La desnortada y maltrecha derecha española celebra estos días el 25 aniversario de la primera victoria del Partido Popular en España. Lejos queda aquel 3 de marzo de 1996, cuando un exultante Aznar salió al balcón de Génova para darse un baño de multitudes sobre un mar de banderas españolas. La fecha quedó marcada para siempre como un punto de inflexión en nuestra historia, seguramente no para bien. Hoy, con la perspectiva del tiempo, ya se sabe cuál es el legado de aquel PP victorioso cuyo mayor logro político fue aglutinar a un amplio espectro del centro-derecha español: recortes al Estado de bienestar, privatizaciones a destajo, vuelta al mercado laboral tercermundista (con la consiguiente pérdida de derechos de los trabajadores), especulación con el suelo, modelo económico de sol, playa y ladrillo, pelotazo urbanístico y un torrente de corrupción que ha acabado con el tesorero del partido confesando ante el juez los entresijos de todo aquel capitalismo de amiguetes fundado por el aznarismo.
Es cierto que el triunfo del 96 y las posteriores mayorías absolutas del PP –hoy recordadas por los nostálgicos del régimen porque no se volverán a repetir jamás–, supusieron un impulso para un país que venía de la degeneración política y económica tras 14 años de tocomocho felipista, o sea de socialismo mal entendido, emponzoñado de corruptelas y trufado de engaños a la clase obrera, más la guerra sucia de los GAL. Sin embargo, no cabe duda de que el “milagro económico español” supuestamente obrado por el dios Aznar y su profeta Rodrigo Rato, hoy caído en desgracia, se cimentó en una burbuja insostenible, en un aparato de propaganda goebelsiana como no se había visto nunca y en una ficción de país que jamás se correspondió con la realidad.
España entera cayó en una especie de hechizo mágico, un embrujo que consistía en la falsa creencia de que un fontanero era un empresario y un humilde autónomo un poderoso capitalista. El cuento de la lechera de que con el PP todo españolito acabaría bañándose en una piscina con champán y conduciendo un Mercedes, aunque con la ITV caducada, cundió en el personal, y una enfermiza fiebre del dinero a modo de pandemia acabó por contagiar a la nación entera hasta liquidar la utopía de un socialismo real, que quedó enterrada para siempre como el fósil de un dinosaurio extinto. El bebedizo entró fácil en las tragaderas del pueblo a fuerza de galas cursis y películas de Sara Montiel en TVE, el cine de barrio o NO-DO del nuevo desarrollismo aznarista. La hipnótica banda sonora de Julio Iglesias, gran símbolo del hombre hecho a sí mismo, surtió efecto como una vacuna de Pfizer, y así se impuso la idea de que ser de derechas era lo moderno, lo que se llevaba, lo chic, mientras que al sociata de otro tiempo se le marginaba, reduciéndolo a la categoría de homúnculo progre, cuando no de vago o de corrupto estómago agradecido.
Sin duda, con el aznarismo llegaron los locos años del pelotazo, el cartón piedra y el gres malo. Se inauguró una era de grandes proyectos en la que cualquier desafío, por muy descabellado, faraónico y delirante que fuera, podía hacerse realidad siempre que se contara con el cameo de un empresario conchabado afecto al Régimen y suficiente valor para amañar unos cuantos contratos de obra. Se levantaron esculturas kitsch de un gusto horrible en cada rotonda de la piel de toro, se construyeron decenas de campos de golf y hoteles de lujo a pie de playa y se transformó un paupérrimo barrio marítimo de Valencia en el lujoso circuito de Fórmula I de Mónaco (hoy ya no queda nada de aquello y las chabolas se amontonan otra vez en el sufrido y populoso Distrito del Cabanyal).
Con Aznar, cualquier concejalucho sin oficio ni beneficio se hacía rico de la noche a la mañana si sabía arrimarse al cacique del pueblo; cualquier fulano sin luces llegaba a director general de algo solo con llevar el carné del partido en los dientes. El régimen extendió sus tentáculos pseudofranquistas por doquier; la religión volvió a la escuela pública; la filosofía dejó de interesar y la cultura fue arrinconada por inútil y costosa, siendo sustituida por las tardes de toros y fútbol. España entera cayó en una suerte de paletismo provinciano donde todos babeaban por la comisión, la mordida y el unto. Los hospitales se vendían por trozos a los amigachos de traje y corbata; los fondos buitre proliferaron como setas; y desahuciar a los viejos de sus casas para gentrificar las ciudades y convertirlas en parques turísticos se convirtió en deporte nacional. Era el mercado, amigo, que decía Rato.
Con Aznar pasamos de la estafa del felipismo con sus 800.000 puestos de trabajo prometidos y no cumplidos a un plan mucho más siniestro que consistía en desclasar a las masas proletarias y en liquidar el Estado de bienestar. Se impuso el neoliberalismo, el ultracapitalismo, el capitalismo salvaje, términos todo ellos que no son sino diferentes palabras para designar la vuelta a una España reaccionaria en lo político, elitista en lo social y nacionalcatolicista en lo religioso. La caspa fue bella por un tiempo y hoy el mefistofélico Aznar sigue saliendo en la televisión para vendernos que todo aquel conjuro, todo aquel humo lisérgico, fue bueno para el país cuando en realidad terminó de hundirlo en un miasma de fango, cloacas y degradación corrupta que estos días revienta en los tribunales en forma de gran pirotecnia judicial.
“La frase España va bien salió de mi cabeza”, se jacta el gran arquitecto de todo aquel diabólico programa político que insiste en las mismas mentiras de siempre sobre el 11M y la guerra de Irak. Hoy, 25 años del Día de la Victoria, no solo no se ha desarmado al Ejército rojo, que para eso llegó el Mesías de la derechona, sino que no queda casi nada de todo aquel legado. En Génova han colgado el cartel de 'Se Traspasa', un hombre errático como Pablo Casado dirige los destinos del partido y la ultraderecha amenaza con el sorpasso. El PP está peor que nunca, pero una cosa es cierta: si hoy seguimos hundidos en el atraso secular, la corrupción y el atavismo, es gracias a la idea de España que alumbró ese hombre bajito y de bigote rasurado cuya mayor contribución a la historia del país fue haber puesto de moda el aburrido deporte del pádel.