La violencia machista contra las mujeres en política

Las mujeres en cargos públicos enfrentan formas de agresión que van más allá del debate democrático

25 de Mayo de 2025
Actualizado el 26 de mayo
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La violencia machista contra las mujeres en política

En España, ser mujer y tener voz en la política sigue siendo, para muchas, un acto de coraje. Aunque la representación femenina en cargos públicos ha avanzado significativamente en los últimos años, la violencia machista ha encontrado nuevas formas de reproducirse y de intensificarse. Hoy, no se limita al paternalismo institucional o al techo de cristal: se ha vuelto explícita, descarnada, y profundamente misógina.

Las mujeres que ocupan cargos públicos, especialmente si son visibles, si deciden, si incomodan, son blanco de una violencia que no tiene nada de política: es sexual, degradante y deshumanizadora. En los últimos días, se han publicado en redes sociales mensajes dirigidos a la ministra Pilar Alegría como “puta del montón”, “muñeca hinchable”, “golfa sin escrúpulos” o “la más prostituta de todas”. No son simples insultos: son ataques diseñados para anular su legitimidad, reducirla a un cuerpo, y recordarle que, para ciertos sectores, una mujer con poder sigue siendo una ofensa personal.

Estos ataques no son errores individuales ni deslices del lenguaje. Son el reflejo de un sistema político y social que tolera el odio hacia las mujeres cuando estas ocupan espacios que el patriarcado aún considera propios. Nadie llama “muñeco hinchable” a un ministro. Nadie pone en duda si un hombre ha llegado al poder “de rodillas”. La violencia sexualizada que sufren muchas mujeres políticas es tan específica como su objetivo: humillar, sexualizar, animalizar, expulsar.

El problema no es solo la existencia de estos mensajes, sino el entorno que los permite, los comparte y los replica. Medios que los difunden sin condenarlos, partidos que miran hacia otro lado, y una opinión pública que a menudo relativiza este tipo de violencia bajo la excusa de la “libertad de expresión” o la “dureza del debate político”.

Pero no se trata de debate. Es misoginia. Y tiene consecuencias. Cada mujer que recibe estos insultos no solo carga con una agresión personal: es convertida en símbolo para que otras lo piensen dos veces antes de hablar, antes de entrar, antes de quedarse.

En los partidos políticos, muchas mujeres continúan enfrentándose a estructuras internas que toleran, cuando no legitiman, este tipo de ataques. Algunas deben negociar su carrera en un entorno donde las decisiones clave se toman entre hombres, en pasillos cerrados y con códigos que no las incluyen. Otras, las más expuestas, conviven con una violencia psicológica sostenida, con amenazas, con deshumanización diaria, mientras cumplen con sus funciones públicas bajo la lupa de un país que aún juzga el liderazgo femenino como anomalía.

Y mientras tanto, hay quien sigue preguntando si la paridad es necesaria.

Cuando una mujer alza la voz, se activa el odio

No basta con que haya mujeres en el poder. Hay que preguntarse en qué condiciones están, cuánto silencio les cuesta cada palabra, cuánta dignidad han tenido que blindar para soportar un entorno que permite, sin consecuencias reales, que se las llame "hijas de puta", "golfas", o "prostitutas" desde cuentas públicas, en medios, en comentarios, en parlamentos.

Este odio no es inevitable. Es estructural. Y por tanto, es político. Es el espejo de una sociedad que aún no ha hecho su duelo con el privilegio masculino, y que se revuelve con violencia ante cada avance de las mujeres.

La democracia española no puede seguir tolerando esta brutalidad. No es una cuestión de ideología, ni de debate, ni de estrategia electoral. Es una cuestión de dignidad, de justicia, y de seguridad. El derecho de las mujeres a estar, hablar y decidir no puede depender de su capacidad para aguantar la violencia. Porque si ocupar el poder supone, para una mujer, ser tratada como basura, el problema no es ella. Es el país.

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