Lo mejor que se puede hacer con el CGPJ es cerrarlo

14 de Junio de 2024
Guardar
Tribunal Supremo de España en una imagen de archivo.

Los jueces no deberían ostentar un poder judicial colectivo. Las tentaciones autoritarias son demasiado peligrosas. Hablamos de un sector profundamente conservador, gremial, corporativista. La Constitución del 78 les permitió constituirse en casta al otorgarles el CGPJ, un organismo ideado para que todo siguiera atado y bien, tal como ordenó Franco, y que, con el tiempo, no ha hecho más que profundizar en las luchas internas, cainitas, entre jueces progresistas y de derechas. Países mucho más avanzados democráticamente que España como Alemania funcionan, y mejor que nosotros, sin necesidad de un estamento que, a fin de cuentas, se constituye en el último bastión del antiguo régimen.

Un juez, de por sí, ya dispone de un poder casi omnímodo solo sujeto al imperio de la ley. Es autónomo, independiente, soberano. Puede embargar bienes y propiedades privadas. Puede imponer multas e indemnizaciones millonarias. Puede meter en la cárcel a una persona con solo firmar un papel. En su feudo, el partido judicial, nadie ostenta una mayor potestas y auctoritas. Cada magistrado, en sí mismo, constituye el tercer poder sin necesidad de más entes superiores, colectividades u organismos colegiados. En eso consiste el secreto de la independencia de la Justicia: en que nada ni nadie puede violar ese tótem de carne y hueso revestido del mandato legal.

Todo ello nos lleva a una conclusión: el asociacionismo o sindicalismo judicial no solo es innecesario, sino que resulta intrínsecamente perjudicial y desaconsejable para la democracia, un sistema político según el cual la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce directamente o por medio de representantes. Si no existiera el CGPJ, nada cambiaría, ni siquiera el funcionamiento interno o gestión de la carrera jurídica. Los profesionales de la magistratura ascenderían o descenderían según las ordenanzas del escalafón, serían promocionados o sancionados como cualquier otro funcionario de la Administración, teniendo en cuenta los méritos o deméritos contraídos y con arreglo a los baremos establecidos en las normas y reglamentos. Hoy, no lo decimos nosotros, lo dicen expertos como Joaquim Bosch, resulta ingenuo pensar que un juez pueda llegar al Tribunal Supremo sin tener un padrino en el partido turnista en el poder.

La democracia no se resentiría lo más mínimo (más bien al revés, se regeneraría sin duda) si mañana mismo suprimiésemos ese sanedrín de prestigiosos juristas que, como fieles peones, desde hace tiempo se dedican al apasionante juego del ajedrez político. Esa propuesta del PP de que sean los jueces quienes elijan a los jueces no es más que un ejercicio de gatopardismo –que todo cambie para que todo siga igual– trasnochado, maquiavélico y cínico. Feijóo sabe perfectamente que, bajo ese modelo, controlando las asociaciones judiciales, seguiría manejando todo el cotarro, tendría otra vez la sartén por el mango. Pero él insiste en tomar por idiotas a los españoles, que ya no se chupan el dedo. Su tozuda insistencia en no sentarse con el PSOE para renovar los cargos del CGPJ, caducados desde hace más de cinco años, supone el mayor atentado a la Constitución en la historia de esta joven y endeble democracia que disfrutamos. Su coartada de que Sánchez quiere asaltar la Justicia no se sostiene. El bucanero es él, que lleva un lustro refugiado en ese puerto jamaicano inexpugnable donde ondea, no ya la bandera negra con la calavera cruzada por dos huesos blancos de Edward England, sino la azul con la gaviota. Feijóo no se ha echado al monte, como dicen, se ha tirado al mar, enrolado en los últimos galeones franquistas de la judicatura, y navega ya por los Siete Mares del trumpismo antisistema. Ron, ron, ron, la botella de ron, como aquellos filibusteros de La isla del tesoro de Stevenson. Al mismísimo Tellado se le está poniendo una cara de John Silver el Largo que tira para atrás y ya solo le falta el parche en el ojo, la pata de palo y el loro en el hombro.

Si el CGPJ tuvo una función que cumplir en algún momento, ya la perdió completamente. El mismo órgano de Gobierno de los jueces ha ido dilapidando su caudal de prestigio tras darse a las intrigas palaciegas, navajeos con el Gobierno socialcomunista, informes sectarios de parte, conspiraciones nocturnas, manifestaciones y protestas en plan activistas de la causa ultra a las puertas de los tribunales. Todas esas rencillas entre facciones y banderías han terminado por ocasionar el total descrédito de la Justicia ante la opinión pública, una tragedia de la que quizá no nos recuperemos jamás. Hoy, ningún ciudadano sensato, por muy ingenuo que sea, dirá que el CGPJ es un organismo imparcial. Al contrario, todo el mundo está viendo con sus propios ojos, en directo y por televisión, para lo que se ha quedado el CGPJ, un juzgado de guardia full time donde solo se instruye un único sumario: el del odio antisanchista.  

Sin el CGPJ, la ley de amnistía sería igualmente sometida a escrutinio legal en primera, segunda instancia y en el Constitucional. Sin el Ministerio en la Sombra de las togas, Suiza seguiría sin ver terrorismo en el caso Tsunami que investiga el juez García-Castellón. El Gobierno de este país ya no está en Moncloa, sino en el Supremo. Tenemos una democracia tutelada donde algunos jueces dan pábulo a los montajes de sindicatos fascistas y se permiten prohibir votaciones en el Parlamento. Feijóo sabe que este juguetito goloso de la Justicia no puede perderlo bajo ningún concepto. En realidad, el ultimátum de dos semanas que le ha dado Sánchez para que se siente a negociar la renovación de cargos no le incumbe, entre otras cosas porque él ya no decide nada, porque no está en su mano, porque se ha convertido en un peluche de otros, concretamente de esos corregidores de la democracia salidos de otro tiempo que, sin que hayamos caído en la cuenta, hace tiempo nos dieron el “golpe blando”.      

Lo + leído