Setenta años después de que fueran sustraídas del patrimonio común para engrosar el botín del franquismo, las figuras de Abraham e Isaac esculpidas por el Maestro Mateo regresarán a Santiago de Compostela. La familia Franco, arrinconada judicialmente, ha anunciado que acatará el fallo del Tribunal Supremo que les obliga a devolverlas. No es un acto de generosidad, sino la prueba definitiva de que ni el expolio más blindado por el poder puede resistir para siempre la verdad y la justicia.
La historia de los Franco es, en buena parte, la historia del saqueo impune. No contentos con enriquecerse a costa de una dictadura feroz, amparados en el silencio forzado de un país sometido, su legado se ha sostenido durante décadas sobre los pilares de la apropiación indebida y la tergiversación histórica. Las esculturas del Maestro Mateo, dos figuras del siglo XII que formaban parte del sagrado Pórtico de la Gloria, fueron durante años tratadas por esta familia como parte de su decoración privada, como si fueran simples adornos de jardín en el Pazo de Meirás.
No lo eran. Eran, y son, patrimonio cultural irrenunciable de todos los gallegos, de todos los españoles, y sobre todo de la historia artística y espiritual de Compostela. Que estas piezas hayan estado durante tanto tiempo secuestradas tras los muros de una propiedad también usurpada al pueblo, el Pazo de Meirás, habla del grado de impunidad con el que ha operado esta familia durante generaciones.
Ahora, tras una sentencia firme del Tribunal Supremo, no les ha quedado otra que claudicar. A regañadientes, claro, con una carta que más que reconocer la legitimidad del fallo busca lavarse la cara y evitar el bochorno del embargo judicial. Pero el daño ya está hecho, y el relato que esto deja es claro: los Franco no devuelven, son obligados a rendirse.
La alcaldesa de Santiago, Goretti Sanmartín, lo ha expresado con la dignidad que merece el momento: es un día grande. No porque los Franco hayan hecho lo correcto, que no lo han hecho por voluntad, sino porque se ha recuperado algo que nunca debió ser arrebatado. Porque cada pieza robada que regresa es un paso más en la restauración de la memoria, en la dignificación del pasado y en la derrota, una vez más, del franquismo simbólico que aún sigue presente en demasiados rincones.
A partir de ahora, las esculturas tendrán que ser protegidas, restauradas y ubicadas en un lugar donde puedan ser vistas, comprendidas y contextualizadas. Y también denunciadas, en tanto que símbolos de un saqueo cultural que se extendió durante décadas. Que se entienda que no fueron vendidas ni donadas: fueron robadas.
Lo más preocupante no es que los herederos del dictador se aferren a lo que no les pertenece. Lo verdaderamente escandaloso es que haya hecho falta medio siglo y varias batallas judiciales para que el Estado de Derecho les recordara algo tan básico como esto: el arte no se hereda como si fuera un abrigo viejo. El patrimonio es de todos. Y lo que es del pueblo, el pueblo lo recupera.