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Sánchez se viste de bombero para apagar los incendios de España

La segunda legislatura del líder socialista se antoja aún más complicada que la anterior por su total dependencia de los socios independentistas

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análisis

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Pasado el tiempo de los aplausos, las flores, la jura del cargo ante el rey y el vino de honor, a Pedro Sánchez le llega el momento de formar un gobierno. Si la anterior legislatura estuvo marcada por el pacto con Podemos (la primera experiencia de coalición de izquierdas desde la Segunda República) más la entrada en el Consejo de Ministros de los perfiles independientes y mediáticos que trataron de dar una pátina de modernidad feminista al gabinete, esta segunda etapa va a estar teñida de un fuerte contenido ideológico para afrontar la batalla decisiva: la lucha contra el auge de la extrema derecha en España.

Durante su discurso de investidura, el presidente vino a decir aquello de “o yo o el caos”, y se presentó a sí mismo como el último bastión entre la democracia y el fascismo, entre la civilización y la barbarie, apuntando las líneas maestras que inspirarán su siguiente mandato. Cabe pensar que el nuevo tiempo que se abre no será fácil (los socios independentistas y Podemos amenazan con turbulencias desde ya mismo) pero también es lógico sospechar que Sánchez no tendrá que hacer frente a una pandemia de dimensiones distópicas –cuyo consiguiente malestar social erosionó en buena medida su imagen política y personal– ni a la brutal crisis económica y energética que se desató posteriormente, sobre todo a raíz de la guerra en Ucrania. Los vientos de la economía soplan a favor, la recuperación es un hecho y España figura entre los países europeos que más riqueza generan. Hay motivos suficientes para pensar que el líder socialista puede disfrutar por fin de un período de gobernanza de relativa calma que le permita acometer las reformas siempre aparcadas.

Mucho se ha hablado de la flor de Sánchez, esa baraka que, sorprendentemente, lo rescata cada vez que está a punto de naufragar y lo conduce una y otra vez hacia el éxito. Pero no debería el premier del PSOE fiarlo todo a su buena ventura. El país adolece de grandes deficiencias y problemas que requieren de medidas audaces y urgentes. La socialdemocracia sanchista que se desplegó en su primer mandato –desde 2018, cuando le ganó la moción de censura a Mariano Rajoy y hasta hoy–, debe ser entendida solo como un incipiente comienzo en el avance hacia el progreso, la modernización y la transición a una democracia mucho más robusta y real. Siendo sinceros, su modelo político y económico pasó el examen con un aprobado justito, cuando los votantes de izquierdas, inicialmente esperanzados con un Gobierno de coalición inédito en nuestro país, esperaban al menos un notable. Es cierto que se avanzó en mejoras sociales, como la elevación del salario mínimo interprofesional y una reforma laboral que puso algo de orden a los precarizados mercados tras años de salvajes recortes de los gobiernos ultraliberales. Como también es verdad que se dio un salto cualitativo en recuperación de derechos cívicos por la igualdad de la mujer, la ley de muerte digna y la reparación de la memoria histórica (la exhumación de la momia de Franco del Valle de Cuelgamuros será sin duda un hito histórico que se apuntará este Gobierno). Pero demasiadas cosas quedaron guardadas en un cajón.

La reforma laboral, por ejemplo, salió excesivamente adelgazada o pulida de las arduas negociaciones entre sindicatos y patronal (nos consta que Yolanda Díaz quiso llegar más lejos, pero no pudo por la férrea oposición de los poderes fácticos). A su vez, la caja de las pensiones (que hoy está medio vacía poniendo en peligro las jubilaciones de una generación entera como la del baby boom) necesita de un impulso definitivo que garantice su sostenibilidad mediante un blindaje constitucional para que aquellos que tengan la tentación de privatizar en el futuro (véase la mochila austríaca) abandonen toda esperanza de poder hacerlo. Como también urge un gran plan por la Sanidad pública, donde han saltado todas las alarmas ante la falta de inversión en medios humanos y materiales. En su discurso de investidura, Sánchez apuntó un ambicioso proyecto para reducir las listas de espera y potenciar áreas como la salud mental, oftalmología y dentista (una vergüenza que en un país avanzado como el nuestro una familia trabajadora tenga que hipotecarse para pagar la ortodoncia de sus hijos). Pues hágase, mejórense los salarios de médicos y enfermeras (los verdaderos héroes de la pandemia a los que se dejó en la estacada y con los que tenemos una deuda eterna) y tráiganse a España todos esos cerebros científicos que terminaron largándose al exilio laboral en el extranjero porque aquí no podían vivir con sueldos de miseria.

El Estado de bienestar se nos cae a trozos. Hay mucho trabajo por hacer, trabajo para años, trabajo a corto y a largo plazo. Y en ese orden de cosas, la Administración de Justicia requiere un chapa y pintura antes de que la casa acabe desmoronándose y llevándose la democracia por delante. La politización de nuestros órganos judiciales superiores apesta, las luchas intestinas entre magistrados conservadores y progresistas han dañado gravemente la credibilidad de nuestro Estado de derecho (hasta Bruselas nos ha llamado al orden en sucesivos informes) y la infrafinanciación, con un retraso en los juicios intolerable para un país moderno y avanzado, augura un colapso de la oficina judicial. Lógicamente, arreglar este problema requeriría de un gran pacto nacional por la Justicia, pero por desgracia el actual Partido Popular voxizado, trumpizado y echado al monte ayusista no está por la labor.

Sin duda, el escenario no es el más halagüeño para Sánchez, que tendrá a once comunidades autónomas gobernadas por el PP a la contra y boicoteando cada ley que salga del Parlamento nacional. Con el fascismo posmoderno en plena ofensiva callejera, con un país fracturado en dos y sin posibilidad de consenso y con un ambiente social y político tenso como no se recuerda desde los tiempos de la Transición, nadie a esta hora es capaz de vaticinar cuánto durará el nuevo Gobierno, que a pesar de que ha cosechado 179 escaños, la investidura más holgada hasta hoy, nace ciertamente en una débil posición por su total dependencia de sus socios de la izquierda y sobre todo de los partidos nacionalistas e independentistas. El presidente va a tener que sobrevivir al día e invocando su famosa baraka todo el rato. La próxima batalla la tiene a la vuelta de la esquina: la promulgación de la ley de amnistía, con el consiguiente malestar de una parte de la ciudadanía, y el retorno del prófugo Carles Puigdemont. Otro incendio a la vista para el bombero Sánchez.

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3 COMENTARIOS

  1. No puedo resistir la tentación de hacer algunas puntualizaciones. Una: no creo que Sánchez confíe en su baraka; estoy convencido de que es un genio de la lucha política, de que suda la camiseta, y de que sabe reunir equipos muy eficientes. Como nadie que yo recuerde. La suerte no existe, lo que pasa es que su éxito contra viento y marea (y qué vientos y qué mareas), ofende a muchos. Dos: sus socios han colaborado porque temen (con toda la razón) a la ultraderecha; y esa razón se va a mantener inmutable toda la legislatura. Esa razón hace de pegamento. Habría que ser muy suicida para provocar unas elecciones. Y en cuanto a la Ley de Amnistía, Sánchez y sus socios ya han cumplido. Lo que pase después con ella, si tarda años en aplicarse, o la Justicia la anula, no es su problema. Lo que sí me da miedo, es la rebelión (esta vez, sí, literal) de los gobiernos autonómicos de derechas. Lo van a hacer. El gobierno progresista y sus socios, y los ciudadanos verdaderamente democráticos de España, vamos a tener que ser muy valientes.

  2. El coste de la investidura: prebendas a los separatistas y más impuestos y deuda para el resto
    Sánchez premia a los delincuentes mientras hace más difícil la vida a familias y empresas, en una legislatura construida sobre la mentira y el enfrentamiento

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