearían con los altos jerarcas nazis y los antiguos criminales que habían contribuido a dinamitar la democracia austriaca y poner bajo la bota nazi al país. El clímax, en esos momentos cruciales, era de un  entusiasmo macabro, casi fúnebre, como el preludio de un cataclismo que se intuye cercano pero que todavía no se ha consumado.

Ese ambiente sórdido, como prólogo que ya anunciaba lo que estaba por venir, se apoderó de toda Austria y en Viena, llevados por la emoción de la triunfante entrada de su Führer, miles de vieneses, con porras y palos, obligarían a los judíos a limpiar las calles de la ciudad en unas imágenes que todavía insultan a la humanidad y al alma austriaca. “Agradecemos al Führer que por fin haya dado trabajo a los judíos”, gritaba la chusma envalentonada que actuaba ayudada por la Gestapo y los camisas pardas. El 23 de marzo de 1938, el corresponsal del New York Times en Viena escribía:“En las primeras dos semanas, los nacionalsocialistas han conseguido aquí someter a los judíos a un trato de mayor dureza de lo que habría sido posible en Alemania en el curso de varios años”.

“La euforia popular por Hitler, el nacionalsocialismo y la unificación con Alemania  estaban emparejados con el odio  y la violencia contra los judíos, que sobrepasó a cualquier manifestación pública sucedida en Alemania hasta esa fecha. La mayoría de los 191.000 judíos austríacos vivía en Viena y representaba el 10% de esta ciudad. Después de Varsovia y Budapest, los judíos vieneses constituían la tercera comunidad de Europa. Sin embargo, las cifras poco importaban. Los SA y otros nazis los arrojaron a las calles para que limpiaran las letrinas de los cuarteles y fregaran las aceras con sus manos desnudas y, a veces, simplemente por “diversión” con sus propios cepillos de dientes y ropa interior”, escribieron sobre estos sucesos los autores Deborah Dwork y Jan van Pelt en su monumental obra El Holocausto: una historia.

Entre nazis, obispos, genocidas y colaboracionistas

Austria fue, sin duda, uno de los países que más siniestros personajes aportó a la historia del nazismo, su lista rebasaría los límites de este trabajo y, por tanto, nos vamos a centrar solamente en algunos de los más sobresalientes “carniceros”. Uno de ellos es, sin duda, el aristocrático general Otto Gustav von Wächter, procedente de la rancia nobleza vienesa, y quien tuvo  a su cargo las gobernaciones de Cracovia y de Galitzia entre 1939 y 1944. Muy vinculado con  Heinrich Himmler, presumiendo de su amistad en sus círculos más cercanos, era una persona fría, despiadada, inhumana y sin sentimientos. Se calcula que mandó a eliminar a más de medio millón judíos. Murió protegido por el Vaticano de ictericia en un hospital de la capital italiana, Roma, y nunca se arrepintió de sus crímenes.

La historia de este criminal está muy ligada a uno de los personajes más deleznables de Segunda Guerra Mundial, el obispo austriaco Alois Hudal, autor de un libro titulado  Los fundamentos del nacionalsocialismo,  en el que trata de encontrar un compromiso entre el catolicismo y la visión "cristiana" y "conservadora" del nazismo. Furibundo antisemita y admirador de Hitler, fue, junto con una buena parte de los obispos austriacos, uno de que los recibió con los brazos abiertos la llegada y ocupación por los nazis de su país. Hombre de confianza del Pio XII durante toda la guerra y amigo de varios líderes y genocidas nazis, el obispo Hudal es también conocido porque tras la guerra ayudó, desde su puesto como rector del Colegio Santa Maria dell’Anima de Roma,  a escapar a decenas de nazis, falsificando incluso documentos, pasaportes y credenciales oficiales. Entre sus protegidos destacamos a Adolf Eichmann, Gustav Wagner, Alois Brunner, Erich Priebke, Eduard Roschmann, Franz Stangl, Walter Rauff, Aribert Heim, Josef Schwammberger, Herberts Cukurs y Josef Mengele. Al ya citado general Wachter le dio refugio, entre 1946 y 1949, en la institución educativa que dirigía con la complacencia de las autoridades vaticanas, incluido el Santo Padre. Qué tropa.

Otro genocida en estos ambientes austriacos fue el oficial del ejército Kurt Walheim, cuya historia es realmente singular y me atrevería a decir que increíble. Este oficial del ejército alemán de origen austriaco tuvo una vez su oficina muy cerca del campo de concentración Jasenovac, en 1942, y, como buen nacionalsocialista, no se enteró de nada ni escuchó tampoco a nadie hablar de tan siniestro lugar. Como todos, no sabía nada y solamente cumplía órdenes; pero en ese campo, casualmente, fueron asesinados unos 800.000 judíos, serbios, gitanos bosnios y partisanos, entre otros grupos. Walheim era un niño bien de Viena, nacido en 1918 en la capital austríaca en una familia de clase acomodada que prefirió adaptarse, tras la anexión de Austria por Hitler, a los nuevos tiempos y aceptar, sin titubear, el nuevo orden nazi. Walheim  ocultaría durante toda su vida estos hechos, en una suerte de amnesia colectiva que sufrió toda Austria, y el asunto era solo una breve mancha en su hoja de vida que no le dañaría su carrera política, primero como Secretario General de las Naciones Unidas (1972-1981) y después, ya conocidos estos hechos, como presidente de Austria, entre 1986 y 1992. Los austriacos no tuvieron reparos en elegir a alguien que había tenido posiciones relevantes en la maquinaría genocida nazi, un asunto trivial, claro está, para la mayoría de los austriacos.

Los austriacos fueron muy propensos a colaborar con los nazis, incluso más que otros pueblos ocupados, y se enrolaron por miles en las filas del ejército alemán, pero también en otras organizaciones. Por ejemplo, de los alrededor de 7.000.000 de habitantes de Austria durante la Segunda Guerra Mundial, unos 700.000 pertenecían al partido nazi, el NSDAP, antes de la anexión. En total, un 10% de la población, una cifra asombrosamente alta, sin parangón no sólo en cualquier sociedad democrática sino en la propia Alemania, donde menos personas  porcentualmente estaban afiliadas al partido de Hitler. El grado de colaboracionismo con el nazismo fue extremadamente alto, aunque tras la guerra, en una ejercicio de descarado revisionismo histórico, los austriacos se quisieron presentar como “víctimas” del régimen nazi. Qué realidad tan distinta; queda claro que el cinismo es el refugio de todos los sinvergüenzas.

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