En las últimas cinco entregas y apoyándonos en un ensayo del neurocientífico francés M. Desmurget (“La fabrique du crétin digital”), hemos analizado diferentes consecuencias dañinas del uso, del abuso y del mal uso de las pantallas. Empezamos poniendo el dedo en la llaga de la orgia digital en la que estamos inmersos para, después, explicitar los efectos perversos de las pantallas sobre los resultados escolares, sobre el desarrollo cognitivo, sobre la salud y sobre esa nueva pandemia de la multitarea.
Como hemos dejado negro sobre blanco, la ubicuidad digital y el consumo de pantallas por parte de las nuevas generaciones es excesiva y está fuera de control. Y las principales víctimas de ellas son el sueño reparador, los intercambios intra- y extrafamiliares, el trabajo escolar, las prácticas deportivas y artísticas, que son la base del completo desarrollo intelectual, emocional y sanitario de los niños, adolescentes y jóvenes.
Si las pantallas son tan nefastas, esto es debido al hecho de que el cerebro humano no está diseñado para un mundo donde está continuamente inundado por un sunami de todo tipo de mensajes y donde se ha producido un gravísimo empobrecimiento y deterioro de las relaciones interpersonales. En estas condiciones, el cerebro no puede funcionar a pleno rendimiento ni desarrollarse “comme il faut”, desperdiciándose así el período de plasticidad del mismo, propia de la niñez y de la adolescencia.
Ante los estragos causados por las pantallas en las nuevas generaciones, no es de recibo el haber adoptado el principio fisiocrático del “laissezfaire, laissez passer” y el resignarse a ello como si fuera una fatalidad. Se puede y se debe resistir, aunque no es fácil nadar a contracorriente. Muchos padres, con alto un estatus socioeconómico y cultural, lo hacen. Entre éstos están, para más inri, los gurús y los ejecutivos de las empresas de las nuevas tecnologías de Silicon Valley, que envían a sus hijos a costosas escuelas o colegios donde las pantallas no tienen cabida y en cuyas casas brillan por sus ausencia. A día de hoy, ninguna investigación demuestra que la privación de pantallas, utilizadas por las nuevas generaciones principalmente con fines lúdicos o de chismorreo, puede conducir a un aislamiento social o a cualquier tipo de trastorno emocional, sino todo lo contrario.
Antídoto contra el abuso y mal uso de las pantallas
Rechazada la actitud de impotencia y del “laissezfaire, laissez passer”, la injerencia activa de padres y de profesores debe propiciar una gestión más razonable y eficiente del tiempo pasado con las pantallas por las nuevas generaciones, para minimizar los efectos negativos. Para ello, basta con que establezcan una serie de reglas de uso de las pantallas. M. Desmurget, en su ensayo, enumera precisamente un decálogo compuesto de 7 normas fundamentales.
Primera regla: antes de los 6 años, nada de pantallas. Hasta esta edad, el niño no tiene necesidad de pantallas. Lo que necesita es que se le hable, que se le cuenten o se le lean historias; necesita jugar, hacer puzles o construir con el Lego, correr, saltar, cantar, dibujar, hacer deporte, etc. Este tipo de actividades contribuye más eficazmente a su desarrollo que cualquier pantalla. Además, el privarlos de pantallas durante los primeros años de vida no tiene ningún impacto negativo ni a corto ni a largo plazo y no los convertirá en disminuidos digitales, sino todo lo contrario.
Segunda regla: de los 6 a los 12 años, 30 minutos; y, a partir de los 12, una hora, como máximo, dedicada a las pantallas. Con estos tiempos de consumo, el uso de las pantallas no tiene efectos negativos destacables o son tan débiles o pequeños que son tolerables.
Tercera regla: ninguna pantalla en la habitación. En este lugar, las pantallas tienen un impacto muy desfavorable. En efecto, aumentan el tiempo de uso, en detrimento del sueño reparador y favorecen el acceso a contenidos inadecuados. De ahí que la habitación deba ser un lugar libre de pantallas.
Cuarta regla: evitar los contenidos inadecuados (violencia, sexo, tabaquismo, alcoholismo, etc.). Estos contenidos son prescriptores de normas de conducta y producen un efecto profundo sobre la manera en que los niños y los adolescentes perciben el mundo.
Quinta regla: nada de pantallas antes de ir a la escuela. Según los neurocientíficos, los contenidos estimulantes mañaneros agotan sus capacidades intelectuales y dificultan el rendimiento escolar. Por eso, durante el desayuno, hay que escucharlos, hablarles,...
Sexta regla: nada de pantallas por la noche, antes de ir a dormir. Por la noche, las pantallas afectan muy negativamente tanto la duración (uno se acuesta más tarde), como la calidad (se duerme peor) del sueño. En efecto, los contenidos estimulantes son muy perturbadores para el sueño. Por eso, habría que desconectar las pantallas, al menos, 1:30 antes de ir a dormir.
Séptima regla: utilizar sólo una pantalla al mismo tiempo. Así se evitará la multitarea, que no se adapta a la fisiología del cerebro. En efecto, las multipantallas favorecen la distracción y hacen que el cerebro sea menos competitivo y rinda menos. Y además, las pantallas no deben estar al alcance durante las comidas, los deberes escolares y las conversaciones familiares.
Menos pantallas y más vida real
La pandemia de las pantallas es una realidad y va cada vez a más. Todo parece indicar que las nuevas y las viejas generaciones no son nada sin las pantallas. Están siempre pegados a ellas. Por eso, se les podría aplicar la descripción que hizo Quevedo de Góngora en el primer verso del soneto “A una nariz”, que reza así: “Érase un hombre a una nariz pegado”. El “homo numericus” o el mal llamado “digital native” es también un hombre a una pantalla pegado.
Ahora bien, los efectos perversos de las pantallas tienen remedio. Para ello, padres y profesores, debidamente informados y formados, tienen que tomar este toro por los cuernos y aplicar el decálogo de 7 reglas esenciales, propuesto por M. Desmurget. Y, sobre todo, deben predicar con el ejemplo. Sólo así podremos librarnos de la huxleyana “dictadura perfecta” de las pantallas: “una prisión sin muros, cuyos prisioneros no pensarían en evadirse. Un sistema de esclavitud en el que, gracias al consumo y a la diversión, a los esclavos les gustaría su esclavitud”.