Los jueces españoles son propensos a incumplir las leyes que están obligados a aplicar. No se sabe bien por qué razones no reparan en que, por encima de ellos, hay unos superiores que pueden echar por tierra todo el trabajo que llevan a cabo. Y uno de sus mayores errores se refiere a los plazos de sus actuaciones. En 2015, se modificó el artículo 324 de la ley de enjuiciamiento criminal, estableciendo los siguientes criterios para llevar a buen término una instrucción judicial: “las diligencias de instrucción se practicarán durante el plazo máximo de seis meses desde la fecha del auto de incoación del sumario o de las diligencias previas. Si la instrucción es declarada compleja el plazo de duración de la instrucción será de dieciocho meses, que el instructor de la causa podrá prorrogar por igual plazo o uno inferior a instancia del ministerio fiscal y previa audiencia de las partes. Excepcionalmente se contempla la fijación de un nuevo plazo máximo para la finalización de la instrucción, cuando concurran causas que lo justifiquen.”
En otras palabras, el legislador limitó los plazos de las investigaciones judiciales a un máximo de 36 meses que se pueden prorrogar excepcionalmente y solo en causas complejas. Muchos magistrados no tienen en cuenta los plazos. Eso es lo que le ha ocurrido a Manuel García Castellón en el Caso Tsunami, pero no es la primera vez que le pasa a este magistrado y a muchos de sus compañeros. El resultado de todos es conocido. Se archivan las diligencias y los imputados quedan exentos de cualquier responsabilidad.
García Castellón tiene en su historial varios abusos en lo que a las prorrogas de sus diligencias se refiere. En el llamado “caso Villarejo” la sala de Lo Penal anuló la prórroga de seis meses que el magistrado había solicitado en una de las piezas separadas. Sus superiores le recordaron que “en manera alguna” podía añadir seis meses más a una causa que llevaba cuatro años y medio en marcha solo por estar esperando a que un tercer país le enviara datos del caso. Una semana después los jueces de esa misma sala calificaron de “extemporánea” la petición de una de las partes personadas en la causa donde se investigaban los mensajes de Sortu en relación con los homenajes a presos de ETA. Esa acusación, que representa a la asociación Dignidad y Justicia próxima al PP, pidió la prórroga de las actuaciones que ya habían sido cerradas por el juez solicitando la apertura de nuevas diligencias. La fiscalía se opuso calificando la investigación de “inquisitorial”. La sala no llegó tan lejos, pero consideró que el instructor no había razonado suficientemente la necesidad de esa prórroga. Al final, el juez ha tenido que convertir el sumario en procedimiento abreviado y proceder a la apertura de juicio oral. Esta vez le ha salvado la campana.
La limitación de los plazos de instrucción surgió de la necesidad de agilizar la justicia. Los jueces justifican las demoras en la escasez de medios con que cuentan. Además, si la causa es compleja y requiere, por ejemplo, de la tramitación de comisiones rogatorias a países extranjeros, los plazos establecidos en el artículo 324 de la Lecrim se quedan cortos, eso es verdad. Pero es que hay ocasiones donde la dilación es inencionada. García Castellón sólo sacó de su cajón el caso Tsunami cuando más le convino después de permanecer en el olvido cuatro años. Y cometió el grave error de pedir una prórroga para proseguir con la instrucción un día después de haber concluido el plazo. Las defensas, advertidas de esta irregularidad, recurrieron a la sala que les dio la razón.
Otro juez muy proclive a dilatar causas es el titular número 1 de Barcelona, Joaquín Aguirre. Sus superiores de la Audiencia Provincial le ordenaron el cierre de la pieza separada del caso Volhov referida a la trama rusa del procès. Unos días antes, esa misma audiencia le había obligado a cerrar el llamado Caso Villa Bugatti, sobre la construcción de una finca en una parcela en Cabrera de Mar en la que implicó al alcalde de la localidad y a un concejal de ERC. Ya se había pasado el plazo para seguir con las investigaciones.
Lo que pasa es que Aguirre utiliza recursos que no se sabe bien si van a prosperar. Ha abierto una pieza separada recogiendo todas las actuaciones que aparecen en la que se le ha ordenado concluir con lo que gana tiempo, de nuevo, otros 36 meses de instrucción. La apertura de esta pieza ha sido recurrida por las defensas de los imputados y se está a la espera de que la Audiencia de Barcelona resuelva. Todo parece indicar que ordenará al juez que se deje de dilaciones y cierre esa causa.
Los jueces saben que se juegan mucho si no cumplen los plazos de instrucción. Son numerosos los expedientes que estudia la comisión disciplinaria del Consejo General del Poder Judicial por las acusaciones de dilaciones indebidas y que pueden acabar, incluso en los tribunales porque se la considera un atenuante en un juicio.
En última década del siglo pasado eran frecuentes las instrucciones judiciales que se demoraban más de dos años. Los datos del Conejo General del Poder Judicial de 2001 señalaban una media de 25,7 meses. Si tenemos en cuenta que, una vez resueltas las diligencias previas, se tarda un año en el señalamiento de la vista oral y pueden pasar otros tres hasta que se las instancias superiores resuelven los recursos, en este país la conclusión de un proceso judicial puede demorarse más de cinco años. Es cierto que las causas penales suelen ser más rápidas que las civiles. Pero aún así, no debe extrañar que las autoridades europeas hayan advertido en más de una ocasión la necesidad de acabar con esta anomalía que va en contra del artículo 24 de la CE donde se establece “el derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas”.