España se encuentra ante un punto de inflexión en la gestión de su recurso más vital. Tras casi cuatro décadas de desarrollo jurídico y técnico, el cambio climático y el uso intensivo amenazan la garantía de agua para generaciones venideras. Un reciente estudio del Real Instituto El Cano, basado en una encuesta realizada entre febrero y marzo de 2025 en Andalucía, Cataluña, Galicia, Madrid, Murcia y Valencia, revela que la sociedad española no solo es consciente de la gravedad del reto hídrico, sino también de las contradicciones que frenan una respuesta decidida.
El contraste más llamativo surge entre la preocupación generalizada y la inacción práctica de muchos ciudadanos. Más del 70% de quienes respondieron al sondeo se declara inquieto por la escasez de agua, especialmente en regiones afectadas por estrés hídrico crónico. Sin embargo, esa inquietud apenas se traduce en un fortalecimiento de la confianza propia para comportamientos de ahorro ni en una voluntad mayoritaria de asumir nuevas tarifas o de aceptar masivamente el uso de aguas regeneradas y desalada. Este divorcio pone de relieve la existencia de una “brecha de corresponsabilidad”: la batalla por el agua no puede depender únicamente de campañas informativas, sino de generar espacios reales de participación ciudadana que refuercen el sentido de comunidad en torno al recurso.
A esa brecha se suma otro dato inquietante: la falta de conocimiento sobre quién emplea realmente el agua en España. Mientras el campo acapara cerca del 75 % del consumo nacional, una proporción significativa de los encuestados atribuye ese liderazgo al sector industrial. La percepción pública —que sobrestima el peso de la industria y subestima el del regadío— reclama con urgencia transparencia y divulgación clara sobre los volúmenes y los usos productivos del recurso. Sin esta comprensión básica, cualquier propuesta de gestión —desde restricciones al riego hasta incentivos al ahorro doméstico— corre el riesgo de ser impugnada por quienes se sienten mal informados o injustamente señalados.
Paradójicamente, la agricultura es, junto a la protección de ecosistemas, el uso al que la ciudadanía otorga mayor prioridad en momentos de sequía. Reconoce el valor alimentario y económico del sector, y sitúa a las ramas agrarias entre las más “eficientes” —solo por detrás de la producción energética—, mientras el turismo y la industria quedan señalados como derrochadores. Este consenso sobre el papel del campo abre una ventana para políticas más matizadas: apoyo a tecnologías de riego de precisión, impulso a variedades resistentes a la falta de agua y programas de formación dirigidos a agricultores, siempre con la complicidad de las comunidades locales.
En el ámbito doméstico, dos tercios de los españoles se sienten capaces de recortar su factura de agua, pero la conversación sobre el tema apenas fluye en los entornos cotidianos: casi el 50 % admite no discutir el asunto con familia o amigos. Así, el potencial de la presión social para consolidar hábitos (duchas cortas, electrodomésticos eficientes) queda desaprovechado. Fomentar foros vecinales y plataformas digitales de intercambio de experiencias de ahorro podría ser una palanca poderosa para elevar el espíritu colectivo de corresponsabilidad.
Quizá más determinante para la viabilidad de cualquier reforma sea la disposición al pago: solo un tercio de los encuestados califica la factura de cara, y menos de la mitad aceptaría un sobrecoste para financiar obras de desalación o depuración. Entre quienes sí lo admitirían, predominan los ingresos altos, la formación universitaria y la ideología de izquierdas. Este dato señala un desafío político: la urgente necesidad de diseñar un sistema tarifario progresivo, que ajuste precios según capacidad económica y garantice el principio de “quien más contamina, más paga”, sin penalizar a los hogares vulnerables.
Respecto a las fuentes alternativas, existe un respaldo mayoritario al uso de agua regenerada y desalada para actividades de riego, limpieza urbana o procesos industriales; pero esa aceptación se desinfla cuando hablamos de usos domésticos de contacto directo —beber, cocinar, aseo personal— por el temor a la calidad del agua. Para salvar ese escollo, las autoridades y las empresas gestoras deben emprender campañas de transparencia rigurosa, facilitar visitas a plantas de tratamiento y promover casos de éxito donde la reutilización haya demostrado su inocuidad.
La confianza en los actores de la gobernanza hídrica también revela tensiones: la comunidad científica goza de elevada credibilidad, mientras que el gobierno central, muchas administraciones regionales y algunas empresas del sector obtienen puntuaciones bajas. Este diagnóstico obliga a revisar los canales de comunicación y a establecer mecanismos de rendición de cuentas más efectivos: comités de seguimiento ciudadanos, auditorías independientes y presupuestos participativos pueden reforzar la legitimidad de las medidas que ahora se diseñan.
La encuesta concluye que las estrategias de “oferta” (aumentar recursos con desalación o reciclaje) gozan de amplio consenso, mientras que las de “demanda” (reducir consumos, restringir riego) encuentran más reticencias. El reto de los próximos años será equilibrar ambas aproximaciones, diseñar políticas integrales que combinen infraestructuras con educación ambiental y articular un pacto social por el agua. Solo así España podrá sortear las sucesivas olas de sequía y garantizar que el grifo —ese símbolo de nuestra cotidianidad— siga siendo fuente de vida, no de conflicto.