Aranceles: un foco de conflicto entre naciones a lo largo de la historia

Desde el antiguo Egipto hasta nuestros días, los gobernantes se han parapetado tras medidas proteccionistas como forma de mantener el poder

06 de Abril de 2025
Actualizado el 07 de abril
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La Ley Smoot Hawley sobre aranceles, que convirtió una recesión en una Gran Depresión en 1930, pasó a la historia de la economía
La Ley Smoot Hawley sobre aranceles, que convirtió una recesión en una Gran Depresión en 1930, pasó a la historia de la economía

Los aranceles de Trump suponen una vuelta al pasado, quizá al siglo XIX, según explican historiadores y analistas políticos. Sin embargo, el arancel es algo tan viejo como el propio ser humano. Ya en el antiguo Egipto, los funcionarios de los faraones gravaban las mercancías que cruzaban sus territorios para financiar el Estado y regular el comercio. Y en la Grecia clásica, Atenas imponía un impuesto del 2% sobre bienes importados como el grano, con el doble propósito de recaudar fondos y proteger a los productores locales.

Durante la Edad Media, los aranceles se consolidaron como una fuente esencial de ingresos para reinos y ciudades-estado. Los señores feudales cobraban peajes para permitir el paso de mercancías por puentes y ríos, mientras que ciudades comerciales como Venecia y Barcelona aplicaban impuestos según el origen de los bienes. Con la era de los descubrimientos, los aranceles se convirtieron en un pilar del mercantilismo, con potencias coloniales como España e Inglaterra usándolos para controlar el comercio con sus colonias.

Las primeras barreras medievales

El mundo anglosajón ha sido tradicional fan de este tipo de impuestos. En el siglo XIV, Eduardo III adoptó medidas intervencionistas, como la prohibición de la importación de telas de lana. A partir de 1489, Enrique VII firmó decretos como aumentar los derechos de exportación de la lana en bruto. Los monarcas Tudor utilizaron el proteccionismo (y otras armas como los subsidios, la distribución de derechos de monopolio, el espionaje industrial patrocinado por el gobierno y otros medios de intervención gubernamental) para desarrollar la industria lanera, lo que llevó a que Inglaterra se convirtiera en la mayor nación productora de este material del mundo. Aquel despegue fue consecuencia de una guerra comercial.

Podría decirse que en 1721 el mundo conoció a un Trump adelantado a su tiempo: Robert Walpole, quien introdujo políticas para promover las industrias manufactureras. Estos incluyeron mayores aranceles sobre los bienes manufacturados extranjeros importados y subsidios a las exportaciones. Gran Bretaña también prohibió las exportaciones a sus colonias americanas y asiáticas, que competían ya por la hegemonía comercial en el mundo.

La Biblia de los proteccionistas

Fue en el siglo XIX cuando el debate entre proteccionistas y partidarios del libre comercio alcanzó su momento más caliente. Estados Unidos, por ejemplo, utilizó los aranceles como una fuente clave de ingresos desde su independencia en 1776. Las políticas proteccionistas de promoción industrial continuaron durante décadas. El arancel provocó tensiones entre Reino Unido y las colonias norteamericanas, que anhelaban independizarse de los británicos. Fue el Informe sobre las manufacturas (Report on Manufactures) el primer texto que expresa la teoría proteccionista moderna. Es decir, la Biblia de los aislacionistas. Lo elaboró Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de la administración de George Washington. Hamilton creía que si un país quería ser políticamente independiente también debía serlo económicamente. Según su forma de pensar, esta protección contra los productores extranjeros podría adoptar la forma de derechos de importación o, en casos excepcionales, de prohibición de las importaciones.

El libre comercio tuvo un momento de esplendor con la derogación de las Leyes del Maíz en 1846, lo que equivalía a la liberalización del sector de cereales. Las Leyes del Maíz se habían aprobado en 1815 para restringir las importaciones de trigo y garantizar los ingresos de los agricultores británicos. Según el historiador económico Paul Bairoch, el avance industrial británico se logró “detrás de barreras arancelarias elevadas y duraderas”. Ese dato es, quizá, parte del delirio que sufre hoy Donald Trump. El presidente de Estados Unidos cree que los americanos alcanzaron su momento de mayor esplendor en el pasado gracias a los aranceles y se ha dejado llevar por esa falsa creencia a caballo entre la utopía anacrónica y el ultracionalismo patriotero y colonial. Falsa porque el mundo ya no es como en 1850. Falsa porque la economía contemporánea es globalizante e interconectada. Falsa sencillamente porque la nostalgia de los imperios pasados solo conduce a la melancolía y a un imposible.

El gran revólver

De cualquier manera, los aranceles siguieron estando presentes en el siglo XX. El 15 de junio de 1903, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Henry Petty-Fitzmaurice, quinto marqués de Lansdowne, pronunció un discurso en la Cámara de los Lores en el que defendió las represalias fiscales contra los países que aplicaban aranceles elevados. Según Lansdowne, la amenaza de aranceles disuasorios era similar a ganarse el respeto en una sala de pistoleros apuntando con un arma grande (sus palabras exactas fueron “un arma un poco más grande que la de todos los demás”). El “gran revólver” se convirtió en un eslogan de la época, utilizado a menudo en discursos y caricaturas. Ello no impidió que Alemania implementara aranceles elevados para proteger sus productos agrícolas y manufacturados, lo que generó fricciones con el Reino Unido y Francia, que apostaba por el libre comercio. El Imperio Austrohúngaro y Rusia también utilizaron aranceles como herramientas de presión económica, especialmente en los Balcanes, una región de alto riesgo internacional clave en las rivalidades geopolíticas de la época. Estas disputas comerciales contribuyeron a la creciente hostilidad entre las potencias europeas y aunque los aranceles no fueron la causa directa de la Primera Guerra Mundial alimentó el clima prebélico.

Más tarde este tipo de gravámenes alcanzó su punto más álgido con la Ley Smoot-Hawley de 1930, que elevó los impuestos a más de 20.000 productos importados, lo que agravó la Gran Depresión como consecuencia del crack bursátil de 1929. La también conocida como Tariff Act (en español, Ley de Aranceles), fue aprobada en Estados Unidos el 17 de junio de ese año, a propuesta de los senadores Reed Smoot y Willis C. Hawley. La legislación elevó unilateralmente los aranceles estadounidenses a los productos importados, para intentar mitigar los efectos de la Gran Depresión iniciada en 1929. También acrecentó las tensiones económicas entre Estados Unidos y países europeos. Para entonces las diferentes naciones ya habían aprendido que los aranceles se podían utilizar como arma de guerra comercial y antesala de un conflicto bélico. De hecho, Gran Bretaña abandonó el libre comercio en 1932 y reintrodujo aranceles a gran escala, temiendo que había perdido su capacidad de producción ante países proteccionistas como Estados Unidos y la Alemania de Weimar.

Del crack a la guerra

Durante el régimen nazi, los aranceles alemanes formaron parte de una política económica más amplia orientada hacia la autarquía, es decir, la autosuficiencia económica. Adolf Hitler y su ministro de Economía, Hjalmar Schacht, implementaron medidas para reducir la dependencia de Alemania de las importaciones extranjeras, fomentando la producción interna de materias primas y bienes esenciales. Los nazis utilizaron aranceles para proteger industrias clave, como la agricultura y la manufactura, mientras promovían el rearme militar. Además, introdujeron los “bonos Mefo”, un mecanismo financiero que permitió costear la producción de material bélico para el Tercer Reich sin generar inflación visible. Con estos bonos se pudo sufragar el incremento del gasto público sin necesidad de solicitar préstamos bancarios.

Tras la Segunda Guerra Mundial, los aranceles perdieron predicamento y el enfoque viró hacia la reducción de barreras comerciales. Se crearon acuerdos como el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) en 1947, que promovió la liberalización del comercio internacional. A lo largo de las décadas siguientes, los países negociaron reducciones arancelarias en rondas como la de Tokio (1973-1979) y la de Uruguay (1986-1994), que culminó en la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en 1995. En los años 80 y 90, algunas economías recurrieron a aranceles selectivos para proteger sectores estratégicos, como la industria automotriz y agrícola. Los aranceles nunca son una buena medida. Pueden aumentar las tensiones entre países y, en algunos casos, han sido factores que han contribuido a conflictos económicos y diplomáticos. Trump los utiliza como arma de disuasión, un arma algo anticuada y de escaso efecto positivo para las economías modernas, que necesitan del libre mercado como agua de mayo. De momento, viendo el desplome de las Bolsas de todo el mundo, incluida la de Wall Street, no parece que le esté dando resultado.

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