El ascenso del inútil

La política ha dejado de premiar la preparación, el criterio y el compromiso para abrazar la obediencia, el efectismo y la ignorancia orgullosa como credenciales de acceso al poder

02 de Junio de 2025
Actualizado a las 9:51h
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El ascenso del inutil
Foto de Gabriel en Unsplash

Nunca como ahora pareció tan fácil ascender en la política española sin haber demostrado talento alguno. La figura del político ilustrado, con formación sólida y visión de país, ha sido desplazada por perfiles vacíos, adiestrados en la repetición de consignas y en la gestión del ruido mediático. No asistimos solo al triunfo de la mediocridad: estamos siendo testigos de su entronización. En esta era de desconfianza hacia lo experto y desprecio por lo riguroso, el poder ha dejado de ser el lugar de los capacitados para convertirse en el escenario de los obedientes. Esta es la crónica de un sistema que ha confundido cercanía con vulgaridad, astucia con liderazgo y popularidad con competencia.

Del mérito al marketing, la consagración del incompetente

En la España actual, la política ha dejado de ser el arte de gobernar para convertirse en el arte de sobrevivir en el poder. No importa el currículum, la experiencia, ni la solvencia intelectual. Lo que prima hoy es la capacidad de generar ruido, fidelizar bandos y recitar consignas sin fisuras, aunque estas carezcan de profundidad o coherencia.

El político que asciende no es el que reflexiona o construye consensos, sino el que obedece sin rechistar, ataca sin matices y simplifica sin pudor. La fidelidad al líder sustituye a la fidelidad a las ideas. En este clima, los mejores se marchan, los válidos se silencian, y los mediocres proliferan como maleza en terreno fértil.

Los partidos han dejado de buscar talento. Buscan docilidad, presencia mediática, y perfiles capaces de sacrificar cualquier principio con tal de mantenerse aferrados al escaño y algunas veces ni eso. Lo que antes era una vocación de servicio, hoy se ha convertido en una carrera de supervivencia basada en lealtades internas, tribalismo ideológico y cálculo electoral.

El resultado es desolador: el Parlamento se llena de rostros intercambiables, discursos previsibles y una escasez alarmante de visión de país

La tiranía del mediocre

La banalización del debate público ha transformado el ejercicio de gobierno en una coreografía repetitiva de declaraciones huecas y gestos teatralizados. En lugar de deliberar, se compite por el mejor titular; en lugar de argumentar, se insulta; y en lugar de proyectar un modelo de sociedad, se improvisan medidas como si fueran campañas de publicidad.

La creciente desconfianza hacia los expertos, la desafección ciudadana y la polarización emocional han abierto la puerta a un nuevo tipo de líder: el ignorante seguro de sí mismo, el que no duda porque no sabe lo suficiente como para hacerlo. Este tipo de dirigente, ensalzado por una sociedad que confunde cercanía con vulgaridad, ha hallado en España un ecosistema ideal para prosperar.

El ascenso del inútil no ocurre porque falten alternativas, sino porque las estructuras políticas y mediáticas actuales expulsan el pensamiento complejo. El que matiza, pierde. El que duda, molesta. Y así, la inteligencia queda arrinconada mientras florece el populismo ramplón, el insulto programado y la gestión basada en eslóganes vacíos.

Progresismo sin progreso, la traición al pensamiento ilustrado

Este fenómeno no afecta solo a una ideología: es transversal. Pero resulta particularmente doloroso constatar cómo una parte del autodenominado “progresismo” ha abandonado sus raíces ilustradas y racionalistas para abrazar una deriva sentimentalista y reaccionaria, donde la identidad importa más que la justicia y la consigna más que la reflexión.

Frente a este panorama, conviene evocar la figura de Fernando de los Ríos, ministro de Justicia y de Instrucción Pública durante la Segunda República. De los Ríos fue intelectual, catedrático, humanista, y creyó firmemente en la necesidad de formar ciudadanos libres a través de la educación y el pensamiento crítico. Cuando viajó a la Unión Soviética y le preguntó a un dirigente comunista cuándo habría libertad, recibió como respuesta: “¿Libertad para qué?”. Aquella frase marcó su ruptura con el totalitarismo y reafirmó su fe en el socialismo democrático, culto y profundamente ético.

Hoy, muchos que se declaran herederos de aquel legado han renunciado a ese compromiso con la educación, el conocimiento y el respeto a la pluralidad intelectual. La izquierda ilustrada ha sido sustituida, en buena parte, por una izquierda vociferante, inmovilista y sentimentalmente autoritaria, incapaz de dialogar con la disidencia sin recurrir al anatema o la cancelación.

Pero también en la derecha, desprovista ya de referentes sólidos en política exterior, economía o cultura, el espectáculo ha sustituido al contenido. No hay programa,  hay reacción. No hay ideología, hay eslóganes. La estrategia es clara, infantilizar el debate público hasta el extremo de convertir cualquier cuestión compleja en un enfrentamiento tribal.

El ascenso del inútil no es únicamente una crítica a quienes ocupan cargos públicos sin mérito, sino una advertencia a la sociedad entera. Cuando el sistema desprecia el conocimiento, el talento y la excelencia, no solo ascienden los peores, también se hunden los mejores. Y con ellos, la esperanza de una política digna, exigente y verdaderamente transformadora.

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