Ante el horror, el pensamiento cede. Son naturales la ira, la furia y el arrebato. Escapar del terror vivido. Solidarizarse con las víctimas incondicionalmente. Coger al asesino y llevarlo ante un juicio justo. Después sería imprescindible, ya más en frío, analizar el contexto, buscar y profundizar en las causas auténticas que originan tamaño sufrimiento individual y colectivo.

Medio mundo, no solo Europa o Estados Unidos, y muy especialmente el vasto espacio árabe, viene sufriendo ataques terroristas que han dejado miles de muertos. Cada persona merece nuestro recuerdo. Con nombres y apellidos, sin víctimas preferentes y periféricas.

Con la sola razón, jamás tomaríamos una decisión ponderada y equilibrada. Las emociones nos facilitan el proceso capacitando a nuestro raciocinio para que no se encasquille indefinidamente en hallar una solución terminante e inapelable. La mejor solución no existe.

Los atentados en Europa son tratados por los principales medios de comunicación como un espectáculo macabro en vivo y en riguroso directo, abundando hasta la saciedad en lugares comunes, datos especulativos y testimonios repetitivos. La tragedia convertida en emocionalismo. Cuentan hasta la náusea el cómo eludiendo la complejidad de la geopolítica globalizada.

El guión permanece inalterable drama tras drama. Noticia urgente de alcance. Enviados especiales a distintos focos informativos. Zona cero para el presentador estrella que suele llenar de retórica vacía sus entradas sensacionales en directo. Expertos en plató que se repiten sin cesar. Y palabras tótem (igualmente eufemismos tranquilizadores) pronunciadas con profusión: unidad política (luego afloran los partidismos y las diversas estrategias), célula, lobos solitarios, neutralizaciones, islamismo, musulmán, no tenemos miedo, viva la policía, radicalismo, estilo de vida occidental, nosotros y ellos.

Resulta evidente que los actos terroristas no conseguirán ninguna liberación de los pueblos árabes, pero si provocan que se refuerce el orden establecido, apuntalando las alternativas políticas más reaccionarias con el silencio o las medias palabras de las opciones más o menos progresistas. El tsunami de emoción ciega la mínima capacidad de razonar con criterios sólidos y coherentes aunque sean discrepantes de las líneas políticas normalizadas.

Esa emoción contagiosa impide preguntas básicas e incómodas, creando un caldo de cultivo propicio para las unanimidades sociales y políticas. En esa situación de shock colectivo, las políticas de control social y represivas ganan la partida. Ganan los halcones del Pentágono y sus títeres instalados en Bruselas, y ganan los regímenes dictatoriales del Golfo Pérsico, con Arabia Saudí a la cabeza. Y gana también el sionismo israelí. Gana, por supuesto, la industria de la guerra y los intereses de los emporios transnacionales.

Las interpretaciones extremistas del Islam son atizadas por las elites de Riad, Washington y sus aliados en la zona. Los partidos laicos o moderadamente religiosos de corte democrático de los países árabes se encuentran entre dos frentes que tiran a matar: los intereses espurios occidentales y las tesis yihadistas sufragadas por los petrodólares de las dinastías autoritarias en el poder.

Por cierto, es de dominio público la vieja amistad entre las casas reales de España y la dictadura saudí, lo que al parecer permite negocios suculentos a la industria española, en concreto a la armamentística. Según Amnistía Internacional, entre 2014 y 2016 España vendió a Riad armas de todo tipo por valor de 900 millones de euros. ¿Qué destino da a ese arsenal de guerra Arabia Saudí? Misterio insondable.

Hay demasiada literatura y pruebas fehacientes que no llegan a las portadas mediáticas que indican que tanto Al Qaeda como Daesh son fenómenos hinchados financieramente desde Washington y Riad, fundamentalmente bajo cuerda e itinerarios muy difíciles de investigar. Asimismo el feudalismo ultraliberal afincado en Catar. No son apariciones naturales en el escenario bélico y político. Las ideas se alimentan extraoficialmente y las armas no caen del cielo.

El yihadismo persistirá en su lucha baldía mientras la pobreza y la miseria inducida campen a sus anchas merced a los intereses ocultos de EE.UU. y las familias de jeques tributarias del neoliberalismo occidental. Su papel es instrumental y cambiante según los aires que soplen en el tacticismo a corto plazo, sirviendo como peón de una geopolítica internacional al servicio de los mercados de capital.

Es un relato crudo que se oculta a conciencia. Es más fácil dominar a la gente a través de las emociones a flor de piel que liberando espacio a la razón para una discusión sincera y compleja a varias bandas sobre las causas verdaderas del terrorismo.

En este sentido merece la pena rescatar de la hemeroteca la iniciativa del ex presidente español, Rodríguez Zapatero, que en 2004 durante un discurso en la sede de las Naciones Unidas se mostró a favor de la creación de una Alianza de las Civilizaciones para combatir el terrorismo mediante fórmulas no militares. La idea de Zapatero se basaba en otra idéntica manifestada en 1998 por el ex presidente de Irán Jatamí. Turquía y España fueron sus grandes valedores. Sin embargo, aunque la iniciativa contó con el apoyo de la ONU sus foros han ido languideciendo sin ninguna repercusión política práctica ni mediática. Entre sus detractores más conspicuos y mordaces que se declararon especialmente críticos e insultantes destaca la figura de José María Aznar, llegando a la ridiculización pública del ex mandatario del PSOE, y, en general, toda la batería de medios de comunicación afines al PP. El diálogo propuesto se quedó en agua de borrajas.

Y cada vez, los terroristas son más jóvenes. Sus pulsiones son inmediatas, casi irreflexivas, tan beligerantes como las de algunos dirigentes occidentales. Ven un mundo partido en dos, el suyo propio, como seres anónimos de segunda o tercera categoría, habitando un territorio hostil que los cerca con cosas rutilantes pero que no dotan de sentido a sus precarias existencias rebosantes de racismo, refugiados a la deriva, bombardeos masivos en sus tierras natales, miseria económica, futuro más que incierto, complejo de inferioridad…

Todos esos factores juntos, sin posibilidad de una articulación política pacífica y viable, hacen que las soluciones simples y la acción directa los haga sentirse importantes, actores de su propio destino aunque la meta final sea el sacrificio de la inmolación personal.

Despachamos el terrorismo como un problema maniqueo: los buenos somos nosotros y los malos los perversos islamistas. Esta visión dualista nos aboca a alternativas policiales y bélicas. Abatir (¡qué disloque verbal!) al enemigo sin piedad alguna, con la legitimidad que da ostentar la verdad absoluta.

Detrás de cada furgoneta, cuchillo o bomba hay más que un terrorista teñido de inmenso odio. Hay impotencia y frustración histórica, cuando menos. Y dictadores musulmanes que sojuzgan a sus pueblos. E intereses bastardos de las potencias occidentales. Unos y otros configuran la clase propietaria de la globalización del siglo XXI. Ellos, rara vez, son alcanzados por alguna ráfaga terrorista. Los estados mayores y la inteligencia se guardan muy mucho de estar a cubierto.

Los muertos siempre los pone la gente común: en las guerras y en los atentados terroristas. En Barcelona. En Siria. En París. En Afganistán. En Londres. En Irak. En Berlín. En Palestina…

Las dos guerras de Irak arrojan un saldo de un millón y medio de muertos, entre civiles y militares. La de Afganistán, 200.000 y la de Siria, hasta la fecha, 450.000. En el mundo se calcula que hay 65 millones de personas desplazadas o refugiadas, la mitad menores. De ellas, 5 millones proceden de Siria, más de dos y millones y medio de Afganistán y casi 8 millones son palestinos. La contabilidad rasga cualquier ética o moral incrustada en la complacencia del punto de vista superior del Occidente libre y democrático.

El Islam preconizado a las bravas contra el infiel dota al terrorista de un credo de omnipotencia universal. Con las cruzadas, el cristianismo ya usó de ese mismo placebo de irredenta fe para movilizar masas al antojo de sus líderes.

Cuando los contextos históricos son propicios, el alud de entusiasmos desaforados puede transformarse en aversión total con el que anegar cualquier lógica sosegada y juicio razonable. No hay más que observar esos saltos irracionales y frenéticos de la verja que separa a los feligreses de la virgen de El Rocío, por solo traer a colación un ejemplo patrio significativo, para colegir que el yihadismo hunde sus raíces comunes en emociones ancestrales. Ese frenesí, si se dan los factores desencadenantes adecuados, podría desembocar en muta de guerra asesina, descontrolada y feroz.

El populismo emocional, si no se dominan sus expresiones más nocivas, contiene los ingredientes ideales para convertir el dolor legítimo en agresión indiscriminada hacia todo lo que no sea yo o nosotros. La sola razón, como pintara Goya, puede crear monstruos. La sola emoción puede crear fascismos cotidianos muy difíciles de erradicar cuando toman cuerpo en una masa perdida en un presente incomprensible sin horizontes políticos y morales a la vista.

La ultraderecha, como los buitres, huele la carroña a grandes distancias. No hay vacuna contra el fascismo. Como tragedia o como farsa, la historia siempre es susceptible de repetirse (Marx dixit).

Y a veces, la mayoría de ocasiones, lo que se procura es un consenso ficticio alrededor del terrorismo para tapar la conflictividad social. En aras de un pacto urbi et orbi todas las reivindicaciones deben plegarse u omitirse so pena de ser tildados sus adeptos como amigos, valedores o encubridores de los terroristas. De esta forma, el juego democrático queda reducido a esferas inocuas para el sistema. Todo es aceptable si el orden político no se pone en cuestión. Se pretende, en suma, que nadie se salga del tiesto impuesto por las doctrinas del capitalismo en su versión neoliberal. Como dijo el inefable George Bush hijo a las pocas horas del atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York, todo está controlado, callen y ya pueden ir a realizar sus compras habituales.

Ojalá ese dolor íntimo y sincero, esa emoción intensa, no sea usado por el populismo de las elites en beneficio propio. Ojalá. Ocho de cada diez personas asesinadas en el mundo por el terrorismo son musulmanas. El dato no admite interpretaciones aviesas o torticeras.

El cura católico y detective Brown, personaje nacido de la imaginación del genial G.K. Chesterton, como tantas otras personas religiosas de credos distintos, tenía fe a pies juntillas sobre el evento postmortem del juicio final. En una de sus peripecias parapoliciales un interlocutor le pregunta sobre el significado de esa creencia. Contesta el sacerdote: “Quiero decir que aquí vivimos en el revés del tapiz. Que lo que aquí acontece no tiene ninguna significación; pero que después, en otra parte, todo cobra sentido. Que en alguna parte el verdadero culpable tendrá su merecido, aunque aquí la justicia parezca equivocarse y caer sobre el inocente.”

Si se toma en toda su literalidad la cita, como deben hacer los terroristas en su fuero interno, no habrá policía que pare su instinto criminal. Tienen el deber de matar al infiel porque su recompensa está en el cielo, tras pasar la audiencia judicial definitiva. Mientras algunas interpretaciones extremistas y casi esotéricas del Islam (léase igualmente judaísmo y cristianismo) no rebajen algunos de sus preceptos más polémicos a la escala humana de las metáforas, multitudes anónimas pueden ser presa de ese desasosiego funesto de realizar algo heroico ya, para sí mismo y para la verdad divina suprema. La intransigencia ombliguista de muchos mandatarios occidentales con la connivencia tácita de los testaferros árabes ataviados de jeque e imanes o con atavíos menos nacionalistas atiza indirectamente esa solución final a la desesperada.

El fuego del terrorismo no se apagará con más guerras, ni más policías. Encastillarse en el discurso meramente emocional es tanto como llorar lágrimas solidarias hoy antes de que ocurra un nuevo atentado mañana. Si no vamos a las raíces profundas (y complejas) del contexto terrorista, el odio no se disipará por arte de magia.

Los mismos que solicitan unidad con mayor énfasis (mejor sería decir uniformidad) contra cualquier ataque terrorista, el PP y sus acólitos, son aquellos que se mofan (y no presupuestan ni un euro público para la memoria histórica, de lo cual se jacta sin asomo de vergüenza Rajoy) de los asesinados por el franquismo y que todavía yacen en las cunetas después de más de 40 años de indignidad estatal y democrática. Además, tuvimos que soportar la carroña falaz tras el atentado del 11M del ex ministro Acebes con explicaciones rayanas en el delito, señalando a ETA como autora contra todas las evidencias posibles para rascar sufragios electorales costara lo que costase. Incluso una vez celebrado el juicio, con sentencia que declaraba culpable a un grupo de inspiración yihadista, el coro mendaz del PP y sus adláteres mediáticos siguió poniendo en duda los hechos incuestionables. Y ahora mismo, se ha alzado la voz del pasado remoto que representa el ex ministro Mayor Oreja para criticar que la Generalitat no hubiese informado en español: la realidad desmiente su sesgo interesado ya que los portavoces policiales y políticos de Cataluña han ofrecido datos y ruedas de prensa en catalán, castellano, inglés y francés. A pesar de todo, bienvenida sea la unidad. Para el diálogo con otras culturas y civilizaciones sí, no para sacar votos y pecho del dolor social y colgarse medallas que no son de nadie.

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