Si el odio fuese un delito, todos estaríamos entre rejas. Convertir al odio en un delito va mucho más allá de vulnerar nuestra la libertad de expresión: atenta contra un sentimiento natural e inherente a todo ser humano.
Dicho esto, hablar de delitos de odio es un despropósito de proporciones bíblicas.
Lo que sí es un delito es la discriminación.
De eso hemos tenido hasta el hartazgo en los últimos años, viendo como los políticos de este país implementaban medidas discriminatorias como el pasaporte COVID, o como, frente a millones de telespectadores, en los medios de comunicación se discriminaba a quienes decidieron no “vacunarse” haciendo uso legítimo de su libertad para no someterse a ningún tratamiento médico contra su voluntad.
Pareciera, pues, que los integrantes de esta fiscalía, fueron las únicas personas que no se enteraron de nada de lo que sucedía, ya que no movieron un solo dedo para denunciar y encarcelar a toda esta bandada de criminales.
Las personas que decidieron no “vacunarse” fueron discriminadas hasta el extremo de que se les impedía entrar en cines, restaurantes, discotecas… ¡e incluso hospitales! Y lo mismo con quienes se negaban a usar mascarillas. Tampoco se les permitía la entrada, ni siquiera en supermercados, pese a que 1) estos utensilios no protegen contra los virus y que, 2), aun de haber existido un nuevo virus contra el que protegerse, sus cifras de mortalidad no superaban a las de la neumonía de toda la vida.
Mientras tanto, en programas de radio y televisión, sujetos como Ana Rosa Quintana o Risto Mejide, promulgaban que los no vacunados fuesen tratados como apestados. En algunas de estas emisiones radiotelevisivas llegó a decirse que, durante las reuniones familiares navideñas, los no vacunados debían de comer en habitaciones y mesas aparte, o incluso no ser invitados a las mismas.
Todo esto en programas de máxima audiencia y con absoluta impunidad frente a la inoperancia de la fiscalía del odio y la DISCRIMINACIÓN, que debiera haber denunciado y encarcelado a todos los políticos y presentadores de televisión que participaron en el aquelarre.
Ante la omisión del deber de esta fiscalía, yo mismo denuncié y promoví campañas de denuncias contra algunos de estos personajes, empezando por la ya mencionada Ana Rosa Quintana. Huelga decir que ninguna de estas denuncias fue admitida a trámite, pese a que los crímenes de estas personas fueron cometidos frente a millones de testigos y son, por tanto, inapelables.
Lo que sí hizo la fiscalía del odio y discriminación a principios del pasado año 2023, es emitir una orden de detención contra mi propia persona, Fernando Vizcaíno Carles, por un presunto delito de “incitación al odio, a la discriminación y a la violencia hacia colectivos minoritarios o vulnerables (mujeres, inmigrantes, muy particularmente aquellos de color, y judíos)”… cuando yo jamás he difundido tales mensajes contra ninguno de estos colectivos y ni siquiera sufro de las taras mentales necesarias para albergar tales formas de odio.
Los propios guardias civiles que procedieron a mi detención, que ni me esposaron ni me metieron en ningún calabozo y me trataron maravillosamente, reconocieron no haber encontrado prueba alguna en mis canales de que yo hubiese difundido los mensajes de los que se me acusaba. Además de que, para mayor despropósito, la base de mi acusación era mi presunta actividad en una serie de grupos de telegram de los que yo no había oído hablar en toda mi vida. Todavía estoy esperando que el juez o fiscal de turno me explique a que vino aquella pantomima.
La orden de mi detención provenía de la fiscalía del odio y la discriminación de Málaga, que es la misma que pide tres años de cárcel para un cura español, el padre Custodio Ballester, por decir en un artículo que “el islam radical quiere destruir la civilización cristiana y arrasar occidente”. Así que no sé si echarme a reír o a llorar. Primero nos venden el cuento de que el atentado del 11-S fue cosa del yihadismo (islamistas radicales) y ahora pretenden meter en la cárcel por delito de odio a quienes se lo creyeron y hablan en consecuencia.
La fiscalía del odio y la discriminación se está utilizando en este país con fines únicamente políticos, como una mera herramienta de persecución e intimidación —propias de toda dictadura que se precie— contra personas como puedo serlo yo mismo, que nos hemos convertido en un grano en el culo para quienes dicen ser nuestros gobernantes y no son más que mercenarios a sueldo de Vanguard; al igual que, lo quieran o no, lo son todos los funcionarios de este país, incluidos jueces y fiscales, que pretendan continuar cobrando sus nóminas a final de mes.
Tampoco pienso cerrar este artículo sin decir que la fiscalía del odio y la discriminación fue creada para proteger el avance de la agenda feminista y globalista. No en vano, según sus apreciaciones, aquí los únicos que incitan al odio, a la discriminación y a la incitación a la violencia, son los de un bando ideológico. Razón por la cual abre investigaciones como la de Cecilia Herrero (concejala de vox en Valencia) por decir “No son migrantes ni inmigrantes; son invasores”, mientras que las hordas feminazis —encubiertas bajo la coartada feminista— pueden decir todas las barbaridades que les venga en gana acerca del colectivo de los hombres con total impunidad. Y que conste que yo siempre defenderé que todo ser humano tiene el derecho de vivir en el lugar del mundo que desee, mientras lo haga de forma respetuosa. Sin embargo, el tema que aquí se está tratando es de la diferente vara de medir que tiene esta fiscalía del odio y la discriminación, con la que ella misma no hace, sino que discriminar y consentir la discriminación hacia ciertos colectivos ideológicos, incluidos los no “vacunados” (tenedlo también en cuenta quienes, a día de hoy, os habéis arrepentido de haberos “vacunado”, que por suerte sois muchísimos).