España se seca y nos da igual

02 de Febrero de 2024
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sequía

Hoy no hablaremos de la cantinela política habitual ni de la estupidez de nuestros gobernantes, sino de algo mucho más importante, serio y grave que no suele ocupar las portadas de los periódicos: España se seca. Sabemos que, después de esta columna, la “fachosfera” nos tachará de apocalípticos, de voceros de la izquierda woke y de castastrofistas ecologetas. No nos importa, nos da igual. Rompamos durante cinco minutos la malla de ficción que nos envuelve, la burbuja mediática en la que nos han instalado, y abramos los ojos a la cruda realidad, a la trágica verdad, que no es otra que el drama cósmico de la destrucción del planeta que ya ha comenzado.

Hoy por hoy, el mayor problema al que nos enfrentamos no es el separatismo catalán, ni el paro, ni la quiebra de la Justicia, ni la corrupción, ni siquiera la ruina de nuestra Sanidad pública, que está hecha unos zorros. El gran marrón que nos ha caído encima, sin que hayamos tomado plena conciencia aún, es el cambio climático. En algunas regiones como Cataluña empiezan a comprobarlo en sus propias carnes. A la fuerza ahorcan. La Generalitat ha declarado el estado de emergencia por sequía en las cuatro provincias, cuyos habitantes (seis millones de personas), sufren los rigores de la restricción y los cortes de agua. En los próximos días, los catalanes abrirán el grifo y constatarán con estupor que ya no sale el líquido elemento de forma abundante, gratuita y sin control como siempre. El Govern piensa limitar el consumo a 200 litros diarios por habitante, una cantidad que a muchos inconscientes sin remedio todavía les parecerá suficiente para seguir despilfarrando un poco más. Nunca aprenderán que el agua es más valiosa que el petróleo.

El peor escenario se ha hecho realidad y todo aquel que piense que se va a librar solo porque viva lejos de Cataluña, en una región fresca y lluviosa, está muy equivocado. La pertinaz sequía no es una maldición bíblica lanzada por el Altísimo como castigo contra los catalanes por haber sido malos españoles, como pueden llegar a creer las beatas, mojigatos y meapilas que estos días rezan piadosamente el rosario frente a la sede de Ferraz. El fenómeno del cambio climático es global, progresivo, degenerativo, y el planeta se calentará paulatinamente, de modo que los episodios cíclicos de falta de agua serán cada vez más frecuentes y agudos. Hoy es Cataluña la que se muere de sed, mañana será Andalucía, Valencia o Murcia. Ninguna zona del país quedará a salvo. Más tarde o más temprano, la lacra nos alcanzará a todos, y todos tendremos que acostumbrarnos a la dura vida de la austeridad hídrica. A oler peor porque la ducha dará para un lavado de gato y poco más; a soltar un aliento algo más fétido porque no podremos cepillarnos los dientes después de cada comida; a abandonar la rutina de los dos litros al día para mantenernos jóvenes y delgados. A cocinar en seco como en las economías de posguerra, o sea, patata cruda y a freír huevos con saliva (sin aceite de oliva porque no habrá). Y cuando menos lo esperemos, y sin que nos hayamos dado ni cuenta, habremos dejado de ser opulentos occidentales para convertirnos en seres medievales pestilentes y de largas greñas, como aquellos que marchaban a las Cruzadas y volvían peleados no solo con los infieles sarracenos, sino con la higiene.

Hemos vivido demasiado tiempo de espaldas a la realidad. Todos hemos sido negacionistas, unos por acción, como los más activos y agrupados en partidos ultras (ahí está el cuñado populista de VoxJuan García Gallardo, para quien las políticas climáticas son “una auténtica estafa y están arruinando a los agricultores de nuestra región”); otros por omisión, la inmensa mayoría de nosotros que hace tiempo nos liamos la manta a la cabeza, cruzando los dedos para que el Armagedón pasara de largo y pillara a los que vienen por detrás. Unos y otros hemos vivido autoengañados, o nos han engañado otros con polémicas artificiales y estériles, como el maldito procés que nos ha tenido obnubilados, entretenidos, confundidos, mientras el calor aumentaba varios grados cada verano y pronto veremos ranas con cantimplora, como decía el añorado Chiquito de la Calzada.   

Nos guste o no, queramos aceptarlo o no, ya hemos llegado al punto de no retorno del que advierten los científicos climatólogos. El daño está hecho y es irreversible. Nos hemos cargado el planeta y muy pronto encontrar una nube será noticia a cinco columnas y abrirá los telediarios de la tarde. La sequía en la cuenca mediterránea es solo el principio de la desertización general que viene. Poco a poco irá lloviendo menos en toda la Península Ibérica (cualquiera que conozca a un asturiano o a un gallego le dirá que allí las precipitaciones ya no son tan intensas como hace veinte años) y a lo largo de este siglo el mapa de España se transformará en un inmenso y triste manchurrón color ocre. El informe del Grupo de Trabajo del Panel Internacional sobre Cambio Climático ya ponía los pelos de punta en 2022. La falta de agua arruinará la agricultura, se agotarán los acuíferos, se desecarán ríos y lagos y se alterarán irreversiblemente los ecosistemas animales y vegetales. Para entonces más de siete millones de españoles vivirán como viven hoy millones de africanos: caminando hasta el camión cisterna más cercano para llenar una garrafita, colocársela en la cabeza y hacer el camino de vuelta a través de la jungla de asfalto. Todo ello mientras un tomate –ese producto que Pedro Sánchez defiende como “imbatible” frente a las acusaciones de “incomible” de Ségolène Royal–, será una delicatessen solo para ricos.

Podríamos intentar frenar este sindiós, detener el disparatado carrusel de consumismo, derroche y prodigalidad en el que hemos estado viviendo desde que aquel inglés inventó la máquina de vapor, dando el pistoletazo de salida a la primera enloquecida revolución industrial. Podríamos intentar construir desaladoras, regenerar el agua potable, firmar un gran pacto nacional por el agua (casi un imposible, los trumpistas hispanos de hoy están por la ruptura, no por el consenso), acabar con las macrogranjas, proteger los pocos acuíferos que van quedando y reconvertir nuestros cultivos de regadío en secano para hacerlos más sostenibles. No nos engañemos, no lo haremos. Nadie quiere renunciar al placentero modo de vida de desenfrenado consumo en el que nos hemos instalado. De nada servirá que los científicos sigan alertándonos de que, o paramos ya, o nos vamos todos a la mierda. Nunca cambiaremos. Los españoles hemos hecho de la guerra del agua un deporte nacional. La Segunda República soñó con caudalosos trasvases, Franco hizo pantanos en cada pueblo, en la Transición volvió la contienda, Aznar no se atrevió a construir el famoso tubo desde el Ebro y a Zapatero le montaron una gordísima con manifestaciones domingueras cada fin de semana. “Agua para todos”, decían las pancartas de la derecha. A este paso, el lema será agua para nadie. Ya se ven los curas y las monjas saliendo en rogativa e implorando el milagro de la lluvia. No tenemos solución.

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