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De Prada se equivoca esta vez

01 de Julio de 2024
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JuanManuelDePrada Planeta

En su último artículo en ABC “El paripé del consenso”, el escritor Juan Manuel de Prada carga contra el pacto PSOE-PP para el reparto de los cargos del Consejo General del Poder Judicial. Como ha sucedido en otras ocasiones, aunque en esta tampoco es que se haya insistido mucho en ello, se ha hablado del necesario consenso entre los dos grandes partidos para resolver los problemas de Estado. Aunque en realidad, como afirma el escritor, esto no sea más que un cambalache entre dos para repartirse el botín.

«El consenso político no tiene otro fin sino el control del poder y su reparto por turnos entre los negociados de derechas e izquierdas» expresa De Prada. Y tiene razón respecto a lo que en España se llama consenso pero no a lo que el consenso es. Sin recurrir al consenso superpuesto de John Rawls, que no deja de ser un idealismo filosófico, el consenso en sí no tiene por qué ser una añagaza para el reparto del poder entre dos o tres grupos. Comúmente consensuar es acordar algo cediendo cada parte en algún aspecto y eso es lo que han hecho PP y PSOE, ceder en algo porque de ser por cualquiera de las dos partes (podrían poner otros partidos y sería lo mismo) querrían tener todo el poder para su uso y disfrute. Pero políticamente consensuar es algo bien distinto y no relativo a las oligarquías. De hecho, en España, el mitologema consensual es prácticamente algo de este mismo siglo.

Esto último es algo que desprecia De Prada en su análisis y que tiene, en realidad, una importancia mayor de lo que se piensa. Escribe: «Este cambalache que garantiza a las dos facciones en liza jueces cipayos nos vuelve a probar -por enésima vez- que el “consenso político” instaurado por el Régimen del 78 tiene como misión primordial la disolución del consenso social». No es correcta la apreciación del orondo escritor porque el “consenso” no ha sido instaurado por el Régimen del 78, aunque haya sido instaurado en el régimen. Tampoco es correcto que ello disuelva el consenso social. Hay que verlo por partes.

¿Hubo consenso para la instauración de la democracia de 1978? Sí. ¿Tiene algo que ver con el mitologema inventado por políticos posteriores? No, nada que ver. Para llegar al consenso, como así se le llamó en aquellos años, en España hubo una situación de debate y discusión que nada tiene que ver con el mitologema consensual. Ya a finales del franquismo había debate, en algunos casos soterrado, en otros más público. Se debatía sobre democracia y posibilidades del nuevo régimen en la HOAC, en las Hermandades del Trabajo, en los cuarteles de invierno del Opus, las gentes del grupo Tácito, en los sindicatos existentes, en las reuniones clandestinas de partidos, en los clubes liberales, en las asociaciones de vecinos, en las redacciones de periódicos… Cuando cayó el dictador, todo esto se hizo más público y los medios de comunicación comenzaron a publicitar todo.

Hasta el momento no se ha encontrado un sistema donde, ante grandes magnitudes de ciudadanos, no haya necesidad de partidos políticos —cuestión bien distinta es que se puedan poner límites y fórmulas mixtas— y en aquel momento los partidos tomaron parte muy destacada del debate. Se erigieron en portavoces y correas de transmisión, en muchas ocasiones, de unas posiciones u otras mientras los periódicos y las editoriales publicaban artículos y libros donde se recogían todas las posiciones sociopolíticas posibles. Todas, hasta las más extrañas tuvieron su momento o pedazo de espacio. Luego llegarían los Pactos de la Moncloa, la Constitución y el tiempo del desencanto. El consenso se construyó sobre los hombros de muchísimos seres desconocidos, no entre el bipartidismo.

El mitologema consensual ya es propio del siglo XXI y tuvo su mayor representante en José Luis Rodríguez Zapatero. Para todo quería consenso… sin debate general eso sí. Con la aportación de dos o tres grupos de presión le bastaba para pedir consenso al PP. O a los secesionistas si era para el pacto del Tinell —donde al PP no le podía pedir acuerdo pues pretendía excluirle de la política—. Emponzoñó, como suele hacer con todo, lo que fue el proceso consensual que constituyó el supuesto régimen del 78 —un régimen inexistente tal y como se presenta por quienes eliminan todo debate y posicionamiento crítico— para inventar un mito que sirviese a la casta como elemento que genera lo que bien explica De Prada. Sin ir a los comienzos es complicado situar el análisis en su sitio correcto.

Respecto al consenso social y su disolución, o bien es mito, o bien es un recurso estilístico porque como tal, el consenso social es inexistente. Es posible que haya corrientes subterráneas que muestren ciertas similitudes entre españoles, pensadores o no. Lo que no existe es consenso porque es imposible un debate. Ninguno de los medios más conocidos, ninguno, es capaz de aportar el pluralismo necesario para el debate. Tampoco hay réplicas, ni reuniones serias, de los intelectuales de verdad, se prefiere al doxósofo o al famosillo. Las asociaciones vecinales si existen tan solo están a la búsqueda de subvenciones para su “día de lo que sea”. La Iglesia está casi muerta en su interior. Y los partidos y sindicatos son meras oligarquías que luchan por permanecer en el machito.

No hay disolución de lo que no es. La nada es indisoluble. Salvo que se tome la parte por el todo y se piense que lo que dicen este o aquel valen por todos, pero no, las cosas no son así. Hasta se puede dudar de que las propias personas tengan las ganas de debatir, (in)formarse o constituir algo así como la base para un algo consensual. Lo que hacen los partidos de la sociedad del espectáculo es imposibilitar cualquier reacción crítica. Ante la imposición del mitologema consensual, aplaudido por todos pese a los matices que algunos incluyen, lo que se excluye no es un consenso social sino cualquier tipo de crítica o alternativa factible. Sea o no mediante un consenso social. El sacrosanto consenso es un invento reciente que, además, oculta las miserias de la peor casta que ha tenido este país. Aquel consenso transicional, pese a sus fallos, fue otra cosa.

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