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Neon Genesis Evangelion: El triunfo de las máquinas freudianas

Alejandro Jiménez Cid
Alejandro Jiménez Cid
Músico y ensayista
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análisis

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Está fuera de toda discusión que la serie de anime Neon Genesis Evangelion, creada por Hideaki Anno al frente del estudio Gainax, es toda una referencia en el campo de la animación, y yo diría que de la ciencia ficción en general. Rompedora y controvertida, treinta años después de su estreno sigue sin dejar a nadie indiferente. Ahora Norma acaba de concluir la publicación, en flamante formato kanzenban y edición coleccionista, los siete tomos del manga que lleva al papel esta obra, icónica donde las haya. Se trata de un manga que muchos consideran tan canónico para definir el complejo universo Evangelion como la propia serie original, ya que es obra de Yoshiyuki Sadamoto, que fue la mano derecha de Hideaki Anno como responsable del diseño de personajes y del grueso del concept art para el anime de Gainax. Suele ser raro en la industria cultural nipona que sea el anime el que precede al manga, y este es uno de esos casos. La pregunta inevitable es, por tanto: ¿está el cómic de Sadamoto, por oficial y legítimo que sea, a la altura de la mítica serie de animación que deslumbró a toda una generación de otakus y gentiles? Desde luego, el listón está muy alto. Seguid leyendo y lo veréis.

¿Cómo resumir en un par de párrafos Neon Genesis Evangelion? Imposible, al tratarse de una creación tan compleja y poliédrica, tan ambiciosa que acaba quedando reducida ad absurdum por su propia ambición (esa es, precisamente, parte de su genialidad). Digamos que se trata de una fábula apocalíptica, hipertecnológica y transhumanista a más no poder que se inscribe dentro de ese género, tan popular en Japón, de los robots gigantes tripulados: los famosos mechas que tuvieron su origen en los años cincuenta con el Tetsujin 28 de Mitsuteru Yokoyama, que se internacionalizaron con el Mazinger Z de Go Nagai y que alcanzaron su mayoría de edad con la franquicia Gundam. De hecho, Gundam es en muchos sentidos el padre espiritual de la obra de Hideaki Anno. Lo que diferencia de sus predecesores a los mechas de Evangelion es que devienen organismos biomecánicos: son criaturas con sangre en lugar de queroseno, y cuando les da por sangrar sangran mares de sangre, como aquellos con los que alucinaba San Juan en sus revelaciones. En estas máquinas de guerra la relación con el piloto no es ya la de un tanque y su artillero, sino la de una madre y su feto: el piloto controla al temible juggernaut desde sus entrañas, sumergido en una especie de líquido amniótico (LCL) y sincronizándose en cuerpo y alma con él… o más bien con ella, porque se trata de unidades EVA, la madre universal. Los EVA de Evangelion son, por tanto, máquinas edípicas. Y de eso va precisamente el meollo del drama.

Otro de los rasgos característicos de la serie es el carácter de su protagonista. Ya no estamos ante un tipo heroico, un Koji Kabuto saltando alegremente a la carlinga de Mazinger Z para enfrentarse a las fuerzas del mal. Shinji Ikari, el héroe de Evangelion, es un pasmao. Es un adolescente apocado, un saco de traumas que se pasa la mitad de la historia deprimido, derramando lágrimas de impotencia, y que tiene la discutible virtud de quedarse bloqueado e incapaz de reaccionar en las situaciones de máximo riesgo, en las que el destino de la humanidad recae sobre él. Y es que Neon Genesis Evangelion es una historia de ciencia ficción y armagedones tecnológicos solo en la superficie: en realidad es un bildungsroman iniciático que narra la transición a la edad adulta de Shinji Ikari. Es un relato intensamente freudiano en el que desprenderse de la infancia significará para el héroe no solo matar al padre y acostarse con la madre, sino, ya puestos, destruir el mundo. Psicoanálisis a lo bestia.

Y no solo eso, sino que toda esta trama está envuelta en una reinterpretación libre del imaginario de los mitos judeocristianos. Adán, Eva y Lilith son fuentes primigenias de vida y muerte venidas del espacio exterior. Los Manuscritos del Mar Muerto son unos textos proféticos que predicen el fin del mundo a manos de robots gigantes. Los Reyes Magos son una supercomputadora de tres núcleos (llamados adecuadamente Melchor, Gaspar y Baltasar). El símbolo de la cruz aparece por doquier: ciclópeos crucifijos de vidrio y acero en las instalaciones militares de NERV, el resplandor cruciforme de las explosiones que ritman el fin de los tiempos, o la cruz que lleva al cuello la despampanante capitán Misato Katsuragi. La crucifixión, redención del mundo a través del sufrimiento de una sola persona, era un motivo demasiado jugoso como para no convertirlo en el climax de una obra como esta. Desprendido de su contexto habitual, pero sin perder sus poderosas connotaciones religiosas, el símbolo de la cruz es secuestrado por Hideaki Anno para reinventarlo como un icono de ciencia ficción.

Consciente de la magnitud de la labor que tenía por delante al plasmar en formato manga semejante historia, Yoshiyuki Sadamoto no se lo tomó a la ligera. Sabiendo de antemano que se iba a tratar de la obra de su vida, tardó más de veinte años en completarla. La meticulosidad de los dibujos, la precisión con que traza cada mínima pieza de maquinaria, una expresividad en la anatomía de los personajes más cercana al shojo que al shonen: todo ello da testimonio de una dedicación obsesiva a esta obra. El Evangelion de Sadamoto no se aqueja de ese problema endémico del manga, en el que los autores se ven obligados a terminar sus páginas apresurada y descuidadamente, presionados por los plazos que les impone la industria cultural. Una asombrosa consistencia en la calidad del dibujo es la prueba fehaciente de que Sadamoto se tomó su tiempo para completar las casi 2.400 páginas de su opus magnum, de forma que ni una sola de ellas desentonara con el conjunto. De derecha a izquierda, el lector recorre viñetas y páginas con la boca abierta, fascinado por la impecable técnica del mangaka.

Lo que ocurre es que, en comparación con el anime, el manga de Sadamoto resulta decepcionantemente conservador. Nada hay en él de los desvaríos experimentales de Hideaki Anno, de los encuadres imposibles de la serie de animación, de la desquiciante mezcla de técnicas y medios en sus secuencias. En el manga de Evangelion el lector no encontrará la memorable escena de Rei y Asuka en el ascensor, ni escuchará la novena sinfonía mientras el EVA 01 aprisiona a Kaworu en su puño. Se suprime el leitmotiv del walkman, símbolo perfecto del aislamiento y del mundo interior de Shinji, y desaparecen los prolongados planos fijos de techos que hipnotizaban y exasperaban, a partes iguales, al espectador de la serie. Parte de la magia del anime de Gainax eran aquellos momentos en que las convenciones de la narración visual se deformaban hasta tal punto que llegábamos a dudar si había algún problema en el reproductor. Todo eso se pierde en el manga, que nos brinda una exposición más inocua del mismo argumento.

Cierto que, desde el punto de vista aristotélico de planteamiento, nudo y desenlace, el manga es más redondo. La historia cierra mejor. Todo queda más claro. No hay cabos sueltos.  Pero precisamente lo que hacía único al anime original de Hideaki Anno era su carácter abierto. Ese final inconclusivo, desconcertante, casi lynchiano, en que la serie se desintegraba durante sus últimos capítulos ha justificado la fecunda cosecha de secuelas, finales alternativos y especulaciones a cual más descabellada que han seguido estrenándose hasta la actualidad: el largometraje The End of Evangelion y la tetralogía Rebuild of Evangelion reconstruyen la historia desde el principio, desplegándola en una multiplicidad de rutas paralelas que se complementan y contradicen entre sí, enredando hasta lo imposible una trama que ya desde el principio era un nudo gordiano. Ante este panorama, quizá el manga de Yoshiyuki Sadamoto suponga la inmersión más serena posible en el universo Evangelion, la versión más fácil de entender y racionalizar. Pero eso no es lo que queremos. Nos va la marcha, y lo que queremos es que nos jodan la cabeza. ¿O no?

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