Madrid encabeza el negro ranking de ciudades con los índices de contaminación más elevados del mundo. Triste galardón. Por si fuera poco, la capital española aparece como la urbe europea con más mortalidad a causa de la polución del tráfico rodado. Las tapas de Madrid siguen siendo exquisitas, el aire malo de solemnidad. Un chupito del oxígeno venenoso de Villa y Corte puede mandarle a uno al hospital, quizá no ahora, pero sí algún día. Está demostrado que enfermedades pulmonares, cardíacas, circulatorias y alérgicas tienen su origen en el oxígeno letal de los madriles, ese que si por Ayuso fuese ya tendría denominación de origen.
Cuentan que el conocido dicho castizo “de Madrid al cielo” se puso de moda en el XVIII, cuando Carlos III acometió las grandes reformas de la ciudad. Hoy el eslogan tiene más sentido que nunca: de Madrid al cielo, pero pasando primero por la unidad coronaria del Gregorio Marañón. Martínez-Almeida no posee nada de la grandeza de aquel rey alcalde que fue Carlos III. En realidad, es pequeño como estadista, pequeño como demócrata y pequeño en concordia (todavía resuenan los ecos de su rancio guerracivilismo tras dar la espantada en el merecido homenaje a la universal Almudena Grandes). Eso sí, Almeida va a ser grande en otras cosas, mayormente en contaminación. A este paso el edil popular va a dejar a las nuevas generaciones un Madrid bronquítico y canceroso, unos hospitales rebosantes de asmáticos y un puñado de cotorras asesinadas a escopetazos en la Casa de Campo. El legado de este hombre de sonrisilla nerviosa y dentuda, aspecto de Austin Powers castizo e inútiles conocimientos futbolísticos va camino de pasar a la historia por terrible. Algún día se recordará este Madrid egipcio, desértico y ácido regido por un alcalde que iba para faraón de la derechona y que gobernó desde un Templo de Debod en ruinas junto a un Nilo cenagoso y pestilente, ese Manzanares que da asco verlo (ya es el río de Europa más sucio por culpa de los fármacos y las sustancias químicas, superando al Támesis, al Sena y al Danubio). El Manzanares está empastillado de todo y allí ya solo se puede ver un aluvión espumoso de cajas de aspirinas caducadas, truchas muertas por paracetamol y tíos meando. Los ríos de hoy ya no van a dar a la mar, que es el morir, como decía Jorge Manrique, sino directamente a la consulta del neumólogo.
Al pueblo de Madrid, durante el reinado de este Tutankamón municipal, le ha caído de repente la maldición de las plagas de Egipto: el ángel exterminador que ha segado la vida de miles de ancianos en los geriátricos; la lacra de los comisionistas que es peor que la invasión de las langostas; la estafa de las mascarillas; la carestía de médicos y enfermeras; Toni Cantó con sus nauseabundas loas al fascismo y la espesa boina negra que se eleva cada mañana sobre las Torres KIO, matando silenciosamente a miles de madrileños que viven felices con la birra y el pincho de tortilla rebozado en el monóxido de carbono de las terrazas insalubres de Ayuso. Almeida no pasará a la historia precisamente por su ecologismo y su amor incondicional a la naturaleza. Ya le dijo en su día a una escolar que él salvaría Notre Dame antes que el Amazonas. Y lo primero que hizo al llegar a su trona municipal fue cargarse Madrid Central, el proyecto que Manuela Carmena lanzó con urgencia para intentar reducir drásticamente las emisiones nocivas.
A Almeida lo que de verdad le gusta es el cemento armado y el hormigón. Con esos materiales propios de la arquitectura almeidiana futurista, el alcalde piensa dejar a los madrileños una Puerta del Sol sin un puto árbol, una gran parrillada humana donde los guiris y carteristas terminarán con quemaduras de tercer grado por falta de sombra. Los turistas nos dan un poco igual, ya se matan ellos solos a botellones de garrafón en las peligrosas tascas de Ayuso. Pero a los cacos de Villa y Corte habría que darles la consideración de especies protegidas como parte del paisaje urbano de Madrid. Al alcalde le dijeron que ya tocaba recuperar la esencia de Sol y él enseguida pensó en un inmenso tostadero o mar ardiente de cemento, sin plantas, donde no hay quien pare quieto un minuto para tomarse un cafelito sin caer fulminado de una insolación. Almeida ya ha dado órdenes a sus operarios para que cambien de sitio la estatua ecuestre de Carlos III (cualquier día vuelven a colocar la de Franco), la fuente central, el oso y el madroño y los accesos al metro (no ha movido el Reloj de Gobernación de milagro). A cambio piensa levantar un inmenso desierto de piedra dura, ardiente, monótona. Pasear por Sol en agosto va a dar un gustito que no veas. Como para terminar odiando Madrid.
Está claro que el edil madrileño sufre de alergia grave a lo verde, a todo lo verde menos al logo de Vox, que le pone mucho y ya lo tiene colgado en su despacho junto al retrato del rey. En Madrid vuelve a triunfar la moda del feísmo hortera, como la escultura de Felipe VI que ha encargado Ayuso, un busto feo de cojones. Feo, caro, desproporcionado y cabezón, como aquel que hicieron de Cristiano Ronaldo para el aeropuerto de Madeira.
Moreno Bonilla pasará a la historia como el hombre que terminó de secar Doñana. Almeida como el alcalde de hollín, el gran envenenador atmosférico de Madrid. Partido Popular, capitalismo y contaminación forman un trinomio inseparable y perfecto. Madrileños, a disfrutar del chute de libertad. Y de CO2.