Edmundo Bal es el quiero y no puedo de esta campaña electoral. El candidato de Ciudadanos se esfuerza en aparentar que su proyecto sigue siendo trascendente, que el espídico mundo naranja continúa siendo decisivo para el futuro gobierno de Madrid. Lamentablemente para él, su misión de salvar la bisagra se antoja un imposible, ya que tras las últimas semanas de descalabros, transfuguismos y deserciones, el de Inés Arrimadas se ha convertido en un partido zombi. O como muy bien dijo la fina analista Verónica Fumanal: son como los de la película Los otros, están muertos y ellos no lo saben.
Sin embargo, pese al papelón de comparsa importante que se ve obligado a interpretar, Bal lo intenta todo poniéndole garra, entusiasmo, ilusión. Embarcarse en la aventura de tratar de convencer al electorado de que un edificio en ruinas todavía puede servir para algo no deja de tener su mérito. Y en esas está el bueno de Edmundo, que es un pobre de votos al que todavía le dejan jugar en el selecto club de los ricos.
La cosa empezó torcida cuando a algún spin doctor adelantado a su tiempo se le ocurrió que “Madrileños por Edmundo” podía ser un buen lema de campaña. ¿Qué demonios se quería ofrecer al votante conservador con semejante lema, consigna o spot publicitario? Si lo que se pretendía era hacer una gracieta o juego de palabras para llamar la atención, craso error. No está el país para bromas y mucho menos para partidos cuya principal promesa electoral es una paronomasia, un tuit más o menos ingenioso o sopa de letras que en el fondo nadie sabe lo que significa. Y si de lo que se trataba era de hacerle la publicidad gratis a un programa de televisión sobre viajes para ser entrevistado en un helicóptero o colgado de una montaña por el Jesús Calleja de turno, mal también como estrategia política. En un momento en que una señora como Ayuso promete épica, cruzada y rock and roll con un eslogan mucho más apasionante y romántico como “comunismo o libertad”, se antoja nefasta la elección del líquido lema de campaña elegido por los naranjas.
El resultado de la desesperada estrategia es un candidato efímero puesto ahí por Arrimadas para cumplir con el expediente de defunción de Ciudadanos, un hombre de trámite como Bal que va a la deriva sobre su tabla de salvación en el tempestuoso océano de la política española (esa perilla algo desaliñada le confiere cierto aspecto de triste y solitario Robinson Crusoe). Edmundo bracea como un náufrago sin rumbo mientras Albert Rivera, el capitán que saltó del barco antes de que se hundiera y las ratas salieran por la borda, ya busca nuevas ínsulas siguiendo el rastro de la gaviota del PP.
Bal puede caer más o menos simpático en su papel de motero enrollado y de vendedor del crecepelos de la moderación y el centro (un producto que ya no compra nadie porque estamos en plena polarización o enfrentamiento guerracivilista entre bloques antagónicos), pero no engaña a nadie. Él se afana por convencer al votante de que Cs sigue siendo un partido útil, necesario, imprescindible, cuando la realidad es otra muy distinta: ha quedado como mero animador sociocultural o telonero en las refriegas entre Pablo Iglesias y Rocío Monasterio, los dos que se atizan de lo lindo, tal como demanda el personal radicalizado en las redes sociales.
Da la sensación de que Bal es como ese jugador de fútbol al que sacan a la cancha en los minutos finales de la basura, cuando el equipo va perdiendo y todo el pescado está vendido. Un central descolocado, desubicado, en tierra de nadie mientras el rival se divierte con el chorreo de la goleada y la victoria. En medio de esta cruenta guerra de trincheras entre derechas e izquierdas, en medio de este revival guerracivilista que está viviendo España, Edmundo Bal no deja de ser como aquel Charlot de Armas al hombro que iba de acá para allá sin saber muy bien qué pintaba allí ni a quién disparar.
No se puede negar que Edmundo sea un demócrata. Al fin y al cabo, como pacifista pide paz y amor y que rojos y fachas dejen de pelearse entre ellos. Pero todo es puro postureo porque cuando estalla la guerra siempre está con unos más que con otros, o sea con los mismos de siempre, con los amos del cortijo que son los que cortan el bacalao. Al hombre le da asco el cartel de Vox contra los menas pero sigue hablando y negociando con Abascal; dice sentirse muy preocupado por el enrarecido clima político que vive el país pero no renuncia a ser muleta de la extrema derecha, no solo en Madrid, sino también en Andalucía y Murcia; y asegura detestar el fascismo pero no es partidario de colocarle un cordón sanitario a los ultras, porque entonces se le acaba el chollo.
Él se define como antifascista pero sustenta el fascismo en todo el país; se autoproclama defensor de las esencias del centrismo suarista pero va de la mano de los nostálgicos del régimen anterior. Todo en Bal es errático y flagrante contradicción, un mal que ha terminado por destruir a Ciudadanos.
Lo de Edmundo no es que sea equidistancia y tolerancia con el nazismo, sino oportunismo trepa, y el votante ha terminado por verle el plumero a él y a sus compañeros naranjas, que hoy están aquí y mañana allí, como Toni Cantó, que ni es de izquierdas ni de derechas, sino del que le dé de comer. Con semejante veletismo imprevisible no se puede hacer política coherente y sensata porque las ideas acaban reducidas a pura mercadería, a falsa moneda, a objeto de trueque y contrabando. Ideas a cambio de despachos y sillones; ideas a cambio de carguetes; ideas a cambio de traiciones y sueldos. Esa es la democracia mercantilista que propone Cs. Tal como se preveía, Bal está pasando sin pena ni gloria por esta campaña electoral. Ha perdido el crédito y seguramente perderá el escaño, quedando fuera del Parlamento regional, que es tanto como acabar en el vertedero de la historia. A Edmundo lo ha calado todo el mundo.