A Pedro Sánchez le ha salido un grano llamado Ayuso en cierta parte de su cuerpo. El presidente del Gobierno ha perdido el duelo que le planteó la lideresa castiza y solo a él, y a nadie más que él, hay que anotarle la dolorosa derrota del 4M, que es la derrota general de la izquierda en su conjunto. Ahora, a toro pasado, es fácil pedir responsabilidades, sanciones y chivos expiatorios como la cabeza del pacífico Gabilondo, que el hombre, al ser un kantiano moderado y educado, y un caballero, lo asumirá todo sin rechistar, sin una palabra más alta que la otra.
Ayer empezaron a caer las primeras víctimas propiciatorias a las que se pretende colgar el sambenito de negligentes, incompetentes y culpables de la debacle. En ese paredón han colocado a Franco (el secretario general del PSOE de Madrid, no la momia), que presentó su dimisión a media tarde y se fue a su casa tras recibir unos cuantos aplausos y palmaditas en la espalda de sus allegados y colaboradores. Así es este negocio de la política, un juego sucio en el que no hay amigos. Pese a que Franco no es el mejor apellido para hacer política en el PSOE, el secretario socialista regional poco o nada ha pintado en esta historia y probablemente su testa haya rodado injustamente. Otro turco amortizado.
Por tanto, hay que mirar necesariamente a Moncloa. Cualquiera que haya estado medianamente informado sabe lo que ha ocurrido en los últimos meses en este país. Lo que empezó como una lejana moción de censura en Murcia (mal planificada y cogida por los pelos) ha terminado con la resurrección del PP de Pablo Casado(que agonizaba moribundo, no lo olvidemos), con la pérdida de media flota de la izquierda en el Trafalgar madrileño y con la amenaza, posible y real, de que España pueda volver a teñirse de azul pepero más pronto que tarde. Detrás de ese fiasco están los gurús, pitonisos y analistas del equipo monclovita.
Por si fuera poco, Sánchez decidió implicarse de lleno en la campaña electoral, se remangó y estuvo en buena parte de los actos y mítines centrales tutelando a Gabilondo, al que por momentos se le veía como a uno de esos muñecos que hablan a través de un ventrílocuo. Al principio el catedrático de filosofía quiso plantear una campaña templada, sin aspavientos ni histerismos radicales, yendo a los problemas concretos de la ciudadanía. Sin embargo, en un momento dado, quizá por influencia de Tezanos, del Rasputín en la sombra Iván Redondo o del mismísimo Pablo Iglesias, quién sabe, Sánchez debió darle la orden al profesor de que apretara el acelerador, de que entrara en el juego guerracivilista que proponía la extrema derecha, de que se dejara la tibieza a un lado y se pusiera en modo 1936. Una vez metido en el traje de Manuel Azaña, el bueno del afable catedrático terminó por no resultar creíble para nadie, ni siquiera para la mayoría de los votantes de izquierdas.
Entrar en el cuerpo a cuerpo con Ayuso, cayendo de lleno en la trampa que suponía el eslogan “comunismo o libertad”, fue el mayor error de la campaña que debe ser anotado en el debe de Sánchez porque fue él quien coordinó la estrategia a seguir, porque Moncloa hace ya tiempo que ha suplantado al PSOE y porque el presidente se calentó innecesariamente y decidió jugar a las batallitas, a rojos y fachas, tal como querían Casado y Abascal.
Desde hace tiempo a Pedro Sánchez le acompaña una baraka que le saca de apuros en los peores momentos. La baraka ya salió en su rescate cuando, después de que lo laminaran los barones en aquel Comité Federal de infausto recuerdo, subió a su utilitario, hizo campaña pueblo a pueblo para ganar las primarias y recuperó el cargo de secretario general del PSOE contra todo pronóstico y en un episodio inédito en la historia de España. Podría decirse que se le apareció la virgen, o de una forma más laica: la baraka jugó a su favor.
Desde entonces el líder socialista se cree indestructible, tocado por la varita de la diosa fortuna, como ese jugador de baloncesto confiado en que más tarde o más temprano, aunque sea en el último segundo, le llegará el balón decisivo del partido y lo meterá limpiamente en la canasta desde la línea de seis veinticinco. La baraka se le volvió a aparecer cuando logró reunir los apoyos necesarios para sacar adelante la moción de censura contra Mariano Rajoy y también cuando, en medio de la pandemia y con las derechas en plena maniobra de acoso y derribo, logró aprobar los presupuestos sobre la bocina antes de que Merkel hablara en su favor ante los jerarcas de Bruselas para que la UE destinara 140.000 millones de euros a España, un maná caído del cielo sin el que el Gobierno de coalición estaría definitivamente muerto y enterrado.
Hoy algunas gargantas profundas bien informadas de lo que se cuece por Ferraz aseguran que en el PSOE se hace lo que dice Moncloa, que el partido ha quedado como una burocrática oficina de patentes y marcas y que las ínfulas de caudillismo empiezan a aflorar peligrosamente. También se insinúa que el presidente sufre evidentes síntomas del síndrome de la Moncloa, una evidencia científica avalada por la neurología moderna, no un concepto más o menos periodístico o teórico, como ya advirtió Pilar Cernuda en alguno de sus libros. Por refrescar las ideas del lector, este trastorno lleva a los inquilinos que ocupan temporalmente los palacios del poder a aislarse en una especie de hermética burbuja, de tal forma que ya no escuchan al pueblo, hacen oídos sordos a sus más estrechos colaboradores y empiezan a desconfiar de todo aquel que no sea su sombra. En los casos más graves, como fue Felipe González en su día, el mal convierte al presidente en un ser endiosado y soberbio que cree saberlo todo, un cesarista e incluso un déspota (el patriarca sociata llegó a definir la Moncloa como “una tarta de nata montada con toques de purpurina”, tal era su grado de bulimia política, neronismo y ansia de poder).
Tras la victoria de Ayuso en las madrileñas, la buena estrella de Sánchez, su buena suerte de envidiable ganador, parece que empieza a declinar. El presidente creyó que con todo el aparato gubernamental a su favor y contando con la habilidad y la experiencia del genio Iván Redondo (la gestión del spin doctor sanchista es para que firme mañana mismo el finiquito), la batalla de Madrid se ganaría y España seguiría irremediablemente en su bolsillo. Se equivocó subestimando a Ayuso como a una enana intelectual, erró fatalmente al dejarse llevar solo por las encuestas precocinadas que Tezanos le servía en el desayuno sin tener en cuenta lo que se estaba cociendo en la calle, que no era otra cosa que una rebelión popular, una Vicalvarada en las urnas tras meses de pánico, crisis, colas del hambre y fatiga pandémica. Probablemente, si el presidente hubiese ido más allá de los jardines de bonsáis y los muros de Moncloa para tomarse una caña con una tapa de berberechos en algún reducto tabernario de Ayuso, habría caído en la cuenta de los nubarrones y la ciclogénesis explosiva que se estaba preparando sobre el cielo de Madrid. Sánchez perdió la conexión con la realidad y en ese lapsus onírico cavó la tumba del PSOE.