Érase una vez un obispo que, alarmado por la pobreza en la que había caído su diócesis, decidió invertir en Bolsa para sacarle un poco más de provecho al cepillo de sus feligreses. Entre 2002 y 2003 aquel obispo, cuyo ministerio ejercía en tierras de Castellón, invirtió algún dinero en ese casino de depravados y especuladores financieros que es el parqué de los mercados internacionales con la esperanza de ganar algo más que unos panes y unos peces. Pese a que la Bolsa es el nuevo Templo de Jerusalén y también está lleno de mercaderes, cambistas, fariseos y sepulcros blanqueados contra los que ya advirtió Jesucristo, el obispo decidió seguir adelante con aquella disparatada aventura.

Sin embargo, un cura no es un bróker de Wall Street, por mucho que ambos vistan de negro, y la cosa salió mal. Según contó la prensa local, es decir Levante-EMV y El Mundo, en 2003 las cuentas de la diócesis arrojaron unas pérdidas millonarias por haber invertido en valores que se desplomaron como un castillo de naipes. La operación terminó en fiasco pero finalmente quien pagó el pato fue el responsable económico, que terminó siendo despedido.

Al obispo le llovieron críticas como chuzos de punta y titulares de prensa como si hubiese estallado el mismísimo Diluvio Universal, ya que todos le echaron en cara la ocurrencia de haberse metido en el proceloso mundo de la Bolsa al que ningún religioso está llamado por Dios. Si los caminos del Señor son inescrutables, los del mercado bursátil son todavía más duros e ingratos, debió pensar el obispo.

Finalmente, la mala situación económica de la diócesis, unida a las pérdidas en Bolsa, llevaron a la bancarrota a la comunidad religiosa castellonense. En 2004 los libros (los de contabilidad, no los sagrados) arrojaban un agujero millonario, según recogía la prensa de aquellos días, y al año siguiente el obispo tuvo que hacer frente a una revolución de curas descontentos que vieron cómo se les recortaba el salario injustamente.

Así, en marzo del año 2005 el párroco de la localidad castellonense de Vilafranca, Álvaro Miralles, se quejaba amargamente de que el obispo le había rebajado el sueldo hasta un cuarenta por ciento, pasando de 520 a 295 euros. El sacerdote se unió a otros damnificados hasta formar un grupo de 19 afectados, que denunciaron las drásticas rebajas en sus remuneraciones por culpa de la deficiente gestión de la diócesis, entre las que había que incluir las alegrías de la Bolsa.

Ni obediencia debida, ni voto de silencio, ni hostias divinas; los curas estaban hartos de que el dinero se fuera a espuertas mientras ellos vivían en la indigencia, de modo que decidieron contarlo todo. La respuesta del obispo fue que lamentablemente había que ajustarse el cinturón para hacer frente a las deudas contraídas con los bancos acreedores y aconsejó a sus sacerdotes que compensaran pérdidas con lo que buenamente sacaran del cepillo de sus parroquias. Los religiosos afectados calificaron la política financiera del obispo de “oscura y poco transparente” y el propio Miralles se preguntaba: “Si la Bolsa es una institución que sirve para que ganen los ricos y pierdan los pobres, ¿qué hace la Iglesia jugando ahí?”.

Aquel obispo se llamaba Juan Antonio Reig Pla, hoy ocupa la plaza de Alcalá de Henares y sigue envuelto en nuevas polémicas y tormentas mediáticas de todo tipo. Allá donde va, Reig monta el cirio. Lleva tras de sí la polémica. El escándalo le persigue como el olor a azufre al Maligno. La última que ha liado ha sido publicada por eldiario.es, cuyos periodistas aseguran que el obispado de Reig Pla organizaba terapias clandestinas para curar a las personas de la “enfermedad de la homosexualidad”. En uno de los vídeos terapéuticos de ese tenebroso seminario se anima a los hombres a que “saquen la masculinidad que llevan dentro para ser más felices”. “¿Tu madre ha perdido algún hijo?”, “¿ves mucha pornografía?”, “¿haces espiritismo?”, son algunas de las preguntas que se le formulan al muchacho que tiene tendencias homosexuales, un cuestionario que podría ser ilegal por homofóbico y anticientífico.

Reig Pla tomó posesión de la diócesis de Segorbe-Castellón de una forma peculiar: hizo su entrada en la ciudad a lomos de un borrico, como Jesús en Jerusalén hace dos mil años. Nunca se caracterizó por la austeridad franciscana sino más bien por la pompa y suntuosidad en los actos litúrgicos. De hecho, se rodeaba de lo más granado del Opus Dei y de otros movimientos ultras. Los rojillos quedaban más bien lejos del púlpito.

Tras pasar por Cartagena, donde también dejó unos cuantos titulares para la historia, recaló en Alcalá de Henares. Una de sus primeras decisiones fue oficiar una misa en Paracuellos a mayor gloria del bando nacional, según informa la Cadena Ser. Arriba España.

Atormentar a las personas por su tendencia sexual o cualquier otra condición no solo es un pecado, puede ser algo mucho más grave que arruine la vida de la gente. La usura tampoco debería estar permitida entre los sacerdotes. De hecho, el papa Francisco la ha criticado duramente en su reciente entrevista con Jordi Évole, a quien llegó a confesar que hay demasiados mercaderes en la Iglesia. “Los hay, como en todos los sitios. El Estado de la Ciudad del Vaticano no se salva de los límites y de los pecados y de las vergüenzas de otras sociedades”, dijo Bergoglio.

Pero así es Reig Pla. Un obispo a quien Roma se lo consiente casi todo.

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