El ayuntamiento toledano de Quintanar de la Orden, en manos del bifachito PP/Vox, ha retirado de la cartelera el espectáculo Qué difícil es porque aparecen “actores en ropa interior” que “podrían escandalizar al público”. Una vez más, nos encontramos ante un caso flagrante de censura franquista. O sea, la nueva ola de puritanismo gazmoño que nos invade.
Las productoras del show se han quedado a cuadros cuando les han comunicado la suspensión, no se explican lo ocurrido, sobre todo porque más allá de unos personajes en paños menores, que es algo accesorio, se están denunciando temas de tan candente actualidad como el bullying, el suicidio o la diversidad sexual. La acción transcurre en un camerino, donde los protagonistas se están preparando para la representación. Cuatro actores, cuatro espejos. A partir de un suceso inesperado, todos ellos viven un torbellino de emociones, recuerdos y confesiones hasta desnudar sus almas, sus miedos, fobias e ilusiones de pobres mortales. En definitiva, la historia habla del papel que a todos nos toca representar en la vida, la vida como camerino, no como escenario, la vida como espacio íntimo, detrás del telón, donde ocurre todo lo importante.
La obra (no entraremos en su calidad artística, eso lo dejamos para la crítica teatral) se ha representado ya ante más de 3.000 espectadores y hasta ahora ninguno se había quejado ni escandalizado. Solo los censores mojigatos de Quintanar se han sentido ofendiditos, abriendo un auto de fe inquisitorial o caza de brujas más propio de la Edad Media que de una sociedad avanzada del siglo XXI. En Qué difícil es no hay nada obsceno ni guarro. No hay pornografía ni ningún tipo de imágenes irreverentes, ofensivas, desagradables o blasfemas. La suciedad está, una vez más, en la mente enferma de quien mira. Lo que hay en esta comedia de nuestro tiempo no es ni más ni menos que cuatro señores estupendos en bañador, cuatro mazaos de cuerpos bien tallados que ni salidos del cincel de Fidias, cuatro Apolos escultóricos trabajados en el gimnasio, que es donde la juventud de hoy socializa. Y quizá sea ahí donde esté la clave de todo este escabroso asunto, ya que los correctores de la moral sin duda han debido mirarse en el espejo, contemplándose el cuerpo escombro que Dios les ha dado, y han sentido algo de envidia insana.
Entre los que han tomado la decisión de dar por clausurada la función seguro que hay más de un infeliz o frustrado y más de una señora bien (como la gran Piluchi de El Intermedio interpretada por Cristina Gallego) que vive una sexualidad tumultuosa pero reprimida, de rosario y alcoba con crucifijo en la pared, en un silencio monástico de rancio alcanfor. El moralizador ultra nace siempre de un complejo freudiano no resuelto, de un trauma infantil soterrado. Unos no han salido del armario cuando llevan toda la vida deseando hacerlo, otros tienen miedo al sexo que nadie les explicó y la mayoría se ven como inferiores, poca cosa o acomplejados. Con el tiempo, esa psique disfuncional se va pudriendo por dentro, como las aguas de un pantano cenagoso, y emerge el trastorno, casi siempre en forma de odio al diferente.
Si cada vez que aparece un actor desnudo en escena hay que prohibir el espectáculo (y no es el caso, ya que los cuatro personajes de la polémica obra censurada van en bañador, o sea vestidos en lo esencial), el arte, máxima expresión de la inteligencia y la sensibilidad humanas, está condenado a su desaparición. Habrá que ponerle una hoja de parra o taparrabos al David de Miguel Ángel, como quiere hacer Ron DeSantis, el duro gobernador de Miami, y nos cargaremos siglos de Renacimiento. Habrá que vestir a la libertina Maja de Goya, símbolo de una mujer emancipada en una época oscura de represión absolutista; y habrá que cubrirle el culo al Aquiles de Brad Pitt en Troya, un trasero glorioso, hercúleo y mítico que en sí mismo ya es una pieza digna del Museo de Atenas porque está al alcance de muy pocos hombres. No olvidemos que para los atletas de la Grecia Clásica, tener un cuerpazo era motivo de orgullo y síntoma de buena salud.
El arte es, ante todo, sinceridad, y si una obra teatral, para denunciar una situación social determinada, exige la presencia en el escenario de unos señores en slip ocean, en tanga leopardesco o en gayumbos, porque así lo exige el guion, pues hágase. Detrás de un desnudo hay toda una retórica que pone al descubierto los valores sociales, estéticos y morales de una época. El desnudo es simplemente una cuestión cultural e histórica, el resultado de siglos de imposición religiosa, y ahí están las tribus de los dani, en Papúa, que siguen completamente en pelotas, como dios los trajo al mundo y sin ninguna vergüenza. Eso sí que es libertad, y no la milonga que vende Ayuso.
Los cuatro actores de esta gala cancelada por PP/Vox aparecen en calzoncillos porque así es la vida, y el teatro, como el arte en general, no es más que una representación del mundo. Si fuesen médicos irían con bata blanca. Si fuesen jueces, con la toga. Y si fuesen toreros, vestidos de luces. Para “pocas luces”, las que han tenido los censores franquistas a la hora de prohibir algo que ni siquiera han visto, tal como denuncian las productoras del espectáculo. Aunque bien mirado, y teniendo en cuenta el estrecho volumen del cerebro de estos individuos, ver la función no les habría servido de mucho. Seguramente no la habrían entendido. Qué difícil es aguantar a esta gente.