Sin negar el derecho constitucional de la ciudadanía a participar en los tribunales, el Supremo cree que presentar querellas sin ningún tipo de fundamentos contra aforados debe de tener un límite porque lo que no puede ser es que la sala de Admisiones se encuentre colapsada, con una decena de denuncias semanales de lo más variopinto generalmente presentadas por organizaciones de extrema derecha pero también de particulares que, por ejemplo, no están de acuerdo con una resolución judicial. La última de esas demandas rechazadas no tiene justificación. Una asociación pedía encausar al presidente del Gobierno, su familia, una parte de los ministros, decenas de altos cargos y dirigentes del PSOE. Consideran que todos ellos constituyen una organización criminal perfectamente estructurada. A los magistrados de la corte suprema les está entrando el complejo de “jueces de guardia” y empiezan a reflexionar sobre la conveniencia de dar por buena la reforma que pretende el gobierno para limitar la acción popular en los tribunales de justicia.
Que la extrema derecha ha decidido instrumentalizar la justicia con fines políticos es un viejo argumento. Manos Limpias, Hazte Oír, Vox y similares cuentan con un equipo de abogados especializados en presentar demandas en los juzgados contra los políticos de la izquierda. Aquí mismo ya se ha contado el sistema que utilizan. La denuncia es la fórmula más económica ya que la querella puede suponer el depósito de una fianza, según establezca el juez al que le toque la causa. Y luego está la adhesión a un proceso ya abierto en calidad de acción popular que permite el acceso a las diligencias y su posterior filtración a la caverna mediática.
Pero no sólo la extrema derecha utiliza los tribunales de justicia. Recientemente, un vecino de Córdoba ha denunciado una “suerte de confabulación sistémica” de jueces y abogados desde hace 30 años para perjudicarle. La sala de admisión del TS rechazó su demanda y, además, le llamó al orden por lo que se puede considerar “fraude procesal”. Algo parecido a lo ocurrido con otras demandas por prevaricación contra jueces de la Audiencia Nacional que no han dado la razón a una de las partes. En ocasiones, el Supremo ha decidido cortar por lo sano y multar a los denunciantes. Es el caso de un ciudadano al que se le sancionó con 4.000 euros por demandar al magistrado Manuel Marchena basándose un bulo del exjuez Fernando Presencia. Una minucia si lo comparamos con la querella presentada por la Asociación de Ciudadanos Europeos Contra la Corrupción en la que se pide la imputación de 77 personas, el presidente del Gobierno, su hermano y su padre, 10 ministros, el fiscal general del Estado, altos cargos de las administraciones, empresarios y personas implicadas en otras causas judiciales como Koldo García, exasesor del exministro José Luis Ábalos, Begoña Gómez formalmente investigada por el juez Juan Carlos Peinado, o Juan Bernardo Fuentes Curbelo, el “tito Berni”, imputado en el llamado caso Mediador.
En los hechos descritos en esta denuncia figuran causas de diligencias ya archivadas, denuncias fracasadas de Manos Limpias, y asuntos que nunca pasaron de las portadas de los medios de comunicación. La sala de Lo Penal explica que esa demanda no pasa ni el primer filtro de la admisión a trámite: “se trata del traslado de declaraciones o informes de diversas investigaciones llevadas a cabo en otros juzgados, un mero digo que dice”, explican los jueces. No se aporta indicios de delito y en la mayoría de los casos se traslada al Supremo casos que ya están siendo investigados en otras instancias o que fueron archivados hace tiempo. Todo ello bajo un curioso epígrafe: la existencia de una “organización criminal perfectamente estructurada”. Los jueces advierten a la asociación demandante que “no es dable la utilización de acudir en la forma que se efectúa, directamente ante esta Sala Segunda, como juzgado de guardia de cualquier asunto mediático, para evitar el criterio del juez que lleva la investigación”.
La judicialización de la política es algo que está a la orden del día. La derecha cuenta con numerosos aliados en la judicatura que responden a sus demandas con diligencias que suelen acabar en archivos pero que, mientras esto ocurre, son utilizadas para desgastar al gobierno progresista. Las más llamativas son el caso Begoña Gómez y el del fiscal general del Estado. En el fondo, de lo que se trata es de la utilización de los juzgados para perseguir al adversario político.
Ese tipo de demandas son justificables hasta cierto límite. Lo que ya no es tanto es el abuso de ellas. Que Vox y el Partido Popular consideren que los jueces deben pronunciarse sobre actos de la administración que consideran ilegales es legítimo. Incluso las acciones llevadas a cabo por asociaciones ciudadanas. Pero lo que no es de recibo es que, con la excusa de la corrupción, se esté inundando continuamente los juzgados de demandas la casi totalidad de ellas con escaso recorrido.
Con ese abuso pretende acabar el gobierno en la reforma de la ley de enjuiciamiento criminal. Pero para que dicha reforma salga adelante habría que modificar el artículo 125 de la Constitución que asegura la participación ciudadana en la justicia mediante la personación de la acción popular en los procedimientos. De entrada, las asociaciones de jueces y magistrados se oponen a que se modifique esta figura que no existe en los países de nuestro entorno. Expertos juristas, como el catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Barcelona, Jordi Nieva, consideran que “es increíble que en España exista esta monstruosa posibilidad de que cualquier ciudadano pueda colocar en el banquillo a otro, si encuentra a un juez de instrucción que casi de oficio le acompañe con su investigación en el camino. Debe saberse que, a lo largo y ancho del mundo, solo puede acusar de delitos la fiscalía —o como mucho la víctima, y no siempre—, precisamente para evitar este tipo de excesos que se han hecho particularmente frecuentes en las últimas décadas en España”.
Un análisis casi coincidente con el de los jueces del Supremo. Por lo tanto, no hay más remedio que abordar este problema. Pero la incógnita es saber hasta donde se puede llegar porque ahí está el límite establecido en la Constitución.