Ya no hay lugar seguro para un demócrata

11 de Junio de 2024
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En los años veinte y treinta del pasado siglo, cuando el fascismo avanzaba imparable en Europa, miles de personas optaron por hacer el petate y marcharse de su país. Oleadas de alemanes, italianos, españoles, polacos, húngaros y de otras nacionalidades hacinados con lo puesto en gigantescos barcos rumbo al paraíso americano. Una diáspora ideológica (también económica, una cosa suele ir ligada a la otra) como no se había conocido en el viejo continente. Muchos de ellos optaron por Estados Unidos como último refugio contra la barbarie. Qué extraña sensación, mezcla del miedo triste por el desarraigo de la madre tierra y de la nueva esperanza que latía en sus corazones, debieron sentir aquellas gentes de boina calada, botas rotas y ropas raídas cuando, desde la cubierta del barco, codo con codo, veían deslizarse ante ellos la gigantesca Estatua de la Libertad, gran tótem de los derechos humanos.

Para muchos de aquellos inmigrantes, los grises invisibles del exilio en el trágico siglo XX, la aventura en pos de una vida mejor duraba apenas una hora, el tiempo que tardaban en desembarcarlos en la brumosa Isla de Ellis para someterlos, como ganado, a las rigurosas pruebas médicas. Los que llegaban con alguna enfermedad infecciosa, los criminales, anarquistas y polígamos eran inmediatamente deportados en otro barco de retorno al hogar infernal, a la Europa hitleriana; a los sanos se les daba el salvoconducto, un papel que no garantizaba un plato de comida al día, solo la última opción del golpe de suerte en la jungla de asfalto, como en aquella película de Huston sobre parias desclasados que ven en el atraco perfecto la solución a su hambre y a su desesperación.

Fue así, cual mulos a los que unos veterinarios con bata blanca examinaban la dentadura, como los migrantes, la nueva carnaza de la sociedad industrializada, entraba en la ruleta de la fortuna del emergente capitalismo yanqui. Unos, los que tuvieron más suerte, lograron prosperar y abrirse paso en la vida (como ese puñado de cineastas judíos y comunistas que dieron lugar a la edad de oro de Hollywood); otros salieron de una pesadilla, el nazismo, para caer en otra: el gueto de las grandes ciudades en las que tuvieron que enrolarse en los oficios más duros y peor pagados como botones, camareros, albañiles o taxistas. Brooklyn, el hoy floreciente barrio del recién fallecido Paul Auster, se construyó con el sudor y la sangre de todas aquellas familias desarraigadas, los fantasmas de la Isla de Ellis víctimas del totalitarismo por su raza, su religión, su condición sexual o sus ideas políticas.  

Hasta 1954, más de 12 millones de inmigrantes entraron en Estados Unidos por Ellis Island. Se cree que, hoy por hoy, cien millones de norteamericanos llevan sangre europea en sus venas. No fue una historia de fraternidad y acogimiento, más bien al contrario, fue el relato épico de un choque social, de una convulsión, de una bomba demográfica. USA nunca fue aquella tierra de promisión y de oportunidades de la que a menudo hablan los liberales siempre propensos a caer en el topicazo barato. Aquello de que en América cualquier hombre hecho a sí mismo podía llegar a rico trabajando, pagando impuestos y siendo un honrado ciudadano fue una gran mentira. El sueño americano devino en pesadilla para la mayoría de los migrantes europeos. Solo unos pocos hicieron dinero de verdad; el resto cayó en el infierno del paro, en la mendicidad, en la incomprensión de una sociedad supremacista y deshumanizada (cuando no racista) y finalmente en la mafia, última salida para sobrevivir en la ratonera del barrio (véase El Padrino una y otra vez).

Hoy el fascismo (en una versión más institucionalizada pero igual de intolerante y cruel) retorna con fuerza a la vieja Europa. La Francia de la liberté, egalité y fraternité carcomida de populismo. Alternativa para Alemania (el nuevo partido nazi), segunda fuerza por delante de los socialdemócratas. Dos mil fascistas desfilando, brazo en alto entre cánticos y loas a Mussolini, por las calles de Milán. Y las rojigualdas preconstitucionales ondeando orgullosas por Madrid, mientras brotan como setas los nuevos profetas del franquismo en plan Alvise Pérez. Esto es un aquelarre facha aterrador, un Walking Dead con gente de seso sorbido como zombis manipulados, un mal sueño del que no se puede despertar similar al que debió vivir Walter Benjamin cuando, al verse irremediablemente acorralado por la Gestapo, no le quedó otra que tragar dos dosis de morfina en un hotel de Portbou.

Y es ahí donde surge la gran pregunta para los últimos demócratas, para ese grupo ciudadano cada vez más reducido, cada vez más residual, cada vez más marginal y raro. ¿Qué hacer, a dónde ir para esconderse del remake de la locura y la barbarie, dónde encontrar un lugar seguro para fundar una familia, un lugar donde no llegue el odio político, racial e ideológico, donde llevar una existencia tranquila y en paz lejos de las bestias violentas? En el siglo XX había algunos santuarios donde escapar. ¿Pero y ahora? En Europa imposible, el viejo continente está infestado de adeptos a la nueva secta. En Estados Unidos mucho menos, las hordas trumpistas que detestan a los inmigrantes están por todas partes en un Ku Klux Klan a lo grande. Al Brasil tampoco, lo de Lula es solo un paréntesis efímero hasta que vuelva a conquistar el poder el bolsonarismo. ¿A la Argentina de Milei, al Salvador de Bukele, al Irán de los ayatolás, a la Corea del rellenito caprichoso de los misiles?

No hay salida. África entera va camino de caer en manos del ISIS; Oriente Medio controlado por los fundamentalistas religiosos, ya sean sionistas o musulmanes; y a la Rusia de Putin, casi mejor que no. Como se te ocurra leer un periódico occidental allí acabas en el gulag como un peligroso espía otanista. La URSS acogió a los niños republicanos de la Guerra Civil Española; hoy el sátrapa del Kremlin les pondría un uniforme y los enviaría directamente al frente ucraniano. El mundo entero se convierte en una trampa sin salida. Podríamos intentar largarnos a la vasta Patagonia chilena, en medio de la nada, reconfortados por un silencio celestial lejos del ruido, la furia, el bulo y las tontunas de Ayuso y Almeida. ¿Pero para qué? Tal como está la cosa, seguro que nos tropezamos con algún idiota con poncho de alpaca dispuesto a soltarnos el rollo de la patria, la bandera y su puñetera madre en verso. Viva la Patagonia libre, carajo.

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