El ascenso del inútil: manual de supervivencia política para mediocres con ego

No hace falta talento si tienes audacia, aliados turbios y la traición bien practicada

17 de Abril de 2025
Actualizado el 18 de abril
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El ascenso del inútil: manual de supervivencia política para mediocres con ego

El político mediocre del siglo XXI ya no necesita pensar: solo necesita seguidores, un enemigo claro y una buena dosis de ambición sin escrúpulos. El ego lo impulsa, la traición lo proyecta y el discurso vacío lo justifica. La razón, mientras tanto, espera que alguien la vuelva a invitar a la conversación pública.

En la escena política actual, se hace cada vez más evidente una preocupante tendencia: el culto al ego ha desplazado a la razón como motor de las decisiones y aspiraciones públicas. Lejos de buscar el bien común o abrazar el debate honesto, una generación de políticos mediocres parece dispuesta a cualquier cosa con tal de medrar. No importa el precio ético, ni la calidad de los aliados, ni siquiera la coherencia de las ideas: lo que impera es la ambición personal disfrazada de vocación de servicio.

Estos personajes no destacan por su preparación, su visión ni su compromiso, sino por su habilidad para trepar. Entienden la política no como un arte de servir, sino como una herramienta para engrosar su vanidad. No construyen puentes ni proponen soluciones: construyen relatos en redes sociales, ataques al adversario y pactos con los peores actores, aquellos que, como ellos, solo saben sobrevivir en la ciénaga del oportunismo.

En ese camino hacia la cima, la traición se convierte en un atajo habitual y rentable. El mediocre no duda en traicionar a quien lo ayudó si eso le asegura un puesto más alto o unos minutos más de foco. No hay convicciones firmes ni lealtades reales: solo conveniencias. La traición, en este contexto, no es una vergüenza, sino casi una estrategia de carrera. El que más traiciona, más rápido asciende, porque demuestra su "versatilidad" ante quienes premian la sumisión camuflada de astucia.

La mediocridad política tiene un síntoma claro: el miedo a rodearse de gente capaz. Por eso muchos de estos líderes emergentes eligen aliados que les hagan sombra, pero nunca luz. Prefieren a los incondicionales antes que a los críticos, a los obedientes antes que a los preparados. Lo importante no es el proyecto, es el protagonismo. No es la eficacia, es la visibilidad.

El resultado es un ecosistema tóxico donde la lealtad se mide en términos de sumisión, donde el disenso es castigado y donde la propaganda sustituye a la gestión. Y en ese ambiente, los mediocres florecen, porque se sienten cómodos entre espejos que devuelven su imagen inflada, aunque vacía.

La política, sin embargo, debería ser otra cosa. Debería ser el espacio donde las mejores ideas se cruzan, donde las diferencias se discuten con altura, y donde el interés colectivo pesa más que cualquier ambición individual. Pero para eso se necesita una cualidad que muchos han perdido, o quizá nunca tuvieron: humildad intelectual.

Frente al culto al ego, la razón parece cada vez más sola. Pero mientras haya ciudadanos dispuestos a exigir argumentos en lugar de gestos, propuestas en lugar de eslóganes, y principios en lugar de alianzas de conveniencia, aún queda esperanza.

Porque la democracia no puede ser rehén de egos frágiles con aspiraciones grandes. Y porque solo con razón, no con ruido, se construye un futuro digno.

 

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