La corrupción política vacía lo público y encarece nuestras vidas

Más allá del escándalo, las tramas corruptas tienen un precio concreto que pagamos todos: menos servicios, obras más caras y una política al servicio de intereses privados

27 de Julio de 2025
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La corrupción política vacía lo público y encarece nuestras vidas

Cada vez que un político acepta una comisión ilegal, adjudica un contrato a dedo o encubre una red de favores, el coste no es abstracto ni lejano: lo asume la ciudadanía, a través de peores servicios públicos, impuestos injustos o inversiones mal orientadas. La corrupción política, especialmente la institucionalizada durante años en ciertas administraciones, es una forma de saqueo colectivo que ahoga la calidad democrática y castiga el bolsillo de la mayoría.

Hay quien sigue pensando que la corrupción es una mancha moral, una vergüenza para el partido afectado o un espectáculo de titulares, pero poco más. Esa narrativa, interesadamente extendida por quienes más tienen que ocultar, oculta lo esencial: la corrupción no es solo una falta ética, es un agujero económico que sale caro a las cuentas públicas y, por tanto, al ciudadano común.

Cuando se paga de más por una obra, cuando se favorece a un proveedor poco eficiente a cambio de comisiones, cuando se manipula una adjudicación para enriquecer a una red afín, lo que se pierde no es dinero del político corrupto, sino de todos. De lo que podría haberse invertido en escuelas, en atención primaria, en becas, en infraestructuras que no se caigan. Y lo que se pierde, casi nunca vuelve.

El coste real: menos para la mayoría, más para unos pocos

Durante décadas, especialmente en administraciones gobernadas por fuerzas conservadoras, se ha naturalizado una forma de hacer política basada en el clientelismo, la externalización opaca y la colocación de intermediarios innecesarios. Lo vimos con la Gürtel, con Lezo, con Púnica y ahora, con casos que vuelven a salpicar a nombres clave del pasado económico del PP. Montoro, hoy imputado, fue quien diseñó el marco de recortes más severo mientras presuntamente beneficiaba a despachos propios y redes empresariales afines.

Cada euro que se desvía a una empresa que “paga por entrar” es un euro que deja de llegar al aula que necesita calefacción, al hospital que funciona bajo mínimos o al plan de vivienda que no despega. Además, la corrupción distorsiona los precios reales: las constructoras inflan los presupuestos para cubrir el “peaje”, y los costes finales, las carreteras, los hospitales, los contratos, se disparan sin que la calidad mejore.

Y si falta dinero en la caja pública, ¿cómo se compensa? Recortando servicios o elevando impuestos que castigan más a quien menos tiene. Porque la corrupción, por si fuera poco, aumenta la desigualdad: el gran empresario amigo se enriquece; el trabajador, el pequeño autónomo o la familia con dificultades acaban pagando los platos rotos.

No es un caso aislado, es un modelo

La corrupción política no suele aparecer de la nada. Responde a una lógica de poder, a una concepción patrimonial del Estado y a una cultura política que tolera, cuando no protege, ciertas prácticas mientras se señala a otros con cinismo. No es casual que muchos de los escándalos más graves de corrupción se hayan dado en gobiernos que a su vez justificaban recortes en nombre de la austeridad.

Tampoco es irrelevante que quienes ahora claman por dimisiones ajenas ante investigaciones abiertas, callasen, o incluso blindasen, a responsables propios hasta que los tribunales les dejaron sin coartada. La derecha ha gestionado durante años con la lógica del “todo queda en casa”, y lo que no quedó en casa, acabó en paraísos fiscales, fundaciones pantalla o campañas millonarias.

Por eso, la lucha contra la corrupción no es un asunto de titulares, sino de modelo de país. Defender lo público, garantizar transparencia, regular los conflictos de interés y cerrar la puerta giratoria no son consignas vacías: son herramientas para que el dinero de todos sirva al bien común y no al enriquecimiento de unos pocos.

 

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