La Comunidad de Madrid destinará medio millón de euros anuales a un nuevo centro para atender a unos 100 hombres al año, en su mayoría víctimas de agresiones sexuales vinculadas al chemsex y la prostitución masculina. A simple vista, parece una ampliación de derechos. Pero bajo la superficie se adivina otra cosa: una operación política cuidadosamente calculada para debilitar las políticas de igualdad, invisibilizar la violencia estructural contra las mujeres y convertir el dolor en un arma de desgaste ideológico.
Que se atienda a hombres víctimas violencia sexual no es, en sí mismo, un problema. Es necesario, legítimo y justo. Pero cuando el gesto viene de una administración que lleva años saboteando sistemáticamente los recursos de atención a mujeres, la sospecha es inevitable.
Ayuso ha convertido la deslegitimación de las políticas de igualdad en un pilar de su agenda. Ha ridiculizado la existencia de violencias estructurales, se ha mofado de conceptos como “patriarcado” o “machismo”, y ha blanqueado discursos reaccionarios que tratan la violencia de género como si fuera un invento ideológico. Ahora, presenta como innovación un centro que atenderá a una fracción mínima de víctimas, mientras miles de mujeres siguen sin acceso digno a recursos básicos.
Las asociaciones especializadas llevan años denunciando lo evidente: falta personal, faltan plazas, faltan psicólogas, faltan recursos habitacionales. Pero para eso no hay portadas ni campañas institucionales. El anuncio del nuevo centro, sin embargo, llega envuelto en una narrativa de falsa equidistancia como si todas las violencias sexuales fuesen iguales, como si no hubiera una violencia que atraviesa generaciones, clases, barrios y cuerpos de manera estructural y masiva.
Borrar lo estructural, disfrazar lo político
El verdadero propósito de esta medida no es solo atender una realidad concreta, sino reposicionar políticamente un discurso. Lo que Ayuso pretende no es ampliar derechos, sino modificar el marco narrativo: quitarle el componente sistémico a la violencia, reducirla a una cuestión individual, y con ello, vaciar de contenido cualquier política que apunte a las causas profundas.
Se intenta instalar una nueva normalidad que dice que la violencia no tiene género, que todas las víctimas son iguales, que no hay estructuras, solo casos aislados. Y es justamente desde ahí desde donde se desactiva el enfoque integral, desde donde se debilita a quienes llevan décadas peleando por justicia, reparación y prevención real.
Mientras se anuncia este centro, las mujeres adultas que salen del sistema de protección para menores siguen enfrentándose a un abismo. La transición a la red pública es irregular, frágil, insuficiente. Las agresiones sexuales siguen aumentando, especialmente entre jóvenes, y las campañas institucionales siguen siendo superficiales, moralistas y desconectadas de cualquier análisis serio.
¿Cuántas mujeres no están recibiendo tratamiento psicológico tras una agresión? ¿Cuántos casos quedan impunes por falta de asistencia jurídica adecuada? ¿Cuántas víctimas viven en silencio por miedo, por vergüenza o por no tener a dónde acudir?
No se puede hablar de avance cuando se invierte más en titulares que en transformar realidades. No se puede hablar de justicia cuando se distribuyen los recursos sin atender a la dimensión del problema. Y no se puede hablar de protección cuando quienes más sufren siguen siendo invisibles para el poder institucional.
Ayuso no repara ni protege: instrumentaliza. Y lo hace con una frialdad preocupante. Su política no busca justicia, sino desarticulación. No pretende sanar, sino disputar el relato. El nuevo centro para hombres víctimas no es el problema: el problema es usarlo como coartada para seguir desmontando los marcos que hacen visible la violencia más extendida y más silenciada.