El mundo vivió entre 2020 y 2024 uno de los ciclos más agudos de encarecimiento alimentario en las últimas cinco décadas, comparable únicamente con la crisis de los años setenta. A pesar de una reciente moderación en los precios, el impacto social y nutricional persiste, según datos preliminares del informe SOFI 2025, elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
“Se trató de una tormenta perfecta de choques globales sin precedentes”, afirmó Máximo Torero, economista jefe de la FAO, durante un encuentro con la prensa. “La combinación de la pandemia de COVID-19, la guerra en Ucrania y los eventos climáticos extremos alteró de forma dramática la oferta y demanda de alimentos a escala global”.
De la pandemia al conflicto
El origen de esta espiral inflacionaria se remonta al estallido de la pandemia en 2020. Para evitar un colapso económico, los gobiernos aplicaron estímulos masivos —equivalentes al 16% del PIB mundial— que inyectaron liquidez sin precedentes en los mercados. Aunque en un inicio la demanda cayó y la inflación permaneció baja, el levantamiento de las restricciones provocó un repunte acelerado de la demanda agregada, empujando consigo los precios de bienes básicos, incluidos los alimentos.
A ese desequilibrio se sumó un segundo golpe en 2022: la guerra entre Rusia y Ucrania. Ambos países eran, hasta entonces, piezas clave del comercio mundial de trigo, maíz, aceite de girasol y fertilizantes. La interrupción de estas exportaciones provocó un desabastecimiento global y disparó los precios en cascada. El encarecimiento del petróleo y los insumos agrícolas agudizó aún más la crisis.
Por si fuera poco, fenómenos climáticos extremos (sequías prolongadas, inundaciones e inusuales olas de calor) deterioraron la producción en regiones agrícolas clave. Así, la oferta mundial quedó comprometida justo cuando la demanda estaba en alza.
El resultado fue una inflación alimentaria global que alcanzó un pico del 13,6% en enero de 2023. En los países de bajos ingresos, la cifra llegó a superar el 30%, dejando a millones en situación crítica.
Hambre y malnutrición: las otras caras de la inflación
Las consecuencias de esta crisis fueron mucho más allá de la economía. Entre 2021 y 2024, millones de familias en todo el mundo tuvieron que alterar drásticamente sus hábitos alimentarios. Con salarios reales en caída —una reducción global del 0,9% en 2022, según la FAO—, muchos hogares optaron por productos más baratos y menos nutritivos, o redujeron la frecuencia de sus comidas.
Torero fue tajante: “Las familias priorizaban a los miembros más jóvenes o productivos, mientras los demás —sobre todo mujeres y ancianos— quedaban rezagados. En muchos casos, había que elegir quién comía”.
El impacto nutricional fue devastador. Por cada incremento del 10% en los precios de los alimentos, la inseguridad alimentaria moderada o grave creció un 3,5%, y la grave un 1,8%. La emaciación infantil —pérdida severa de peso— aumentó entre 2,7% y 4,3%; la emaciación severa, entre 4,8% y 6,1%, comprometiendo el desarrollo físico y cognitivo de una generación entera en regiones como África subsahariana y Asia Occidental.
Recuperación desigual y frágil
Para 2024, los precios comenzaron a descender hacia niveles previos a la pandemia, pero el daño ya estaba hecho. La recuperación, además, fue profundamente desigual.
Mientras países como India y Brasil lograron mitigar los efectos gracias a redes de protección social robustas, en África dos de cada tres personas no podían costear una dieta saludable. En regiones donde la dependencia de importaciones alimentarias es alta y las monedas se depreciaron con fuerza, los precios internos siguieron altos incluso cuando los precios globales caían.
La amenaza persiste
La vulnerabilidad sigue latente. Con el cambio climático intensificándose, conflictos geopolíticos activos y una economía mundial aún frágil, el riesgo de una nueva crisis alimentaria sigue siendo real.
Por ello, Torero concluyó con un llamado a la acción: “Es necesario repensar cómo producimos, distribuimos y consumimos alimentos. Solo así podremos garantizar el derecho básico a una alimentación adecuada y evitar que el hambre vuelva a extenderse con la velocidad y brutalidad que vimos entre 2020 y 2024”.
Porque el hambre, más que un síntoma económico, es una señal de fracaso civilizatorio.